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México D.F. Martes 9 de marzo de 2004

Teresa del Conde/ I

Toledo en el Museo de Antropología

La gran sala de introducción, justo frente a la impresionante sombrilla que parece sostenerse sólo mediante la columna que ostenta los relieves de José Chávez Morado, está ocupada hoy día y hasta finales de mes por una exposición que funciona como retrospectiva antológica de este artista, combinada con piezas arqueológicas de enorme valía.

El despunte de la muestra se debe a una moción editorial, valiosa, de los directivos de Galería Arvil, que han colaborado en varias ediciones sobre la obra de Toledo, entre otras Gráfica para Arvil (1974-2001), impresa por Artes Gráficas Panorama, con la que se celebró el aniversario 32 de la galería.

Esta publicación es indispensable para conocer los libros de artista ilustrados por Toledo. Decir ''ilustrados" es un error, más bien los textos, ya se trate del Chilam Balaam o del Códice Florentino Fray Bernardino de Sahagún (en excelente versión de Alfredo López Austin) están recreados, más que interpretados, visualmente por el artista.

Así sucede con la edición facsimilar de la libreta de apuntes, realizada a modo de ''diario", si se quiere, en un paperback sketchbook que Toledo obsequió a Armando Colina en febrero de 1988, aunque los dibujos datan de años anteriores. A ese meollo se añadieron piezas importantes de colecciones públicas y privadas que se museografiaron alternando con piezas prehispánicas.

Pese a que la idea es muy atractiva, encuentro sus bemoles, debido quizá a que mi reverencia por el arte antiguo de México, que en algunas de sus vertientes se parangona al que deparó a los mármoles griegos transportados por lord Elgin y museografiados con excelencia en el British Museum, supera cualquier aproximación con obras contemporáneas. Pero advierto a la vez que mi apreciación pudiera ser errónea: Toledo no es en modo alguno un tlacuilo o un primitivo consciente y deliberado (no lo necesita), pero al igual que Tamayo ha conocido y apreciado a fondo innumerables veneros de nuestro arte antiguo, así como el de otras culturas, sea la australiana, la china, el pre-Renacimiento, el expresionismo o el arte abstracto del siglo XX.

Lo mismo ha acontecido con otros artistas, como Picasso, Klee o Moore. Está bien para los visitantes del Museo de Antropología toparse con esta muestra que quiere suponer una continuidad, biotipológica, entre obras originales precortesianas, piezas artesanales posteriores y trabajos de Toledo.

Sin embargo, objeto que se considere a Toledo un ''artista étnico", cosa que ya ha sucedido en visiones propagadas generalmente desde fuera. No hay que asociar una pulga de basalto mexica formidable, junto a chapulines chontales efectuados en palma, anexos a un plato de grillos sólo porque se trata de insectos.

El espectador ve un hermoso tapiz bajo lizo, efectuado probablemente en Teotitlán del Valle, anexo a unas urnas zapotecas del clásico tardío. Nada que ver una cosa con la otra, salvo porque en ambas está la representación del dios murciélago y de que el tapiz fue conseguido siguiendo técnicas ancestrales. En cambio, la máscara huave tallada en madera, tocada y barbada con adherencias de caparazones de armadillo, sí tiene correspondencia con objetos de Toledo, ''sombreros", y que funcionan más bien, quizá, como máscaras.

En una vitrina ubicada en espacio estratégico hay un venado suyo, por supuesto calzado con zapatos, fundido en bronce, flanqueado por una bellísima jarra mixteca del posclásico y por otra pieza artesanal, también es una jarra con decoración de venaditos. Ese proceder museográfico no es positivo y pude comprobarlo por comentarios de dos espectadores: ''sí, es igualito, la jarra tiene venados".

Tal aproximación es por lo menos superficial, si no es que turística, más que vernácula. Que a Toledo le fascinan los códices, eso es un hecho, pero ni los recrea ni los copia ni los toma como pretexto, excepto cuando se propone refabular un mito o un cuento de Lafontaine, Esopo o de cualquier chamán cuyos decires han sido recopilados, entre otros, por la poeta y antropóloga Elisa Ramírez (la hija de mi fallecido maestro, el sicoanalista Santiago Ramírez, madre de Laureana y Jerónimo, los hijos jóvenes adultos de Toledo que incursionan en las artes alternativas).

Pocas piezas son de factura reciente. Una es un autorretrato (aquí sí, medio mimético, como fueron los de 1999, a diferencia de otros anteriores en los que ostenta careta de tlacuache), que muestra la persistencia toledesca acerca del grabado.

Toledo se representó como veedor-observador asombrado con los ojos ligeramente desorbitados y la mano presta a capturar lo que le viene en mente: un recuerdo o el ritmo de las escrituras que tiene enfrente y que no son legibles en modo alguno.

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