Ojarasca 81, enero de 2004


Chiapas y Palestina

La destrucción de cultivos es genocidio
 
 

John Ross


La temporada es de relativa abundancia para quienes cultivan la tierra en Palestina y Chiapas, ambas ocupadas. Bajo la firme mano de los campesinos, los pacientes burros acarrean la cosecha a los poblados de Los Altos de Chiapas y de aquel diminuto hilacho de tierra que queda de lo que fuera Palestina. De hecho, los burros de ambas geografías son intercambiables y los campesinos y sus familias son ambos del color de la tierra, como dijo el subcomandante Marcos de la caravana que viajó a la ciudad de México en demanda de que el congreso aprobara una reforma constitucional de derechos indígenas, hace tres inviernos.

Si las distancias traspasan océanos y desiertos, los puntos comunes entre los campesinos de estas dos tierras ocupadas tienden puentes entre las culturas, los lenguajes e incluso los dioses.

En septiembre, los pilares del comercio mundial se reunieron en el lujoso y caribeño centro vacacional de Cancún para obligar al Sur a someterse a los males gemelos de la apertura de mercados y los subsidios agrícolas, imposiciones que resienten las naciones pobres y en desarrollo, pues sólo ensanchan la brecha entre quienes tienen y quienes no. Japón, por ejemplo, paga 7.50 dólares diarios por cada vaca que pasta en sus tierras, mientras la mitad de la población mundial --más de tres mil millones de seres humanos-- sobrevive apenas con dos dólares, o menos, al día.

En respuesta a la arrogancia de la Organización Mundial de Comercio (OMC), 12 mil agricultores se reunieron para protestar en Cancún. Fue palpable la solidaridad de los reunidos bajo el paraguas de Vía Campesina, que representa a cien millones de campesinos pobres y sus familias en setenta países.

El suicidio de Lee Kwang Hae, dirigente coreano, demostró tan gráficamente su desesperación que muchos de los delegados fueron tocados profundamente. Cuando, inconmovibles por el trágico giro de los acontecimientos, Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y otros gigantes del comercio continuaron pujando con su propuesta de dominación económica del planeta, las naciones pobres y en desarrollo se bajaron del carro. Las pláticas --y tal vez incluso la OMC-- se colapsaron como un castillo de naipes.

Los agricultores de Sudáfrica y Brasil, de India y Kansas, de Corea y de los poblados mayas aledaños, tocaron cuerdas comunes.

"No permitiremos que nos expulsen de nuestra tierra", dijo uno de los compañeros de Kwang Hae en el funeral. Este reportero escuchó frecuentemente este sentimiento durante una estancia reciente en Palestina para la cosecha otoñal de olivas.
La lucha por ponerle fin a la ocupación israelí, la construcción del territorio y el elemento "tierra" --más los olivares tan enraizados en este suelo rocoso--, están en el corazón del impulso palestino por una liberación nacional.

Cargada de un peso simbólico como ícono amargo e irónico de una paz fracturada, la defensa de los "zaytoons" u olivos se halla atada tangiblemente a la viabilidad de una economía agrícola, cimiento sobre el que se alza el propio Estado palestino.

El asalto de los poderes de ocupación contra estos ancestrales y retorcidos árboles que los agricultores han cultivado por milenios tiene el designio de aplastar tal sueño y consolidar la conquista israelí.

Desde la creación de Israel en 1948, el Estado sionista se apropió y tasajeó cerca de medio millón de estos olivos, para justificar mejoras de infraestructura o con el pretexto de que los árboles proporcionan cobertura a los combatientes palestinos. También los cercó para extender el "perímetro de seguridad" de los 196 asentamientos ilegales que predan la tierra y los recursos de la Franja de Cisjordania.

En poblados como Awwarta, Bet Fariq, Yanoon, y Ein Abus, del valle de Nablus, los colonos israelíes de derecha, comúnmente seguidores de Meir Kahane (demagogo racista nacido en Brooklyn y fundador de la Liga de Defensa Judía) aterrorizan a los palestinos durante la cosecha otoñal de olivas sin que intervenga el ejército o la policía israelíes.

En Ein Abus, un grupo de observadores internacionales, incluido este reportero (conducidos por los Rabinos por los Derechos Humanos, con sede en Israel), fueron golpeados en octubre por los colonos cuando intentaban verificar la destrucción israelí de 200 olivos palestinos. Las víctimas presentaron cargos, pero la policía israelí no emprendió investigación alguna.

No hay mejor manera de entender la lucha de los agricultores palestinos que situarse en sus tierras frente a la ocupación israelí y trabajar hombro con hombro en la cosecha de olivas con los pobladores y sus familias. Cada mañana, los campesinos cargan sus burros con escaleras y tambos rumbo a los pequeños solares familiares (de diez a veinte árboles), división de la tierra que se mantiene intacta desde el imperio otomano.

