316 ° DOMINGO 11 DE ENERO DE 2004
Otra cara de la Ciudad de Dios
El rap de la
resistencia

Tom Dieusaert

Una mancha oscurece la radiografía del corazón de América Latina. El aumento de la violencia en las grandes ciudades, producto del tráfico de drogas y de armas.
En Río de Janeiro, el narcotráfico desbordó las favelas y asusta a los habitantes de los barrios de clase media. Pero los mismos favelados se resisten a la estigmatización, denuncian la falta de oportunidades y buscan salir del callejón sin salida, por fuerza propia, y es la música, entre otras cosas, la que los rescata

Fotografía: Agencia O GloboRIO DE JANEIRO.– Aquele abraço. La estatua del Cristo Redentor extiende sus brazos hacia la ciudad, desde la roca de Corcovado. Un gesto reconciliador, pacificador. Cristo observa los pelados cerros de Río, las villas miseria o favelas cuyos linderos rascan los jardines de barrios elegantes como Leblon, Gávea y Barra de Tijuca.

Hasta hace poco, la pobreza extrema y la abundancia convivían de manera extraña en la increíble escenografía de Río de Janeiro. A diferencia de otras metrópolis, donde las villas miseria se amontonan en las orillas, las favelas cariocas nacieron donde había lugar, en medio de la ciudad, en la cima de los cerros.

Los pobres y ricos tradicionalmente se encontraban en la playa. En Copacabana veo a personas de tez blanca y negra jugando futbol. Los surfistas se deslizan sobre la espuma de las gigantescas olas. Las chicas se sacuden la arena y caminan lentamente hacia el mar, jalando las miradas. Las batucadas y silbatos de un grupo móvil de samba divierten a unos cuantos turistas. Pero el ambiente es más inquieto y denso que una imagen de postal. La violencia generada por la guerra entre los cárteles de droga asustó al turismo masivo. Los comerciantes locales bajaron sus cortinas de hierro. Hace un par de meses, una granada detonó en el hotel Méridien. Una conocida pizería fue el blanco de una ráfaga de ametralladora. "Un poder paralelo", llaman los periódicos a la tiranía del narcotráfico que controla las favelas.

Los capogerentes

Paulo Mota, del periódico O Globo, mira una foto de Tim Lopes, pegada como recuerdo a la pantalla de la computadora. Nos encontramos en las instalaciones del grupo de medios más grande de Sudamérica. Desde la ventana podemos observar el sambódromo y la favela de Mangueira, donde está ubicada la escuela de samba más famosa de la ciudad. Mota me cuenta cómo Lopes, un cincuentón barbudo, fue asesinado hace un año. "Tim estaba en medio de una investigación para el canal de O Globo sobre los llamados bailes funky, las grandes fiestas con música electrónica que se organizan en las favelas. Los barones de la droga venden psicotrópicos en los bailes," cuenta Mota. "Roban y movilizan decenas de autobuses para transportar jóvenes de una favela a otra, y aprovechan el transporte para contrabandear drogas y armas. Los bailes funky se ponen muy pesados; se dice que llevan a cabo orgías con menores. Y en eso andaba Tim", dice Mota. Lopes nunca terminó el reportaje. Durante el baile al que asistió fue descubierto por los guardaespaldas de un traficante, ya que traía una cámara escondida debajo de su playera. "La gente del capo Elías Maluco (El Loco) lo llevó a una gruta, arriba de la favela", cuenta Mota. "Golpearon al reportero, le cortaron los brazos y Maluco concluyó perforándolo con su espada de samurai. Quemaron los restos de Tim en la gruta, apodada el microondas por los asesinatos ahí cometidos. Un año después, la policía carioca decidió cementar aquel lugar". Mota cuenta todo aparentemente sin emociones. Pero no puede ocultar que los hechos mostraron una cara aterradora del narcotráfico, y que tras la muerte de Lopes ningún reportero se atreve a entrar en las favelas. El brutal asesinato también mostró la realidad del narcotráfico a los televidentes brasileños.

¿Dónde surgió esta brutalidad? "Los narcotraficantes son cada vez más jóvenes y audaces", dice Mota. "Antes los capos crecían en el barrio. Hoy, el narcotráfico está organizado y hasta se internacionalizó; los capos locales son como gerentes, nombrados desde afuera; estos capos aterrorizan a la población. En vez de dedicarse a obras sociales, organizan bailes con droga".

La guerra entre bandas del narcotráfico y la policía ha modificado la imagen de la ciudad, conocida por su alegría, el futbol y la samba. Ahora, Río de Janeiro, con sus 6 mil muertos por armas de fuego, se encuentra en la poco envidiable lista de las ciudades más violentas del mundo. Y esa imagen no es exactamente atenuada por la película Cidade de Deus (Ciudad de Dios), la cual muestra, en estilo tarantinesco, una orgía de traiciones y ejecuciones.

