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México D.F. Domingo 14 de diciembre de 2003

Carlos Bonfil

Río místico

Para quien no estuviera aún convencido, Clint Eastwood, cineasta, ofrece en Río místico una prueba irrefutable de su dimensión de autor. Desde 1992, año en que sorprendió a incondicionales y detractores con su antiwestern crepuscular Los imperdonables (Unforgiven), el director y comediante ha venido afinando su exigencia estilística y elaborando una visión muy personal de la sociedad estadunidense. Eastwood ha demostrado con creces poseer aquello de lo que tanto carecen muchos realizadores de moda: un sólido punto de vista. Considérense las ofertas hoy en cartelera, particularmente los productos hollywoodenses: un entretenimiento eficaz para niños en temporada navideña, y para los adolescentes, de 15 a 50 años, la excitación autocomplaciente de Kill Bill, de Tarantino, y la fatuidad, no menor, de 21 gramos, de González Iñárritu.

Ante este panorama, es una sorpresa muy agradable volver a apreciar la solvencia del director de Un mundo perfecto para construir inteligentemente una trama de suspenso y brindar, en filigrana, una reflexión sobre la violencia y la persistencia del mal en la sociedad moderna. La primera película del director, Obsesión mortal (Play misty for me, 1971) insinuaba ya estas cualidades. Tres décadas después, convertido el talento en maestría, Eastwood propone un thriller de narración muy clásica y factura impecable, con discretas alusiones a hechos pasados, sin saltos violentos ni narraciones corales ni pantallas divididas ni entrecruces de tramas ni recuentos regresivos ni demás innovaciones formales vueltas ya lugar común muy socorrido.

A partir de la novela homónima de Dennis Lehane, adaptada por Brian Heigeland, Río místico expone un caso de abuso sexual cometido contra el menor Dave, y sus consecuencias, sicológicas y morales, 30 años después, en la víctima y en dos de sus amigos, compañeros de juego y testigos del rapto perpetrado por dos falsos policías, uno de ellos ostentando una cruz de caridad cristiana. Aunque la alusión a los recientes escándalos de pedofilia clerical es transparente, Eastwood no muestra un ánimo de denuncia ni una indignación moral, y su cinta rehúye siempre el tratamiento maniqueo. A los protagonistas, ya adultos y padres de familia, los reúne un nuevo suceso de nota roja, el asesinato de la hija de Jimmy (Sean Penn), presumiblemente a manos de uno de los viejos amigos, el propio Dave (Tim Robbins), incapaz de superar el trauma de infancia. Sean (Kevin Bacon), el tercer amigo, es hoy policía e investiga el caso, mientras otro sospechoso, el novio de la joven, enrarece todavía más la situación. Hay subtramas que poco añaden al interés de la cinta, como la renuencia de la esposa embarazada de Sean a regresar al hogar abandonado, pero incluso en momentos de apariencia muy convencional, la malicia del director autoriza la coexistencia casi equilibrada, siempre perturbadora, del bienestar recobrado y la perversión impune. Eastwood elabora de modo muy lúcido el retrato de una sociedad donde el mal puede no sólo no ser castigado, sino convertirse también en un elemento fundacional de la armonía social. Esta visión áspera del director no es nueva, está presente en Los imperdonables y también, de modo elocuente, en Medianoche en el jardín del bien y el mal. De una cinta a otra, en el vitalísimo trabajo del director septuagenario, se refrenda lo señalado al inicio: la consistencia de una visión inteligente de la sociedad y de las relaciones humanas, y una sobriedad estilística alejada de una experimentación formal, a menudo vacua. A esto habrá que añadir la manera de dirigir a los actores, de sugerir el desencanto y extravío mental de Dave (Robbins) y su creciente desencuentro hitchcockiano con su esposa (estupenda Marcia Gay Harden), agobiada por la sospecha. O la constancia de un estrepitoso fracaso existencial en el caso de Jimmy (Penn). Estos personajes han figurado siempre en las cintas de Clint Eastwood, desde su primera incursión en los géneros tradicionales hasta sus recientes elegías finiseculares. Cronista del escepticismo moral en una sociedad maniáticamente satisfecha, el director de Los puentes de Madison ofrece en su nueva cinta la mejor sorpresa en cartelera.

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