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México D.F. Sábado 31 de enero de 2004

Celestino Gorostiza

Rufino Tamayo

En la nueva generación de pintores mexicanos, Rufino Tamayo se significa por una actitud moral de relieves ejemplares, en los cuales su obra encuentra la solidez y la consistencia indispensables para mantenerse en pie con caracteres de perdurabilidad. Dueño de un sentido plástico de vigor extraordinario y de una facilidad de expresión que causó asombro desde sus primeros ensayos, pudo adoptar las posturas más ventajosas abandonándose a cualesquiera de las corrientes pictóricas que tentaron su dinámica inquietud; pero a esta inquietud no la impulsaba el afán de buscar acomodo, fuera de sí, a una personalidad innata, cuyo desenvolvimiento ha procurado Tamayo con la fidelidad y la constancia que constituyen sus mejores virtudes.

Nacido en Oaxaca en el año de 1900, su concepto tropical del color, de la línea y de la forma rompe bien pronto con los moldes académicos que imperaban en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde hizo los primeros estudios. Sus trabajos en el Departamento de Etnografía del Museo Nacional de Arqueología lo afirman más tarde, al descubrirle su verdadera esencia, en el conocimiento de los rasgos autóctonos, y lo ponen a cubierto de las seducciones del nacionalismo de exportación. Con el trato de los pintores modernos se incorpora al ritmo y al espíritu de la época, y se robustece su sentido personal de la pintura. Surgen así, plenos de fuerza y de colorido, los cuadros que expone en la ciudad de México en 1926 y, más tarde, en los Estados Unidos, en la Galería Weyhe, en Art Center, en Levy, en Down Town Galery. La crítica no puede menos que reconocer y elogiar los méritos del pintor, pero en los cuadros no hay las concesiones suficientes para hacerse atractivos al gusto del público. Y, antes que ceder a las tentaciones a cuyo influjo tantos otros han sucumbido, Tamayo reacciona en sentido opuesto e inicia desde entonces una depuración más rigurosa aún de su pintura. La riqueza y el brillo del color, principales atractivos de sus cuadros, se limitan cada vez hasta adquirir una austeridad ascética. La composición, antes intrincada e ingeniosa, empieza a despojarse de todo lo superfluo para dejar lugar a la armonía con que ahora juegan sobre las telas las formas solemnemente equilibradas.

De regreso de los Estados Unidos, en 1928, Tamayo se hace cargo de un taller de pintura en la Escuela Central de Artes Plásticas, donde un grupo de jóvenes pintores se influencia fuertemente de su personalidad, y pinta nuevos cuadros que expone en México y en Nueva York, para, otra vez de vuelta, iniciarse en la decoración mural, ejecutando el fresco de la escalera principal en el Conservatorio Nacional de Música.

''La Música", fragmento de ese muro que aparece en el grabado, es una muestra de la severidad con que Tamayo se impuso a las seducciones de un tema siempre al borde de los peligros de lo pintoresco y de la perfección técnica que le permitió dar esa impresión de plenitud y de equilibrio con la máxima economía de elementos, todos ellos reducidos a su valor puramente plástico.

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