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México D.F. Jueves 1 de abril de 2004

Olga Harmony

La obra del bebé

Asus más de 70 años, y luego del éxito y sus tres premios Pulitzer, Edward Albee no ha sido capaz de exorcizar a sus fantasmas. Adoptado a los dos años de edad por el empresario Reed A. Albee, dueño de una cadena de teatros de vaudeville (y hay que recordar que en Estados Unidos este tipo de teatros lo eran de variedades, a diferencia de la connotación francesa) y su esposa que poco se ocuparon de él y lo hicieron sufrir varias humillaciones, en los diversos internados en que estuvo, por su condición de homosexual, el dramaturgo huyó de su hogar en la adolescencia y no volvió a ver a su madre adoptiva hasta que ésta estuvo en su lecho de muerte. Si en Tres mujeres altas -en que retorna al teatro no realista de sus otras obras y que lo empareja más a la tradición del llamado absurdo francés que a la dramaturgia estadunidense, tras el enorme éxito de su obra realista ƑQuién teme a Virginia Woolf? -hace un amargo homenaje a esa mujer hacia quien sintió el mayor de los rencores, en La obra del bebé imagina a sus dos desconocidos padres biológicos como amantes entre sí y felices con ese bebito que les es arrebatado por dos figuras muy siniestras.

No es casual que el Hombre y la Mujer de esta comedia negra aparezcan como figuras de music-hall, en una muy clara referencia a los negocios del padre adoptivo y en contraste con la ingenua pareja del Chavo y la Chava, idealizada en extremo como sólo lo puede hacer la añoranza -olvidando que suyo fue el primer abandono- de una familia que no tuvo. Para Albee, la familia a la que malamente fue integrado y de la cual proyecta a todas las demás, es la imagen de ese Sueño americano, título de una obra suya y en cuyo prólogo escribió: ''La obra es (...) una condenación a la complacencia, la crueldad, la castración...", lo que se puede aplicar a toda su dramaturgia. La autoridad es algo que tampoco soporta y es curioso que en su misoginia, el Hombre de La obra (Ƒel juego?) del bebé haga reflexiones acerca de la relatividad de todo y de la realidad y la irrealidad, mientras la Mujer, en su monólogo respectivo de cara al público, cuente banalidades acerca de lo que cocina y de lo que desea acercarse a algún famoso. También hay que notar que mientras la Chava acepta lo que los intrusos le dicen, sea el Chavo el que se resiste con gran dolor hasta el final.

El teatro círculo es muy difícil, y Víctor Weinstock logra un trazo en el que en pocas ocasiones los actores se tapan unos a los otros. En una escenografía tan poco realista como la obra de Auda Carza y Atenea Chávez, sembrada de cubos que recuerdan a los que arman los niños -aunque de mayores dimensiones- que tienen en su caras los motivos más entrañables de la cultura estadunidense, con dos únicos asientos, sobre lo que podría ser un suelo de cuarto infantil, transcurre una obra en la que en todo momento se nos hace saber -por los intrusos- que estamos ante un escenario. Montserrat Ontiveros y José Sefami, que encarnan a los personajes mayores, son dos actores de amplia y reconocida trayectoria, pero de alguna manera no logran proyectar -y pienso que de alguna manera es culpa del director, a pesar de ser discípulo de Albee- ese mundo dual, entre siniestro y de actores de variedad de los años 30 en Estados Unidos, casi clownescos, que conocemos por referencias cinematográficas, con el que el autor caracteriza a sus padres adoptivos, los que piensa que lo arrancaron de los amorosos brazos de los padres biológicos que acaban por ceder ante la autoridad de los primeros. A pesar del brío, casi en el grito, que imprimen a sus actuaciones, a pesar del rejuego en la escena de las sillas, tanto Montserrat Ontiveros como José Sefami no logran aparecer como los infames payasos que el texto está pidiendo.

Un poco por su atuendo negro -en vestuario de Lissete Barrios- que los hace asemejarse a pájaros de mal agüero, un mucho por la música de Elena Otero que no se acerca a la necesaria estridencia pegajosa, estos personajes se pierden. Quizás, si Weinstock pensó que las referencias del dramaturgo son extrañas para nuestro público, hubiera podido buscar algo más de nuestro medio circense. Los dos chavos son encarnados por la inexpresiva Verónica Segura y por Andrés Zuno, quien matiza mejor que su compañera.

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