La Cidade de Deus

Fotografía: Alexandra CampbellEn vivo, la favela Cidade de Deus no parece la ratonera de calles angostas mostrada en la película. "Ciudad de Dios" más bien parece un barrio popular, pobre, pero con mucha actividad callejera. Entre los puestos de dulces, un ambulante vende comida rápida y discos piratas de pagode y hip hop; las chicas caminan lentamente, parándose a charlar con algún conocido.

A pesar del ambiente tranquilo se notan los signos de una guerra oculta. Las entradas principales del barrio están bloqueadas con botes de basura y pedazos de concreto, para que no entren las patrullas de la policía o traficantes de facciones rivales.

En el atardecer, algunos niños, pantalones rajados y pecho desnudo, brincan sobre una fogata hecha con viejos periódicos. A 20 metros se ve movimiento en el decimoctavo batallón de la Policía Militar; una docena de gigantescos policías sale de la comisaría. Están fuertemente armados con fusiles AR-15, que cuelgan de los hombros. Miran cuidadosamente a su alrededor antes de abordar la patrulla. La Policía Militar se sabe odiada por los vecinos del barrio. La policía está lista para su rutina diaria: otro tiroteo con los soldados de los narcotraficantes, durante los cuales casi siempre caen víctimas inocentes.

En la plaza central tomo un mototaxi, los únicos que pasan sin problemas los obstáculos en la calle. "Un real", me dice el chico, corriendo a toda velocidad por las angostas calles, llevándome al centro comunitario.

Cada "comunidad", como se autodenominan los habitantes de la favela, tiene su propia organización barrial: alcantarillado, electricidad, permisos para construir, deporte y entretenimiento, caen bajo de la autoridad del delegado –digamos, el alcalde. En Cidade de Deus se llama Marcio: un hombre negro con chanclas, un short de baño rojo, una panza prominente y dos celulares pegados a sus orejas. El lazo entre la organización barrial y los barones de la droga no está muy claro, aunque es definitivamente imposible visitar una favela sin el consentimiento de los últimos.

Marcio nos deja visitar la parte más pobre de la favela. Aquí vive gente en construcciones de madera, entre el agua estancada y entre los montones de basura, ratas y víboras. Cidade de Deus fue construida a finales de los sesenta, en el sur de Río, para alojar a los damnificados de una favela inundada. Pero las casitas de ladrillo de Ciudad de Dios no resultaron ser suficientes para todos los hijos y nietos de los habitantes.

Río olvidó Cidade de Deus. La planta purificadora de agua dejó de funcionar, el río es una cloaca abierta, los habitantes se "cuelgan" de los cables de luz. "El problema es el desempleo –cuenta Antonio Garrido, mientras sus vecinos se amontonan alrededor de él, la mayoría descalzos–; las empresas farmacéuticas cercanas no están contratando a nadie".

"La gente aquí se agarra de lo que sea para trabajar", comenta Garrido. "Algunos trabajan como empleados domésticos, otros como guardias privados o vendedores callejeros", añade.

Las palabras de Garrido me hacen pensar en una foto que vi en el periódico. Miles de personas haciendo cola en el sambódromo para unas vacantes como trabajador municipal de basura.

Río de Janeiro, la ciudad efervescente de los cincuenta, ya no parece existir más. Entró en decadencia desde que la burocracia se mudó a la nueva capital, Brasilia, y la industria a São Paulo. Pero Río sigue siendo un imán para los ejércitos de pobres nordestinos (del noreste), que no dejan de poblar las favelas.

La música de la favela

A pesar de todo, la favela resiste. En el centro comunitario, en el corazón de Cidade de Deus, me encuentro con un espectáculo inesperado. En la tarima del pequeño teatro, tres chicas caminan lentamente, como si estuvieran sobre una pasarela.


La modelo Gisela Guimaraes y las aspirantes a modelo, Carolina y Bruna
Fotografía: Alexandra Campbell

Gisela Guimaraes, de 18 años, encabeza el trío, mirando provocativamente la lente, mientras Carolina y Bruna, de 12 años respectivamente, tratan de mantenerse de pie sobre sus tacones altos. "Con este curso de modelaje las chicas podrán trabajar como edecanes, modelos o quizá actrices", asevera Guimaraes, quien dice haber modelado trajes de baño de Dior y posado para en la portada de una revista local. Me gusta la confianza y la franqueza de Gisela, una chica flaca, mulata, con movimientos estudiados y una sonrisa coqueta. Hasta la charla informal que tenemos la toma con seriedad, como si formara parte de sus relaciones públicas. "Es bueno aprender estas habilidades –dice Gisela–, mejor que andar en la calle".

