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México D.F. Domingo 1 de febrero de 2004

Historias de la montaña

Carlos Imaz

El sol era tan brillante que lastimaba los ojos. Fuimos a despedirnos del compañero responsable y de su compañera. Ella estaba en la cocinita, junto al fogón, con la canasta llena de tortillas recién hechas y un irresistible olor a café.

-Pasen a tomar un cafecito antes de irse, compañero. No se vayan con la panza vacía.

La compañera nos invitó a sentarnos a una mesita de madera en donde estaba la olla y unos vasos. Tomamos el café con unas tortillas con sal hechas rollo, y después de desearle al compa mucha suerte en el trabajo de organización y concientización de su comunidad, tomamos el camino al siguiente pueblo para de allí ascender a la montaña, donde nos esperaba el compañero José.

Hicimos el trayecto sin problemas. La región es una gran meseta en la que hay cuatro pueblos, pero no tocamos ninguno de los ubicados entre el que abandonamos y al que nos dirigíamos. Sin contratiempos llegamos a nuestro destino. Era un pueblo controlado; es decir, todos sus habitantes se hallaban integrados al EZ en distintos niveles. Cuando pasé por ese pueblo la primera vez estaba yo hecho un hueso, y ahora los compañeros no daban crédito al ver que regresaba rellenito. Allí descansamos, chupamos caña y con Zacarías, el responsable, platicamos de lo hermosa que era la vida de la selva y de cómo había quienes, sin saberlo, estaban extinguiendo esa vida.

-¿Cómo que extinguiéndola? -pregunté intrigado a Zacarías.

-Sí, compa. Hay muchos que suben a la montaña y empiezan a matar a los saraguatos. ¿No sabes tú que los saraguatos llaman a la lluvia y sin lluvia no crece la milpa y sin milpa no comemos y si no comemos no tenemos fuerza para pelear y si no peleamos nos van a seguir tratando como si no fuéramos seres humanos?

-Ah, chingá, no había pensado en eso. ¿Qué gentes son las que suben a matar saraguatos?

-Algunos milicianos y también los compañeros insurgentes, que de por sí comen mucho chango. Deben tener cuidado de no matar a las hembras ni a las crías, para que el animal siga viviendo.

Yo había participado en la muerte de los saraguatos que nos comimos cuando andábamos perdidos y ni siquiera me fijé en su sexo. Sentí que la mirada del compañero me taladraba. ¡Yo era uno de esos que estaba acabando con la vida de la selva! No hallaba dónde esconder la cabeza de vergüenza y al cabo logré cambiar de tema, aunque las palabras del compañero se me quedaron grabadas.

Platicamos de la milpa, del cuidado de la montaña, de la organización, de los avances que se hacían en las regiones, de cómo el Ejército federal metía cucheros, chapines, agentes de salud, técnicos del café, sólo para saber si en las cañadas se preparaba gente o para ver si en los pueblos había contrarios al gobierno o priístas que lo apoyaran.

Zacarías era un compañero que había ingresado al EZLN desde sus primeros días en las cañadas y conocía muy bien la historia de la organización. Contó cómo había conocido a los compañeros fundadores que desde 1970 se internaron en la selva para conocer el monte y sus secretos. Vio cómo se enfrentaron al Ejército federal y cómo los que cayeron en manos del enemigo fueron torturados. Vio también cómo los compañeros detenidos le gritaban a la gente que no se dejara engañar y se organizara para resistir.

-De eso hace mucho tiempo -dijo el compañero-, si hubiera sabido que ellos estaban creando nuestra organización, desde entonces me hubiera ido con ellos a la montaña. Ahora estoy viejo y no puedo subir las lomas como antes, pero puedo hacer muchas cosas y aunque no sea joven tengo buen ojo para tumbar soldaditos.

Era una conversación entretenida y aleccionadora y estuvimos platicando hasta que llegó la hora de ir al radio para que José me dijera dónde encontrarlo. Recibí la orden de dirigirme al campamento.

Después de agradecer la hospitalidad me dirigí a los compas que llegaban como reclutas.

-Vámonos. Nos faltan unas tres horas para llegar al campamento y después podremos descansar.

Para entonces había quemado un poco de la grasa que acumulé durante mi hospitalización, pero de todos modos me sobraba mucha y cada vez que emprendía el ascenso de una loma me sentía sofocado.

-Animo, compañeros, no miren para arriba porque sufren -bromeaba con los compas que venían a probar suerte con los insurgentes y al mismo tiempo les daba el consejo que había recibido meses antes. Pero estos compañeros habían nacido en esas tierras y sabían lo que era subir lomas.

En el trayecto me fueron platicando de la vida de la montaña. Yo aún no sabía bien cómo tratar a la montaña y me servía de mucho escuchar sus historias del Sombrerón y la Paquimé o Xpaquinté en diferentes versiones y matices, de acuerdo con las regiones. La Paquimé es una mujer que se aparece en la montaña y se lleva a los hombres, nunca a las mujeres, que han hecho algo malo y no han tenido castigo; los retiene hasta enloquecerlos y luego los deja ir. El Jitz'il bak es un esqueleto volador, y las cajitas de huesos son fuerzas invisibles que protegen la naturaleza.

Era fantástico escuchar tales historias. Al principio no les puse atención porque me parecían cuentos para espantar a los niños, pero poco a poco me di cuenta de que forman parte de la vida mágica en la montaña y tienen un sentido. Las escuché entonces como expresión de la vida de un pueblo que mora al lado de sus guardianes, es decir la montaña, la naturaleza, la tierra.

Me enteré de que el Sombrerón se llevó a un señor que hacía brujería y lo perdió en la montaña, nunca más se le vio en el pueblo. No me atrevía a preguntar, pero me pareció que al brujo se lo llevaron al monte y lo mataron, pero la gente prefiere creer que el Sombrerón se lleva a la montaña a quienes hacen mal y la montaña los devora. Supe que la Paquimé capturó a un hombre que cazaba en la selva y que había violado a una joven en su pueblo. El hombre regresó loco, confesó el daño que había hecho a la muchacha y recibió el castigo de la comunidad.

Tiene uno que acercarse a esta concepción de la vida y la naturaleza para entender la forma en que la gente de la región ve el mundo y de allí partir para lograr que el mundo sea mejor. Por supuesto también hay que ver el lado científico del universo y conocer sus leyes para cambiar nuestra forma de vida y vivir mejor. Este es uno de los secretos del EZLN: conjuga las culturas indígenas con la cultura occidental, que desde hace muchos siglos nos imponen unilateralmente, y así fincar las bases para la construcción de un mundo nuevo.

Más allá de la alimentación y el techo, la relación con la naturaleza y la vida familiar y comunitaria constituyen los ejes alrededor de los cuales gira la existencia de estos pueblos. Eso es la vida, de todo eso se compone la historia de los antiguos, de eso se ocupan los dioses y personajes míticos y de allí se nutren su historia y su cultura. En la defensa de todo esto les va la vida misma. Quieren dejar de ser pobres, pero al mismo tiempo no dejar morir su selva, su montaña, su tierra, ni lo que representan sus idiomas, su historia y sus deidades. Estos pueblos llevan mucho tiempo alzados contra el desprecio racial y el despojo. Una y otra vez se han replegado y recuperado fuerzas y ahora lo hacen como Ejército Zapatista. ¿Es esto difícil de entender?

Adelanto del libro Rompiendo el silencio.
Biografía de un insurgente del EZLN (Planeta), preparado por el profesor universitario y actual delegado en Tlalpan con base en el testimonio de Federico García. Reproducimos  este fragmento con autorización de la editorial

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