Tradicionalmente, las aceitunas se sacuden del árbol hacia los tambos dispuestos abajo --pero en los árboles "abuelos", de más de un siglo, quebradizos pero productivos aún, las olivas se rejuntan a mano. Al final de la cosecha, se podan los árboles y en las comunidades se hornea pan ceremonial con leña de olivo --incluso el hueso de la aceituna se seca para usarlo como combustible en los meses de invierno, nevados algunas veces.

En las frías tardes, los hombres se reúnen a fumar y hablar en la prensadora local de olivas. El monto de la cosecha mengua año con año y el sobreabasto de aceite de oliva a nivel mundial ha hundido los precios. Hasta el año pasado, el gobierno israelí no expedía permisos de exportación a los pobladores y este año los permisos cuestan más que el procesado.

Pese a todos los barriles de aceite de oliva que Saad Abdul no ha podido vender y que tiene almacenados en su bodega de Awwarta, y a los obstáculos para llevarlos al mercado (la Autoridad Palestina compra algunos), está decidido a no abandonar la tierra. Sentado a la mesa con humus preparado de sus propios garbanzos, con pan pita de su trigo invernal, pollos rostizados de su corral, yoghurt producido por sus pocas vacas y por supuesto, con siete variedades distintas de aceitunas, Saad jura permanecer en su tierra. Sacude entonces su brazo al ver el banquete, se ríe y dice "es por esto que nunca abandonaremos nuestra tierra".

Que Saad jure resistir tuvo ecos en Cancún y el mismo eco impulsa la rebelión zapatista en Chiapas. Durante los diálogos con el gobierno mexicano, los reporteros escucharon al comandante zapatista David responderle a los representantes federales que insistían en que dijera qué querían realmente los rebeldes: "los indígenas somos campesinos y queremos seguir siendo campesinos".

La rebelión zapatista en las selvas y montañas chiapanecas tiene su génesis en esta promesa. En 1993, hace diez años, con la globalización en el horizonte por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y cuando Estados Unidos, Canadá y México negociaban las cuotas de importación del grano que excluirían a los "pueblos del maíz" del mercado interno, los zapatistas le declararon la guerra al gobierno neoliberal de Carlos Salinas. Este levantamiento, en el mismo momento en que el TLCAN entraba en efecto, continúa ardiendo en Chiapas diez años después.

Al igual que Palestina, Chiapas es un estado ocupado. Aunque el presidente Vicente Fox confina a sus soldados a complejos tipo Vietnam sin desplegarlos directamente fuera de las comunidades rebeldes, el ejército mexicano mantiene 18 mil efectivos en la región, uno por cada cinco zapatistas.

Para los mayas, y para los 57 pueblos indios que suman tal vez más de 20 millones de ciudadanos que conforman el México indígena, la ocupación comenzó hace cinco siglos cuando Hernán Cortés echó ancla en Veracruz, el Viernes Santo de 1519. Ese día, la población india de México fluctuaba entre 12.5 y 25 millones. Un siglo después cuando los conquistadores europeos efectuaron el primer censo, quedaban solamente dos millones --genocidio que constituye un holocausto por lo menos del doble del que diezmó a los judíos en Europa y que eventualmente se usa para justificar la anexión de Palestina al crear el Estado de Israel.

Pese a estos holocaustos, los indios de México y los palestinos tienen aun que lograr un territorio.

Hoy, el sur de México es ocupado no sólo por militares. El agronegocio transnacional, acicateado por el TLCAN y los 21 mil dólares por acre en subsidios que el gobierno de Estados Unidos otorga a sus propios agricultores maiceros, provoca que México importe maíz de mala calidad a menos del 20 por ciento de su costo, lo que desplaza a los campesinos indígenas de sus tierras. La emigración desde Chiapas es ahora la más elevada en el sur mexicano y los campesinos abandonan sus milpas y sus cafetales rumbo al Norte donde cientos han muerto en el desierto de Arizona intentando hallar empleos en "el otro lado".

Uno sobre el otro, los más de 3 mil mexicanos que han muerto en la frontera con Estados Unidos forman una pila de cadáveres más alta que la de aquellos muertos en los ataques terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos, pero ni se compara con el número de palestinos asesinados durante las dos intifadas bajo la ocupación israelí.

Para consolidar su dominio, la agroindustria transnacional inunda México con maíz genéticamente modificado --tal vez cuatro de los seis millones de toneladas que México importó el año pasado con el TLCAN. Hoy puede hallarse maíz transgénico en comunidades remotas de Oaxaca y Puebla, justo donde el maíz evolucionó como cultivo propio hace varios milenios. Hoy está en riesgo la semilla de maíz en el sitio que la acunó.

Para los indígenas mexicanos y para los palestinos, la destrucción de estos dos cultivos vitales, que los identifican como pueblos, es un modo de borrarlos junto con sus nombres, de la faz de la tierra. No hay otra forma de llamar este mal que genocidio. 


Traducción: Ramón Vera Herrera

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Ladakh, India


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