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México D.F. Miércoles 4 de febrero de 2004

Carlos Martínez García

La píldora y la pedagogía del miedo

Como no logran persuadir a la mayoría de sus feligreses, entonces los jerarcas católicos recurren a la práctica inquisitorial de amenazar, de infundir miedo en lugar de presentar argumentos a quienes se dicen identificados con la Iglesia mayoritaria. Pero la práctica que hace siglos tuvo efectividad para acotar las creencias y prácticas heréticas, cuando el Santo Oficio contaba con el apoyo de las autoridades (supuestamente) civiles, hoy se topa con el franco descrédito de la opinión pública y hasta con el sarcasmo de los mismos católicos.

La Iglesia católica tiene graves dificultades para vérselas con la libertad de conciencia. Históricamente ha mostrado su incapacidad para entender, primero, las disidencias en su interior y, después, encontrar la forma de enfrentar los retos de sociedades cada vez más secularizadas. Aunque en el milenio que va del siglo V al XVI la Iglesia católica romana tuvo que enfrentar a grupos de cristianos que rehusaron adoptar tanto la doctrina oficial como la supremacía incuestionable del Papa, la institución tuvo los medios para reprimir exitosamente las disidencias. El panorama cambió en el siglo XVI, cuando la reforma luterana tuvo los apoyos suficientes -del pueblo, los príncipes alemanes y la imprenta para difundir masivamente los escritos de Martín Lutero- para retar con eficacia el dominio católico romano. El papado reaccionó como sabía hacerlo: lanzando excomuniones contra el reformador y todos aquellos que le prestaran apoyos o dieran oídos a las herejías. Al documento que lo excomulgaba, Lutero respondió con una ceremonia pública en la cual hizo añicos el escrito y lo echó a la hoguera.

Ante la rápida expansión de la llamada herejía luterana, la Iglesia católica buscó ponerle diques con el Concilio de Trento (1545-1563). Fue un acto contrarreformista, una reacción defensiva ante lo que consideraba intolerable. Desde entonces Roma ha respondido de la misma forma a las enseñanzas y prácticas que considera contrarias a su doctrina. Aunque vez tras vez la pedagogía de la prohibición ha sido contraproducente para sus intereses, la Iglesia católica sigue fiel a un recurso que lleva mucho tiempo demostrando su ineficacia. Prohibir y aterrorizar doctrinalmente a la feligresía, exigir a las autoridades de un gobierno constitucionalmente laico que se ciñan a las enseñanzas sexuales y reproductivas eclesiásticas, es una estrategia para la que están bien preparados los obispos, arzobispos y cardenales. Pero esta óptica deja de lado a la parte principal en una sociedad en la que se ejerce crecientemente la libertad de elegir: margina a la ciudadanía que ya dejó de espantarse con los rayos y centellas clericales.

Prácticamente todas las encuestas de opinión de la última década, en las que se ha inquirido a los católicos(as) mexicanos su opinión sobre distintos temas, muestran una independencia ética de los ciudadanos respecto de las enseñanzas de esa Iglesia.

Un sondeo nacional publicado la semana pasada mostró que ocho de cada 10 católicos en el país ignora que son mandamientos de cumplimiento obligatorio asistir a misa dominical, dar diezmo, guardar la vigilia, confesarse y comulgar. Si éstas, que son disciplinas mínimas que pone la Iglesia católica a sus adeptos se topan con el desconocimiento de los feligreses, con mayor razón en asuntos más complejos (la píldora del día siguiente) podemos concluir que a dichos creyentes les tiene sin cuidado la sentencia excomulgatoria decretada, entre otros, por los cardenales Norberto Rivera Carrera y Juan Sandoval Iñiguez.

El fracaso pastoral de la jerarquía católica en disuadir a quienes teóricamente componen su feligresía, para que no sucumban ante lo que consideran libertinaje disolvente de las sociedades contemporáneas, se lo endosan a todo mundo para evadir su incapacidad de convencimiento dentro de los espacios que les pertenecen. Tienen toda la libertad para adoctrinar en los templos, pero como la gente acude poco a ellos entonces buscan que sean el gobierno y los medios de comunicación los que repliquen las homilías y juicios aderezados contra quienes deciden ir en sentido contrario a las enseñanzas reproductivas de la Iglesia. El problema no es que los prelados defiendan y expresen sus creencias, tienen derecho a ello, sino que presionen para imponer sus convicciones particulares a una sociedad diversa y que paulatinamente se aleja de posiciones lapidarias.

Herederos de una larga tradición que se organiza rígida y verticalmente, los integrantes de la alta burocracia católica están fuera de su elemento en sociedades cuestionadoras para las que ya no es suficiente la amenaza hecha desde una autoproclamada superioridad ética. Sobre todo cuando desde los mismos púlpitos en los que se condena a los ciudadanos rebeldes, se exculpan y hasta justifican los escándalos sexuales de clérigos que abusan de sus feligreses.

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