La Jornada Semanal,   domingo 4 de enero  del 2004        núm. 461
Fernando Benítez

Las gigantas de Ricardo



Ricardo Martínez es la antípoda de Diego Rivera, de Siqueiros o en nuestro tiempo de José Luis Cuevas. Diego y David siempre estaban metidos en broncas, en disputas, en mítines y en escándalos, lo cual es un índice de vitalidad, de que el arte suscita pasiones por ser él mismo producto de una pasión.

Cuando murió Diego se sintió que algo importante le faltaba a México. Murió el fabulador, el gran amador, el rabelesiano glotón de paredes y comidas, el último caníbal, el tierno gigante que amaba a los niños y provocó la cólera de Rockefeller en el corazón de Nueva York. Siqueiros fue tan grande pintor como bufón y agitador. Recluido en una cárcel hizo que todo el mundo se ocupara de él.

Mucha gente detesta a Cuevas porque cree que se hace propaganda con fines comerciales. Esta es una calumnia. José Luis tiene su mercado en Estados Unidos y en Europa. Le gusta el pleito, él mismo se inventa enemigos para angustiarse, lo reclaman en todas partes, recorre los estados y los barrios pobres dando pláticas y conferencias, es estrella de la televisión, materia de entrevistas interminables.

Ama el escándalo, pero se somete a una disciplina ascética mientras sus exposiciones y sus libros recorren el mundo. Alegra la vida. La dinamiza. Sus triunfos suscitan la cólera de los mediocres. México perdona a los bandidos, nunca perdona a los que triunfan.

Ricardo Martínez, gran amigo de Cuevas, no concede entrevistas, no figura en público, preserva celosamente su intimidad, no da conferencias, se esfuerza en pasar inadvertido; no congrega a la gente, la selecciona. Entre sus amigos, es él mismo. Yo confieso que mi vida sería más difícil si en su compañía no experimentara una verdadera catarsis. Sus cuentos, dichos a la española, me hacen llorar de risa. Materialmente vacío mi depósito de lágrimas y de represiones, mientras su pequeño auditorio estalla en ruidosas carcajadas. Es el aliviane perfecto. Ni la vis cómica de Diego, de Siqueiros o de Cuevas que siempre escuché y escucho regocijado me han provocado tanta hilaridad.

Sin embargo, Ricardo es el pintor que más conoce de su oficio y de literatura. El hecho de haber sido amigo de la infancia de dos presidentes seguidos, lo obligo a enterarse un poco de la política. Nunca se le vio en los Pinos, en las giras o en los viajes y siempre rechazó honores y cargos.

Ricardo, miembro de la familia numerosa Martínez de Hoyos debió desde muy joven ganarse la vida y la de su familia ¡pintando!

Pasó tiempos difíciles, cuando los cuadros valían cien o doscientos pesos y rara vez se adquirían. Inés Amor contaba que ofreció el primer cuadro de sandías de Tamayo en dos cientos pesos y un banquero le dio el dinero pero rechazó la pintura. No compró, tranquilizó su conciencia dando una limosna, Diego ganaba veinte pesos diarios mientras pintó la Secretaría de Educación y debía cubrir el sueldo de sus ayudantes.

Ricardo nunca dejó su oficio. Lentamente, de sus paisajes geométricos, de sus retratos, fue centrándose en el desnudo y fue agitándolo. Esos enormes cuadros, bien lo sabe, desbordan cualquier espacio casero, ¿pero cómo no liberar ese impulso de grandeza demoniaca que lo habita y se adueña de él en un momento crucial de su carrera?

El desnudo es un supremo motivo pictórico. No utiliza modelos vivos, sus desnudos tienen poco que ver con los desnudos reales. Son ficciones, son formas casi abstractas, dotadas de un poder monumental donde el color, la entonación, subordina el dibujo siempre esquemático.

Me he pasado muchas horas en su estudio viéndolo pintar. Es un artesano. Ricardo, valido de sus fuerzas y de tenazas especiales, clava la gruesa tela en el marco para obtener la tensión deseada. Luego al carbón traza la figura y colorea la tela a grandes brochazos. Un color reclama otro color, gradaciones y matices hasta lograr un conjunto sinfónico, una orquestación de gamas de una sensualidad religiosa y mágica .

Ricardo ha creado su mundo, su propio estilo; las fantasías que pueblan su mente han cobrado realidad.

Ya no le importa vender ni ganarse galerías o dealers, ni estar fuera o dentro del comercio. Pinta para él. En su soneto de La giganta decía Baudelaire:

En el tiempo que la naturaleza con su
verbo poderoso
concebía diariamente infantes
monstruosos
me habría gustado vivir cerca
de una joven giganta
como a los pies de una reina, un gato
voluptuoso
Aquí está la giganta. Ahora recorro despacio sus magníficas formas, puedo escalar las vertientes de sus enormes rodillas y en el ardiente verano dormir descansando a la sombra de sus senos, como una aldea tranquila al pie de una montaña.

Tengo ya mi joven giganta. Estoy perdido entre sus muslos potentes, su sexo irradia luz, me rodea el misterio y el erotismo de su cuerpo y no pienso en las llamas sombrías de su cabeza ni en las húmedas nieblas que flotan en sus ojos.

Ricardo ha despertado a Ixtacíhuatl, la mujer de nieve y la ha cubierto con las sombras de la noche, o la ha reverdecido con su primavera o la ha enrojecido con los últimos rayos del sol poniente.

Ronroneo como un gato al pie de sus cuadros y entiendo muy bien por qué a mi amigo Ricardo Martínez le gusta pintar gigantas, sobre todo en tiempos de mezquinidad y de chatura.