Jornada Semanal, domingo 1 de febrero del 2004          núm. 465
ANGÉLICA
ABELLEYRA
MUJERES INSUMISAS
 
YANI PECANINS: RESCATAR LA MEMORIA PEQUEÑA

Pertenecer a la dinastía de Las Pecas le ha significado un privilegio con doble filo: un gran goce y un gran peso al unísono. Y aunque por pudor y algo de miedo tardó en zambullirse en el mundo creativo –ése que vio de cerca a través de la galería sostenida por su madre Teresa y sus tías Ana María y Montserrat– Yani Pecanins (México, 1957) encontró su propio camino al darle nueva vida a los objetos pequeños que determinan el fluir cotidiano de los seres humanos. Por eso, con sus instalaciones, collages y libros de artista, ella teje, remienda, cose, enlaza, recorta y pega trozos de memoria para reflexionar sobre los exilios, la fragilidad, los apegos, la fortaleza y las pérdidas.

Creció muy hacia adentro, al lado de sus abuelas paterna y materna. La primera, alemana convencida de la preeminencia de su raza, ejercitaba la disciplina como forma de existencia. Tejía y cosía gran parte del día, por lo que aquel universo de hilos y encajes eran próximos a la niña, poco diestra para bordar, pero que poco a poco le fue encontrando el modo y el gusto. La abuela materna, Aleix, ha sido siempre su imagen de entereza por ser fiel a su decisión de convertirse en pintora a los sesenta años y darle importancia a la sencillez, la esencia verdadera de personas y cosas.

A su padre no lo conoció; murió cuando apenas ella tenía una semana y media de nacida. Pero con las abuelas y en casa, Yani respiró ese entorno femenino ligado a las tijeras y botones. Sin embargo, en su infancia también se mezclaron los aires de afuera. Sumaba más o menos los siete años, cuando su madre y tías abrieron la Galería Pecanins en la Ciudad de México y con ella toda una vorágine de pintores, críticos de arte y escritores que conformaban una familia extendida más una rica lluvia de ideas, creaciones y sentires que la pequeña absorbía sin saber que aquel camino del arte también sería para ella... muchos años, temores y dudas después.

No realizó estudios universitarios formales pero ha aprendido por aquí y allá los oficios que le apasionan. En Barcelona acudió a un taller de linotipia y se fascinó por esa tarea de poner letritas en cajitas y hacer posible la aparición de impresos como por arte de magia. Luego tomó cursos de encuadernación, aprendió a hacer guardas de las publicaciones, y en esa vereda encontró su vocación por los libros. En 1977 cofundó la editorial independiente Cocina Ediciones (cerró en 1993) y en 1985 (junto con Gabriel Macotela y Armando Sáenz) abrió El Archivero, espacio que funcionó hasta 1993 como galería, archivo y lugar de promoción de los libros de artista en México y el extranjero.

Estaba encantada de difundir el trabajo de los otros pero cada vez fue más apremiante la necesidad de expresarse artísticamente. "La exigencia velada de la familia de ser un genio yo la sentía muy fuerte", recuerda, y tal vez esa percepción la hizo inhibirse y que sólo a cuentagotas fuera presentando sus propios libros, luego sus cajas, collages e instalaciones. Su primera exposición individual fue en 1998: La habitación de adentro (a partir de textos del Diario de Ana Frank) y prosiguieron sus series Exilios, Lost and found, Las cosas que no dices, Historias de lo cotidiano y Hojas (abierta actualmente en la Galería Pecanins).

La pintura-pintura no le atrae pero de vez en cuando realiza ejercicios que a nadie muestra. En cambio, en su tarea de ensamblar objetos, darle nuevo significado a una zapatilla o a un guante, bordar un pañuelo viejo, pintar sobre un carrete de hilo, rescatar una cucharita oxidada, recolectar piedras, anudar cartas y trenzar cabellos, rescata historias ajenas que ella retoma con su propia experiencia.

Chacharera, como su madre, dos personajes que le impactaron fueron Alan Glass y Kati Horna. El primero por enseñarle –sin intentarlo siquiera– a ser sensible hacia las cosas pequeñas; la segunda, por su vida sencilla y mostrarle el camino de buscar siempre la medida justa para decir lo que se quiere.

Así, con esas presencias artísticas y familiares, más la idea de Christian Boltansky de hablar con la obra artística sobre la memoria pequeña de las personas y de las cosas, Yani Pecanins teje el mundo de la intimidad a partir de los objetos que ya fueron; esos que habitaron cuerpos, alguna casa, asilo u hospital, que pasaron por La Lagunilla u otro mercado de pulgas, y ahora recobran nueva personalidad en este abecedario íntimo que deletrea una época pasada y presente, terrible y luminosa, frágil y fuerte, como la existencia cambiante de cada uno de los que poblamos este mundo.