La Jornada Semanal,   domingo 4 de enero  del 2004        núm. 461
Ricardo Martínez: 
los extramuros de la pintura

Miguel Ángel Muñoz

Ricardo Martínez ( Ciudad de México, 1918) es, para muchos críticos –Marta Traba o Alaide Foppa– y escritores –Alí Chumacero, Luis Cardoza y Aragón, Fernando Benítez, Rubén Bonifaz Nuño–, un pintor fundamental en la historia del arte en América Latina de la segunda mitad del siglo xx. Sus aportaciones estéticas han contribuido a transformar el concepto pictórico en sí, y a recuperar un pasado prehispánico cuya estética parecía haber llegado a un punto muerto: ha sido el inspirador, en la sombra, de lo que pudo haber sido la "nueva pintura mexicana". Asimismo, durante los años sesenta, los años de aprendizaje y confirmación de su obra en Estados Unidos, la comunidad artística de Nueva York fijó por entero su atención en la poderosa personalidad, el ingenio y la inagotable inventiva del joven pintor.

En esta transformación de espectador a pintor da un paso deslumbrante, hubo momentos decisivos. En principio fue la fascinación por el México antiguo: la escultura, los códices, la literatura, y la pasión de un pueblo por dejar registro de su memoria. Enseguida, se sucedieron la interacción entre naturaleza, arte y ciencia; el descubrimiento del tiempo-espacio y las dimensiones de la figuración y la poética que esconde cada cuadro que se pinta. Luego de dos años en diversas ciudades de Estados Unidos, Martínez llegó a Nueva York en 1959, y ese mismo año expuso por primera vez ahí, en la Galería The Contemporaries. Al principio es un extranjero desorientado, conoce a gente de todos los barrios, pero prefiere recorrer en soledad la ciudad y estudiar en sus museos. En términos estilísticos, el periodo 1947-1967 permite reconocer en el trabajo de Martínez la huella de los nuevos realismos, y desde luego, un extenso diálogo plástico con el arte prehispánico. No se trató de una influencia mimética, sino de cierto espíritu que invadía un estilo cuyos rasgos personales, a principios de los años setenta, se basaban en el orden compositivo, el lirismo y la importancia concedida al color. A este esquema tan general, y sin embargo ya tan propio, Martínez añadirá la presencia de la figuración, sugerida de forma indirecta mediante algún objeto o, sobre todo, mediante las grandes atmósferas extrapictóricas que rodean los cuadros. Durante algún tiempo pudo creerse, o tal vez más de un crítico de Martínez aún lo crea, que este periodo es de menor importancia en el conjunto de su producción: en parte, por el desdén hacia el genero mexicanista (el de la llamada escuela mexicana de pintura) después de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Pero la alusión a la realidad es un elemento básico y distintivo en la poética de Martínez por un lado, y por otro, el empleo de un realismo mexicanista –por llamarlo de algún modo– es en Martínez sumamente personal: alude a una visión del mundo teñida por la nostalgia y por la cultura, lo cual lo separa de los muralistas. Los años 1963-1971 son decisivos en la obra de Ricardo Martínez; participa en las bienales de Sao Paulo, Brasil –donde su exposición individual ganó el Premio Mahino Santista–, y en la Bienal de Venecia, Italia, donde una serie de sus obras llamaron inmediatamente la atención de la crítica internacional. Los colores empiezan a ser determinantes en la obra de Martínez, en una gama que privilegiará los azules, rojos, blancos y negros, que alternarán muchas veces con los amarillos y ocres (una combinación tanto de Piero della Francesca como de los muralistas mexicanos) y con la inclusión esporádica de grises muy rebajados. A pesar de la importancia de la figura, el color es ya un elemento básico de su estilo: ha limado la aspereza y brutalidad de los blancos o de los rojos anaranjados y, sobre todo, los contrastes violentos han dado paso a la gradación de tonos o al contrapunto sutil y equilibrado del dibujo con las composiciones.

En esa búsqueda de tonos, Martínez se interesó por la exactitud de las lejanías, por el horizonte que determina y cierra, en su traducción etimológica. Pero fue en la figura humana en la que logró plasmar la forma total o la masa del cuerpo. Así, en las figuras sedentes de 1971-1987 intenta aprehender el cuerpo como totalidad, precisamente representándolo, como en los cuadros El brujo, 1971, figura yacente, 1984 o Desnudo reclinado, 1984. En los dibujos e masas, como Mujer e hijo de 1982, son los ocres los que descomponen los volúmenes de estos cuerpos pensativos y amodorrados. Es el contorno el que define el cuerpo tumbado, yacente, invisible en los años setenta, y el mismo elemento define el espacio de las manos en los ochenta.

