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México D.F. Jueves 19 de febrero de 2004

John Berger/ y II

Un retrato de Ginebra: ''Veamos qué te puedo brindar''

Mi hija Katya y yo, en silencio, estuvimos de pie ante la tumba de Jorge Luis Borges. Katya llevaba puesto un vestido veraniego, estampado en blanco y negro carbón. Afectado por la ceguera, él habría visto sólo un manchón gris borroso. Yo sostenía mi casco, y en el cual había metido mis guantes.

Los motociclistas usan guantes de piel ligera incluso en los días de calor por una razón particular. Se supone que los guantes protegen en caso de una caída y aíslan las manos sudorosas del hule pegajoso del manubrio. Pero en el fondo protegen las manos del torrente de aire fresco que, pese a ser muy agradable en el calor, adormece la sensibilidad del tacto. Los motociclistas usan guantes, aun en el calor, por el placer de la precisión.

Según el jardinero bosnio, el arbusto era un boj, un Buxus Sempervirens. šDebí haberlo reconocido! En los poblados de la Alta Saboya se sumerge un ramito de esta planta en agua bendita para rociar, por última vez el cuerpo inerte de nuestros seres queridos.

Cuando tenía 17 años, Borges tuvo en Ginebra una experiencia que lo marcó profundamente. Sólo habló de ella mucho después, con uno o dos amigos. Su padre había decidido que era el momento de que su hijo perdiera la virginidad. Entonces le hizo cita con una prostituta. Un cuarto en un segundo piso. Una tarde de primavera. Cerca de donde vivía la familia. Tal vez en la Place Bourg du Four, o tal vez en la Rue General Dufour. Borges pudo haber confundido ambos nombres. Yo pienso que fue en la Rue General Dufour, pues tal calle pertenece al Archivero. Todas sus calles corren más o menos perpendiculares al Ródano y son paralelas entre sí.

Cara a cara con la prostituta, el Borges de 17 años se paralizó de timidez, de vergüenza y de sospechar que su padre podía ser cliente de la misma mujer. A lo largo de su vida lo apenó mucho su cuerpo. Se desvestía únicamente en sus poemas, que, al mismo tiempo, eran su ropa.

Siéntate ahí. Veamos qué te puedo brindar, dijo ella con gentileza.

Tal vez lo que Ginebra le trajo, esa tarde en la Rue General Dufour, al sentir el desasosiego del joven y tras ponerse una bata ligera sobre los blancos hombros -el bronceado aún no estaba de moda- fue la página de algún legajo, rasgada por la mitad.

Katya y yo nos acuclillamos al lado de su tumba. Sobre la lápida había un grabado en bajorrelieve de unos hombres metidos en algo como un barco medieval, Ƒo estaban en tierra y su disciplina guerrera los hacía estar tan juntos y tan dispuestos? Parecían muy antiguos. En la parte trasera de la lápida había otros guerreros que sostenían lanzas o remos, confiados, listos para cruzar cualquier terreno o aguas que hubiera que cruzar.

Cuando Borges vino a Ginebra a morir, lo acompañaba María Kodama. A principios de los años 60 había sido una de sus estudiantes de literatura anglosajona y nórdica. Borges le doblaba la edad. Cuando se casaron, ocho semanas antes de que él muriera, se mudaron del hotel de la Rue de la Maitresse a un apartamento.

De usted es este libro, María Kodama. ƑSerá preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la aguda voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?

Sólo podemos dar lo que hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro...

Un joven y su hijo en una carreola pasaron mientras Katya y yo intentábamos descifrar en qué idioma estaban las palabras escritas en la estela. El niño señaló el tordo sobre el pasto y el pájaro alardeó dando otro paso. El niño rio efusivamente, seguro de haber sido él quien movió al ave. Señaló de nuevo. Y otra vez. El pájaro voló.

Las cuatro palabras inscritas en la lápida estaban en anglosajón. And Ne Forhtedan Na. No hay que temer.

Un poco más allá, por el sendero, una pareja se aproximó a una banca vacía. Dudaron en sentarse y decidieron que sí. La mujer se sentó en las piernas del hombre, de frente a él.

Es una pena, pensé, que no hayamos traído flores para dejar al pie de su tumba. Luego tuve una idea: en vez de flores, puedo dejarle uno de los guantes que traigo en el casco.

La memoria de una mañana.

Líneas de Virgilio y Frost.

La voz de Macedonio Fernández.

El amor o el diálogo de unos cuantos.

Sin duda son talismanes,

pero de nada sirven

contra la sombra que no puedo nombrar,

contra la sombra que no debo nombrar.

Comencé a dudar. Parecerá que alguien lo tiró. Un guante negro arrugado y tirado. No tendrá sentido. Olvídalo. Mejor venimos otro día con un bouquet de flores.

Katya me miró interrogante. Asentí. Era hora de partir. Caminamos despacio hacia la reja, ninguno de los dos hablaba.

Cuando llegamos a la motocicleta desaté otro casco que traía para ella. Estaba a punto de ponerme el mío y saqué los guantes. Faltaba uno.

Regresemos, lo debes de haber tirado, dijo Katya, no tardamos ni un minuto.

Le conté lo que me había cruzado por la mente mientras revisábamos la tumba.

šDudaste de él!, replicó ella, šdudaste de él!

Guardé en el bolsillo el guante que me quedaba y arrancamos. Katya abrió su visera y, poniendo el mentón en mi hombro, me preguntó: ƑEra el guante derecho?

No lo sé, grité.

No me sorprendería, respondió.

Yo no cerré mi visera. Cuando no la cierra, a veces uno oye voces en el flujo del aire. Las tantas voces de las palabras o muchas palabras que se funden en una sola voz. Conforme la ciudad quedaba atrás, escuché que Ginebra decía en su habitual voz, evasiva y sexy: Espera un poco. Veamos qué te puedo brindar...

Traducción: Ramón Vera Herrera

© John Berger

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John Berger es escritor, guionista y crítico de arte. Ha estudiado en detalle la vida campesina, la experiencia de la migración a las ciudades, nuestras maneras de ver, y el impulso narrativo como búsqueda nodal del sentido. Actualmente vive en una comunidad campesina en Francia. Su libro más reciente traducido al castellano es La forma de un bolsillo, Editorial Era, 2003, que indaga variadas formas, no tan obvias, de la resistencia

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