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México D.F. Martes 24 de febrero de 2004

José Blanco

La desigualdad imbatible

El debate sobre la desigualdad, como dice Gustavo Gordillo en su reposada reflexión del pasado sábado en estas páginas ("Un tatuaje que el tiempo no lava"), suele ocupar un espacio más reducido que el debate sobre la pobreza. Los motivos son claros: la desigualdad lleva a un examen sobre la dinámica del conjunto de la sociedad, de las políticas económicas y de las políticas-políticas que configuran simultáneamente -en términos históricos- el numéricamente reducido polo de la sociedad privilegiada de consumo y del numéricamente mayoritario polo de la sociedad de infraconsumo (los términos son de Raúl Prebisch y están referidos a América Latina).

Ese examen tiende a revelar las relaciones estructurales que en gran parte explican la existencia misma de ambos polos. Sobre la mesa se ponen, en este caso, las contradicciones sociales, la injusticia social y los rumbos que implicaría el abatimiento de la pobreza. A la luz de los intereses creados aparece, por tanto, como un debate "subversivo". El debate sobre la pobreza, en cambio, lleva a una agenda de programas gubernamentales o filantrópicos, asistenciales o productivos, para los pobres, indiferente respecto a la sociedad privilegiada.

Sokoloff y Engerman, North y Weingast, y Terry Lynn Karl -citados por Gordillo- proporcionan argumentos que buscan explicar qué factores han hecho de la desigualdad social un proceso que se reproduce en forma perenne. Aunque en dichos argumentos hay aportaciones indudables, al ser planteados en el marco acotado del debate entre populismo y modernidad, dejan fuera del análisis factores históricos de gran calado.

Lynn Karl, en particular, argumenta que "desigualdades extremadamente elevadas de riqueza y del ingreso son la base de las excepcionalmente inequitativas distribuciones del poder y la representación política..."; puesto en la perspectiva histórica latinoamericana, el planteamiento inverso es el correcto.

Después de tres siglos de relaciones coloniales de explotación, después de la independencia las clases dominantes latinoamericanas emergen con el poder en las manos: no les fue necesario construir su hegemonía política mediante un largo proceso histórico de integración socioeconómica, como ocurriría en general en los hoy países desarrollados.

Para consolidar estructuras socioeconómicas basadas en el privilegio y la exclusión heredadas de las relaciones coloniales, esas clases dominantes fueron, además, tuteladas sucesivamente por España, Inglaterra y, muy pronto, por Estados Unidos. Estas clases, insistamos, no tenían para qué promover procesos de integración socioeconómica para construir su hegemonía. Heredaron relaciones políticas cuasi señoriales, así ejercieron el poder, en ello se fundó su privilegio económico.

En 1783 George Washington, el primer presidente estadunidense, habló del "ascenso imperial" de la naciente nación, proyecto que incluía en primer lugar el desalojo de los intereses europeos de los países latinoamericanos. La doctrina Monroe registraría los cambios necesarios a la política imperial. En 1898 la guerra de Estados Unidos contra España elimina el último vestigio colonial español, en Cuba, para dar paso ahí a los intereses de la United Fruit Co. Vino después la rápida penetración de los intereses estadunidenses en la América no sajona. Los ferrocarriles en México, Perú y Chile, las inversiones en la agricultura de Guatemala, Honduras y Cuba en el primer tramo. Después, en la minería, el petróleo, las manufacturas, la banca, el turismo, en todas las esferas.

A lo largo del siglo XX Estados Unidos usó la diplomacia y las cañoneras para sostener a gobiernos fieles a los intereses estadunidenses en la región, gobiernos interesados al mismo tiempo en conservar estructuras rígidas reproductoras de la desigualdad.

Siempre en función directa de sus intereses económicos, Estados Unidos ocupó militarme Cuba entre 1906 y 1909, intervino en Guatemala (1954), en Brasil (1964), en República Dominicana (1965), en Chile (1973), en Granada (1983) y más. Sus defendidos fueron los Somoza, los Duvalier, los Trujillo. La política imperialista estadunidense hacia América Latina ha sido un factor decisivo en la explicación del sostenimiento de estructuras de poder que reproducen el subdesarrollo, la desigualdad social, la sociedad privilegiada de consumo y la sociedad de infraconsumo.

La dependencia de la senda, es decir, la herencia cultural del colonialismo en términos de creencias, prácticas económicas y normas sociales que se desarrollaron en ese periodo, a que se refieren los autores aludidos por Gordillo, como factor sustantivo de desigualdad, hallaron refuerzos sustantivos del imperio del norte para sofocar los intentos sociales de romper o desequilibrar las relaciones de poder político y económico que reproducen incesantemente la desigualdad social.

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