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México D.F. Domingo 15 de febrero de 2004

Esteban García Brosseau /I

García Ponce (1932-2003 / 1933-1987)

En nuestra gran obra, la hembra absorbe al macho y lo disuelve, mientras que el macho coagula a la hembra: axioma alquímico.

Quizá parezca oportunista que a unas semanas de la muerte de mi tío, Juan García Ponce, proponga un texto en el que no comience hablando de él, sino de su hermano Fernando, el pintor abstracto y también mi padre. Y quizás se trate, en efecto, de un acto oportunista, aunque yo lo trate de hacer pasar por un movimiento de ternura genuina hacia ambos. El hecho es que, haciendo mía la dedicatoria de María Luisa Borrás al libro sobre mi padre, editado por El Equilibrista, no puedo pensar en el uno sin pensar en el otro, o más bien, en los otros dos, pues, como María Luisa, incluyo en mis pensamientos a Carlos, el menor de estos dos hermanos, gracias a quien se publicó el libro en cuestión, y quien, en gran medida, se ha ocupado de resguardar y difundir la obra de mi padre. No me manifestaré aquí sobre esa "especie de nepotismo que impera en la familia" de la que hablaba mi tío Juan en Vida, formas y muerte de pintor, que seguramente ya habrá ofuscado al lector, pues sólo Dios sabe (contrariamente a mi padre y mi tío, yo no soy ateo y me declaro a la vez politeísta, panteísta y animista) si tan descarada cercanía familiar es algo bueno o malo, moral o inmoral.

Dada esta introducción, puedo empezar a hablar de mi padre. Mi padre era un ser profundamente emocional, marcado en el corazón por el amor a lo femenino, amor que, sobre todo en su época de abandono, se expresaba en él como absorta contemplación de la naturaleza. Me acuerdo de las tardes interminables pasadas en el jardín, que de no estar yo eran solitarias para mi padre, en las que, frente a catedrales de cascos de cerveza, repetía casi a manera de mantra: "la madre naturaleza, la madre naturaleza...", locución con la cual, acompañada de un gesto amplio del brazo y de la mano, expresaba su absoluto amaravillamiento (que me perdonen por el galicismo voluntario, pero el castellano "admiración" simplemente no da) por la forma en que las hojas y las flores empezaban a renacer en las plantas y los árboles, en esta extraña primavera del valle de México que no se da en mayo sino en febrero. Mi padre se podía perder horas, días, semanas enteras en la contemplación de su jardín, que bajo el influjo de su mantra mágico se convertía, tanto para mí como para él, en un bosque o una selva infinita. Mi padre siempre tuvo una fijación por el paisaje selvático de su infancia yucateca, y por esta infancia misma que, según sospecho, nunca quiso abandonar. Esta nostalgia por una infancia idílica en el seno de una naturaleza indómita y todopoderosa me parece estar indisolublemente ligada al gran apego que nunca dejó de sentir por su madre, así como por la figura materna en general: me acuerdo de una visita a mi abuela, en Mérida, en la que casi se deshace en lágrimas frente a ella al expresarle el amor que le tenía, al mismo tiempo que recordaba a una nana suya, que yo no conocí, y a quien le reprochaba haberlo ''abandonado''.

Presencia de la madre, de la infancia y de la naturaleza, abandono y deseo de regreso, en esto consistía quizá la profunda ternura de mi padre. Ternura que fue la causa de que un sinnúmero de mujeres se enamoraran de él a lo largo de su vida, incluyendo a mi madre, aunque este aspecto medular de su carácter, tan codiciable para el género femenino, haya tenido su contraparte en una descontrolada y reactiva violencia, que yo atribuyo a la dificultad para un hombre de presentarse en este mundo sin armadura: frente a la inseguridad que pueden provocar las tácitas y burlonas acusaciones de inocencia uno termina por vomitarles fuego y piedras a sus acusadores, por virtuales e invisibles que sean éstos. Hay un conocido autorretrato de mi padre en que se representa a sí mismo, a partir de una fotografía que le tomó Manuel Alvarez Bravo, con la cabeza fracturada en dos. Si bien se puede poner en paralelo esa fractura con la epilepsia que padeció durante toda su vida, después de un accidente automovilístico en el que efectivamente se fracturó el cráneo, yo creo que se puede interpretar igualmente como un símbolo de la tensión que los dos aspectos principales de su carácter causaban en él: ternura y violencia extremas.

Además de la madre naturaleza, mi padre tenía otro mantra conocido de sus amigos y sus compañeros de borrachera, que a más de uno, según he oído, terminó por exasperar, pues además de no entenderlo, ya no aguantaban la enésima repetición; el mantra era: la conciencia de lo absoluto, pautado a veces por la variación la conciencia del bien hacer. Quizás yo esté obsesionado por las filosofías místicas de India y por las doctrinas esotéricas de corte hermético y neoplatónico (no por nada estudié griego, latín y sánscrito), pero las palabras madre, naturaleza, conciencia, absoluto, no pueden más que despertar en mí recuerdos de disciplinas como el tantra y la alquimia, en las que la conciencia del absoluto o la conciencia absoluta, que para mí es lo mismo, se logra, no rechazando la materia, el cuerpo y lo femenino, como lo postula de diferentes maneras el catolicismo, sino al contrario, abriéndose y uniéndoseles, en un acto de total abandono nacido del amor y la contemplación.

