La Jornada Semanal,   domingo 29 de febrero  de 2004        núm. 469
 Trauma y resiliencia

Carlos Alfieri 
entrevista a 
Boris Cyrulnik

El neurólogo, psiquiatra y psicoanalista Boris Cyrulnik, nacido en Burdeos, Francia, en 1937, es una de las mayores autoridades mundiales en el estudio de los traumas infantiles. Profesor de la Universidad de Var, responsable en el Hospital de Tolón de un grupo de investigación en etología clínica –ciencia del comportamiento que, en lo que hace al humano, lo cuenta entre sus fundadores–, Cyrulnik ha trascendido el ámbito académico y sus libros alcanzan difusión mundial (de Los patitos feos se han vendido centenares de miles de ejemplares). El eje de su trabajo es el concepto de resiliencia, que expresa la capacidad de resistencia al sufrimiento y de superación de los traumas psíquicos por parte de los seres humanos, una cualidad que él mismo puso en juego cuando, a los seis años de edad, logró huir del campo de concentración nazi en el que pereció toda su familia y debió enfrentar después duras experiencias en su tránsito por diversos orfanatos. Esta entrevista tuvo lugar en Madrid, donde presentó su última obra, El murmullo de los fantasmas, publicada en español por Gedisa.

-Usted es más optimista que Freud respecto de la posibilidad de superación de los traumas infantiles…

–En efecto. "Papá" Freud pensaba que el automatismo psíquico es esencialmente interior y que la realidad exterior es secundaria. Así, cuando una persona había estado traumatizada en la infancia, lo estaría toda la vida. Anna Freud ya era más optimista. En 1946, Françoise Dolto y Jenny Aubry (que trabajó con mi maestro, John Bowlby) aplicaron el método de la observación directa asociado con el de la palabra, puesto que eran etólogas y psicólogas, a un amplio colectivo de niños maltratados por la guerra y agredidos física o sexualmente, en muchos casos por sus padres. Cuando veinte o veinticinco años más tarde volvieron a verlos, comprobaron que casi el setenta por ciento de ellos estaba bien. La resiliencia les había permitido superar sus traumas.

–¿Recupera en su trabajo algunos aspectos de las teorías de Alfred Adler, tan olvidado en las últimas décadas?

–Sí. Lo tengo muy en cuenta. Adler sostenía que los niños necesitaban afecto para crecer, en lo que coincidían Anna Freud, René Spitz y John Bowlby (Freud también había destacado la importancia del afecto), ante las críticas, por ejemplo, de la antropóloga Margaret Mead, que lo negaba. Y ciertos psicoanalistas reprocharon a Anna Freud la teoría de los mecanismos de defensa, porque según ellos eran adaptativos de la cultura. En cuanto al olvido que padece Adler, hay que tener en cuenta que él estaba solo, mientras que Freud creó un partido político…

–¿Cuándo puede ser calificada de trauma una herida psicológica?

–Lo decía muy bien Anna Freud: para que haya trauma hacen falta dos golpes; el primero y luego la representación del mismo en la psiquis. El relato de mí mismo me puede curar, cuando puedo retocar la idea que tengo de mí y volcarme a una determinada acción superadora. Pero si quedo preso del pasado repetiré la herida. 

–¿Cuáles son los pilares de la resiliencia?

–Un vínculo afectivo seguro y la posibilidad de dar sentido a las heridas. Por ejemplo, durante mucho tiempo se consideró que un huérfano valía menos que quien no lo era. Si era chico, su futuro "lógico" era ser peón de granja; si era chica, sirvienta. Los estereotipos sociales eran de desprecio, y la humillación por no tener familia los afectaba. Pero si cambia el medio cultural, si se le brinda al huérfano un vínculo sólido, de pronto ese niño puede llegar a ser presidente de su país, o delincuente, claro, como cualquier otro, aunque él sepa en su representación que no tiene familia. Entonces tiene que dar sentido a esa carencia, y esa búsqueda de sentido obliga a la creatividad.

–¿De quién tomó el término resiliencia?

–De la psicóloga estadunidense Emmy Werner, que lo utilizó de manera metafórica en un artículo que publicó en 1982, titulado "Niño vulnerable pero no vencido". Ella siguió a doscientos niños de Hawai sin familia, sin escuela, víctimas de agresiones sexuales y extremadamente pobres. Treinta años después comprobó que el veintiocho por ciento de ellos habían aprendido a leer sin escuela, tenían un oficio y familia. No habían muerto, no eran criminales, no eran neuróticos ni padres maltratadores. Entonces dijo: tienen algo que enseñarnos, es la resiliencia.