En 1969 la exposición Pintura de Ricardo Martínez en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México presentaba ya a un artista sólido, propositivo y renovador de un lenguaje estético universal. Nos remitía al silencio del abismo y al espacio vacío pero consagrado a algo, a lo que la escritora Marta Traba denominó "un espacio sagrado, inédito", y que Martínez encontró en ciertas experiencias místicas.

Lo que Martínez construye cuidadosamente es, por lo tanto, una arquitectura que traza un movimiento complejo entre el pasado y el presente: recuperación y destrucción. Un indicio de esta compleja operación se encuentra en su exposición de 1974 en el mismo Museo de Arte Moderno, donde más de treinta obras confirmaron la contundencia pictórica de su trabajo.

A principios de los años ochenta, la novedad es que Martínez no ha dejado de experimentar, de buscar caminos diferentes, de comprobar la experiencia pictórica como un espacio único. La muestra Ricardo Martínez. Obra reciente, 1975-1984, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, marca el inicio de un periodo en el que puede percibirse la consolidación de un estilo que llega hasta hoy, aunque a principios de los ochenta vuelve a hacer diversas variaciones, introducidas por una mayor sensación de profundidad en el espacio representado, una forma más sombría de colores y una pincelada más pura, más sintética.

En esta época, Martínez aborda de una forma mucho más profunda y fundamentada su aspiración a traducir sensaciones cromáticas, a "darlo todo por la figura y el color". Si en los años cincuenta y sesenta la solución plástica era matissiana o, como decía Cardoza y Aragón, cézanniana, en los setenta y ochenta en cambio, planteará la condensación y la plenitud de un estilo más lúcido, y al mismo tiempo, deslumbrante y propositivo para el arte mexicano. Esta sensación de solidez proviene a su vez de un esquema compositivo rígido, basado en subdivisiones verticales y horizontales de la figura. Sin embargo, para no caer en la excesiva pesadez impuesta por estas formas prehispánicas, Martínez las diluye mediante zonas de color, demarcaciones vacías y formas poéticas. El arte es un proceso pasional que trabaja por medio de la admiración. De ahí que la exploración de temas y principios pictóricos de Martínez refleje una pintura que es un estado activo del "ser". Una pintura en la que, como ha dicho Gaston Bachelard, "la figura transforma las ilusiones, la pintura protege al soñador; las imágenes permiten que se sueñe en paz".

Pintar para Martínez es y será sobreponerse al material, a la pintura, sin que deje de ser esa materia, una sola materia, y darle vida, un hálito: la pintura en esencia. En este sentido, su obra actual lo confirma, cada pieza consigue un hilo que crea espacios: que es posible observar desde cualquier posición. Son obras, cuya densidad nos confiere una mayor espiritualidad, evocan un misterio plástico, o en palabras de Baudelaire: "Algo ardiente y triste, algo un poco vago, que deja espacio libre a la conjetura."

Ricardo Martínez es una figura en clara sintonía con la cultura contemporánea. No sólo ha seguido el movimiento de la pintura o la vuelta a un interés por la historia del arte, que de alguna manera lo ha devuelto de la tierra del olvido que ha habitado durante muchos años.

Él es su propio discurso estético, ejemplificado en su radical posición entre lo público y lo privado: "Es indiferente para mí dejarme entrevistar o no. Nunca he dado entrevistas, pues son cosas superficiales. Hay que trabajar en la pintura, en encontrar nuevos caminos; eso es lo importante de este oficio."

El amplio arco de la obra de Martínez, ese fantástico camino de sesenta años de profesión, desde los paisajes que delimitan un prado boscoso, hasta las grandes figuras que se apoderan de la tela, en un constante ver y sentir la convergencia de espacio y tiempo, ha producido un diálogo único con la pintura. Ahí se abre un espacio que nos enseña a mirar nuestro pasado, y sobre todo, a percibir que el tiempo es una dimensión de nuestro espacio. Se trata, en fin, de una obra que pudiera ser abstracta, pero al traducir las enormes formas pétreas que la componen, descubrimos que está llena de interrogantes.