Un recuerdo me queda de mi padre que traduce, a mi parecer, la búsqueda de la conciencia de lo absoluto, tal como la concebía, que además, según él mismo lo decía, correspondía a una de las metas de su búsqueda pictórica. Estábamos un día caminando por la playa de Chixchulub, en Yucatán -yo tenía como 15 años-, cuando se volteó hacia el mar señalándome la línea del horizonte. Me dijo: "mira, Esteban, la línea del horizonte y los dos azules infinitos, el del mar y el del cielo", y me explicó en qué manera esa cualidad infinita de los azules del cielo y del mar se asemejaba a lo que intentaba (re)producir cuando pintaba. Pienso en los versos del poema L'éternité, de Rimbaud, que traduzco como puedo: ''Fue recobrada/ ¿Qué?-La eternidad./ Es la mar /allegada al sol." [Elle est retrouvée./ Quoi?-L'Éternité./ C'est la mer allée /Avec le soleil]. El mar en francés, la mer, es siempre femenino, y es palabra homófona de mère, la madre. ¿Qué es la materia sino la madre de todo lo que existe, la naturaleza? ¿Y qué es la conciencia absoluta, sino esa pura luminosidad que todo lo permea y a la que la línea del horizonte nos hace aspirar como si el infinito pudiera en algún momento alcanzarse? Es abriéndose a la belleza de la materia, Diosa Madre que en su libertad todo lo crea, que se logra la presencia absoluta de la conciencia: yo creo que esto es lo que mi padre perseguía a través de todas sus obsesiones, entre las cuales, claro está, la pintura ocupó el primer lugar.

Si bien mi padre nunca dejó de declararse ateo, había en él algo del místico: no sólo porque podía abismarse en la contemplación de las formas que lo rodeaban durante semanas enteras, olvidándose por completo del "mundo exterior" -exceptuando, claro está, a quien le vendiera cervezas-, sino también porque la intensidad de su contemplación era tal que poco se diferenciaba de su deseo de muerte: para usar un lenguaje que no es mío, deseaba abolir la ''discontinuidad'' que nos mantiene apartados de la ''continuidad'' perdida. Sin embargo, aquello con lo que deseaba unirse, o re-unirse en su nostalgia, no era el dios masculino del catolicismo, sino la divinidad femenina, omnipresente y omnipotente, que él llamaba la madre naturaleza.

Lo femenino, la conciencia, la materia, la presencia. Estas palabras que nacen del recuerdo de mi padre, muerto de un paro cardiaco resultado de un lento suicidio etílico, no pueden más que hacerme pensar igualmente en el universo de mi tío Juan. Pienso también, como ya lo hice evidente, en ciertos autores cómo Georges Bataille, con los que mi tío tuvo afinidad (quien haya leído l'Érotisme reconocerá los versos de Rimbaud, así como los conceptos de "continuidad" y ''discontinuidad"), y esto me lleva a querer hablar de él, pues aunque haya empezado por mi padre, se trata igualmente de evocar aquí su memoria. Esto es justificable, pues, en vida, los dos hermanos estuvieron tan cercanos que decidieron hacerse vecinos inmediatos: mi tío terminó por construir su casa al lado de la de mi padre. Además eran casi gemelos, lo cual se puede constatar comparando las fotografías de mi tío con las de mi padre cuando éste todavía no se dejaba la barba. Por lo demás, con barba o sin ella, no son pocas las fotografías en que se encuentran juntos desde la infancia hasta la época de su plenitud artística.

No puedo pronunciarme sobre la obra de mi tío, pues no creo estar calificado para ello. Sin embargo, creo que para quien lo conoció en persona, o lo conoce por sus obras, es ya evidente la naturaleza de la profunda relación que yo veo entre estos dos hombres: la presencia de lo femenino como camino extático hacia la plenitud del ser, en tanto abolición de los límites por medio de los límites mismos, contemplación de las formas que lleva al archè de las formas. Me limitaré a citar aquí las últimas líneas de De ánima, las cuales corresponden a las últimas reflexiones de Gilberto sobre el significado de su relación con Paloma :

La visión que persigo, que he perseguido siempre, me ha llevado a muchos extremos, pero al fin he encontrado en Paloma el cuerpo que absorbe todas las perversidades y a través de su absoluto poder muestra su verdadero carácter como indispensable elemento mediante el que, desprovista de todos sus disfraces, la realidad se abre y avanza hacia nosotros vestida con todo su esplendor y su inocencia. Mario terminó de montar hoy la escena del sueño en el que, en el vestíbulo de mi edificio, Paloma aparece primero desnuda sobre el antiguo sofá de terciopelo que estaba antes ahí y luego el sofá desaparece, la figura de Paloma ocupa el lugar del mueble, entran unos cargadores, la ponen de pie y acarician su cuerpo. Ella no parece advertir nada, no está dormida ni despierta, no está viva ni está muerta. Sólo está presente a través de su cuerpo. Es la belleza y la inocencia. La inocencia de la belleza. La tocan sin tocarla. Nada la mancilla ni la destruye. Es la vida que se ofrece a sí misma en espectáculo con todo el inagotable esplendor de la visibilidad, siempre palpable, siempre sensible y sin embargo, cerrada en su silencio: la verdad de la Presencia. (Subrayados míos.)

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