"En Cidade de Deus no hay una oferta cultural si nosotros no la creamos", asegura Delano, quien observa a las futuras modelos desde uno de los asientos delanteros en el centro comunitario. "Aquí nunca vienen grupos de teatro de fuera. Nosotros tenemos que montar las obras".

Delano, con lentes de intelectual que recuerdan a Malcolm X, es un joven rapero que forma parte del colectivo Cufa (Central Unica de Favelas).

"La Cufa junta cientos de líderes comunitarios, raperos, DJ y graffiteros de las favelas para crear alternativas culturales. La Cufa nos da la oportunidad de grabar discos y producir videoclips", cuenta Delano, quien me invita a conocer la oficina de la Central y estar presente en la filmación de su primer videoclip, en días próximos. Acepto la invitación.

Al día siguiente, nos encontramos en la favela de Tiuti, arriba de Sao Cristovão, donde nació el futbolista Ronaldo. Delano dirige un videoclip de Safir, un rapero musculoso con cara de pocos amigos. Safir fue paracomando, llegó a ser maestro de capoeira y fue soldado del narcotráfico en Tiuti, algo que dejó atrás bajo la influencia de la religión umbanda, un sincretismo entre el cristianismo y espiritismo africano.

Safir, con sus 40 años, pecho desnudo y cadena de oro, tiene una autoridad natural sobre los otros actores de reparto en su videoclip. "Bum na direção", dice en tono militante, que supuestamente convoca a la violencia. Denuncia las condiciones de vida en las favelas y pregona la muerte tanto de políticos corruptos como de narcotraficantes que envenenan a los habitantes de la favela.

"El hip hop y el rap son tan populares aquí porque son la única forma de expresión de las favelas", me dice Safir. "El rap cuenta sobre la falta de oportunidades, la violencia, el racismo. En la radio comercial no oyes nada de eso".

Comemos arroz con fejoada mientras vemos Canal O Globo, la televisora para la que trabajaba Tim Lopes. Rodeado de gente negra, se me hace exótico ver a las personas blancas en la telenovela.

Blancos que se pelean, blancos que se dan besos, niños blancos que van a la escuela. También en los bloques de publicidad, entre capítulos, los consumidores de los productos anunciados son blancos. "Un niño negro aprende muy pronto que los negros son ciudadanos de segunda –dice Delano–; que sólo figuran como personal doméstico, como choferes". Pregunto a Delano si él ha vivido el racismo personalmente. "Hace poco me presenté en un trabajo para telemarketing. Yo era el único negro entre ocho candidatos y hablaba con más facilidad que los otros. Aún así fui el primero que quedó fuera. Sobra decir que para telemarketing la cara de uno no es precisamente lo elemental".

Traficantes de información

El racismo en Brasil no salta a la vista, pero es una realidad innegable. La mayoría de los favelados son negros o mulatos. No es casual que un movimiento como la Cufa esté íntimamente ligado al Partido Popular Poder para la Mayoría (PPPomar), un partido negro, una especie de black power brasileño. "Queremos transformar las favelas desde adentro –se lee en la página electrónica de la Cufa–; existe una afinidad esencial entre la militancia en la Cufa y el hip hop. El hip hop es una solución propia, no un remedio que la periferia toma."


El rapero Safir
Fotografía: Tom Dieusaert

Según la organización, el hip hop, el rap, el graffiti e incluso los bailes funky devuelven a la comunidad negra de las favelas la autoestima. En vez de ser el basurero de la cultura blanca de la clase media, se trata de crear un modelo propio. Como hacen los chicanos en Chicago o los negros en Los Angeles.

Delano prepara la primera escena del videoclip, una especie de conspiración terrorista. Los raperos –vestidos como narcotraficantes– están agachados sobre un mapa, como si estuvieran planeando un atentado. Otro chico entra con una bolsa debajo de la mano. ¿Son armas?, ¿drogas? "Libros", contesta Delano. "El mensaje es que tenemos que traficar información".

La filmación del clip de Safir toma un giro inesperado para mí. Delano me pregunta si quiero figurar como extra. Necesitan un tipo rubio para hacer el papel de narcotraficante, un tipo desalmado que utiliza y envicia a la juventud de la comunidad. Acepto con gusto.

Siguen las tomas en la calles. Una persecución en un auto, una ejecución simulada. Los niños en Tiuti están exaltados con la filmación en su barrio y después de cada toma gritan: "Mais um, mais um (uno más, uno más)". Ese sábado fue el espectáculo en la favela.

Me extraña la calidez con que la gente me recibió. Tras la filmación, nos tomamos unas cervezas en el puesto de hamburguesas y un grupo me lleva hacia abajo, fuera de la favela, del morro (cerro) hacía el asfalto, como apodan a la ciudad de la clase media. Nos abrazamos y me voy en un taxi al hotel.