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México D.F. Jueves 4 de marzo de 2004

Joseph Roth

Hotel Savoy

Un escenario suspendido en una atmósfera desconcertante e ilusoria: el Hotel Savoy es el microuniverso donde en esta ocasión Joseph Roth (1894-1939) destila ironía, crítica, concisión y equilibrio poético, características de su estilo que lo elevan como uno de los escritores más relevantes en lengua alemana del periodo de entreguerras. En su colección Narrativa del Acantilado, Colofón pone a circular Hotel Savoy, novela de la que ofrecemos en exclusiva un fragmento a nuestros lectores, con autorización de la editorial

A las 10 de la mañana llego al Hotel Savoy. Iba decidido a tomarme unos días o una semana de descanso. En esta ciudad viven mis familiares, mis padres eran judíos rusos. Deseo obtener dinero para proseguir mi viaje hacia el oeste.

He sido prisionero de guerra durante tres años y ahora regreso. He vivido en un campo siberiano y he recorrido aldeas y ciudades rusas trabajando como obrero, jornalero, guardián nocturno, maletero y ayudante de tahona.

Llevo puesta una blusa rusa que alguien me regaló, unos pantalones cortos, que he heredado de un compañero fallecido, y unas botas que aún se pueden usar y de cuyo origen no me acuerdo ni yo mismo.

Por primera vez, después de cinco años, vuelvo a hallarme ante las puertas de Europa.

El Hotel Savoy, con sus siete pisos, su escudo heráldico dorado y su portero de librea, me parece más europeo que cualquier otra pensión y hostería del este. Me espera agua, jabón, un retrete inglés, ascensor, camareras de cofia blanca, bacines de reflejos amables, como deliciosas sorpresas metidas en cajitas revestidas de madera pintada de color marrón; lámparas eléctricas floreciendo en pantallas verdes y rosas, como cálices; timbres estridentes que obedecen a la presión del dedo; y camas con edredones de plumas mullidas y amablemente dispuestas a recibir nuestro cuerpo.

Me alegra cambiar de vida una vez más, como tantas veces he hecho durante estos últimos años. Veo al soldado, al asesino, al que estuvo a punto de ser asesinado, al resucitado, al encadenado, al emigrante.

Recuerdo una neblina matinal, oigo el redoble del tambor de una compañía que se pone en marcha, ventanas que se abren con estrépito en el piso más alto; diviso a un hombre en mangas de camisa de color blanco, las extremidades de los soldados que se mueven con brusquedad, un claro del bosque brillante de rocío; me lanzo sobre la hierba ante el avance del ''enemigo supuesto" y tengo el íntimo deseo de quedarme tendido en ella, eternamente, en la hierba aterciopelada que acaricia la nariz.

Escucho el silencio, el blanco silencio de la sala del hospital. Una mañana de verano, me levanto, oigo los trinos de las alondras, llenas de salud, saboreo el cacao matinal con panecillos de Viena y el olor a yodoformo en la ''primera comida".

Vivo en un mundo blanco de cielo y nieve; los barracones cubren la tierra como una lepra amarilla. Saboreo la última chupada, tan agradable, de una colilla encontrada en el suelo, leo la página de anuncios de un antiquísimo periódico de mi país, que le permite a uno recordar nombres de calles familiares, reconocer al estanquero, a un conserje, a una Agnès rubia con quien uno se acostó.

Oigo la lluvia refrescante durante la noche en vela, los carámbanos que se funden de prisa al calor del sonriente sol matinal; palpo los pechos robustos de una mujer que me encuentro en el camino, con la que me he acostado sobre el musgo, y me agarro a la blanca magnificencia de sus muslos. Duermo con un sueño pesado en el granero, en el pajar. Recorro los surcos de los campos arados y me detengo a escuchar el débil sonido de una balalaica.

Son tantas las cosas de las que uno puede empaparse sin que por ello cambie en absoluto su cuerpo, su manera de andar y de comportarse. Beber con avidez de millones de recipientes, no saciar nunca la sed, pasar de un color a otro como un arco iris, sin dejar de ser nunca un arco iris con la misma gama cromática.

Podía entrar en el Hotel Savoy con una camisa y salir de él dueño de 20 maletas..., y seguir siendo Gabriel Dan. Quizá sea este pensamiento el que me ha dado tanta confianza en mí mismo, el que me ha hecho tan orgulloso y dominador, hasta el extremo de que el conserje me saluda, a mí, al pobre vagabundo de la blusa, y un botones se afana a mi alrededor, aunque no lleve equipaje.

Se abren las puertas de un ascensor con las paredes cubiertas de espejos; el ascensorista, un hombre maduro, maneja los mandos, la caja se eleva, yo me balanceo y se me antoja que vuelo por los aires durante un buen rato. Me recreo en este estado de suspensión y calculo los escalones que tendría que subir con esfuerzo, si no estuviera metido en este ascensor suntuoso, y dejo atrás la amargura, la pobreza, el peregrinar, la vida errante y sin patria, el hambre, el pasado de mendigo..., muy al fondo donde jamás pueda volverme a alcanzar, a mí, el hombre que se eleva hacia lo alto.

Mi habitación -me han dado una de las más baratas- está en el sexto piso y tiene el número 703. Me gusta el número -creo en los números-; el cero en el centro es como una dama flanqueada por un señor joven y un señor viejo. La cama tiene una manta amarilla y, gracias a Dios, no de aquel color gris que me recordaría el ejército. Enciendo y apago la luz unas cuantas veces, abro la puerta de la mesita de noche; el colchón cede a la presión de la mano y vuelve a esponjarse, brilla el agua en el interior de la botella panzuda, la ventana da a unos patios interiores en los que ondea alegremente la ropa tendida, multicolor; hay niños que gritan y gallinas correteando.

Me lavo y me sumerjo lentamente en la cama, saboreo cada segundo. Abro la ventana, las gallinas parlotean alegremente; es como una dulce música que incita al sueño.

Duermo todo el día sin soñar.

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