–¿Los factores que pueden facilitar la superación de un trauma infantil pueden ser válidos en un contexto y perjudiciales en otro?

–Sin duda. Por ejemplo, el mecanismo de defensa que consiste en la negación de un hecho doloroso es un factor de protección que surge después de la herida: no se puede hablar de ella. Pero si se prolonga demasiado tiempo se convierte en una amputación de la personalidad. Otro mecanismo de defensa es la ensoñación, refugio frecuente del niño. Si después de una agresión mi ámbito cultural me otorga un espacio de palabra, puedo transformar la ensoñación para hacer, por ejemplo, una obra de arte. Pero si no encuentro esa posibilidad de expresarme y de transformar esa ensoñación, me convierto en un mitómano.

–Según expone en su libro El murmullo de los fantasmas, la adolescencia es el periodo de la vida en que pueden consolidarse o superarse los traumas de la infancia. ¿Es la última oportunidad?

–No, pero es muy importante. Hay dos metamorfosis fundamentales en la conducta humana. La primera es la adquisición del control de la palabra, lo que sucede a los veintitrés o veinticuatro meses de vida de los chicos y a los dieciséis o dieciocho meses de edad de las chicas. La segunda ocurre a los trece o catorce años y es el surgimiento del apetito sexual, muy impulsivo en los muchachos y más suave en las chicas. Cuando aparece el apetito sexual cambia el afecto: cuando soy pequeño amo a mi madre, que es sexuada pero no sexual; en la adolescencia debo afrontar un doble trabajo con una chica (o ésta con un chico), que es la construcción simultánea del objeto sexual y del vínculo afectivo.

–¿Las posibilidades de curar un trauma son mayores en un niño francés de clase media que en un pequeño guerrero de un país africano?

–Yo me hice la misma pregunta con respecto a dos niños parisinos, uno de un barrio burgués y otro del suburbio. Sin duda, tiene más posibilidades de desarrollo el primero de ellos, se trata de condicionantes objetivos. Pero un niño de familia rica puede fracasar si no posee un vínculo afectivo seguro, sereno, mientras que uno de un barrio marginal puede superar su adversidad si lo posee.

–En El murmullo de los fantasmas utiliza los ejemplos opuestos de Marilyn Monroe, que no pudo hacer actuar la resiliencia, y de Hans Christian Andersen, que lo logró, pero al alto precio de amputar su sexualidad. ¿Superó realmente Andersen los terribles traumas de su infancia?

–Andersen tuvo una infancia atroz: su madre era prostituta, obligada por su propia madre, que le pegaba si no se acostaba con los clientes que ella le traía, mientras el pequeño Hans Christian presenciaba las escenas. Huérfano muy pronto (su madre, alcohólica, murió en plena crisis de delirium tremens, y su padre se suicidó en un ataque de locura), Andersen, que se vio obligado a trabajar en fábricas donde era maltratado, fue acogido por su abuela paterna, que le brindó afecto, en tanto una vecina le enseñó a leer. Y la comunidad de Odense, donde vivía, tenía una fuerte tradición de contadores de cuentos. Con esos vínculos pudo transformar sus traumas y convertirse en un escritor de cuentos infantiles célebre en todo el mundo. Pero debió pagar el altísimo precio de no poder asumir su sexualidad, porque su imagen de las mujeres era la del hada, encarnada en su abuela paterna, o la de la bruja, en su abuela materna, ambas inaccesibles.

Marilyn nació de madre soltera, rechazada por la sociedad de su tiempo y tan desgraciada que no pudo hacerse cargo de su hija, que fue entregada a orfanatos y casas de acogida en los que nunca halló un vínculo afectivo sano y estable. Jamás pudo superar esa carencia, ni siquiera cuando, adulta y bellísima, triunfó como actriz y obtuvo el amor de hombres como John Kennedy, Arthur Miller o Yves Montand, quienes, evidentemente, no supieron brindarle el vínculo afectivo que ella necesitaba. Sólo su primer marido, el jugador de beisbol Joe Di Maggio, lo logró a medias, y por algo ella intentó llamarlo antes de suicidarse.

–¿En qué se apoyó usted para su propia resiliencia?

–No estoy seguro de que yo sea un resiliente. Si lo soy, es porque en el campo de concentración sabía hacer reír a todo el mundo y después encontré a personas que admiré y que me ayudaron a crecer.