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México D.F. Domingo 4 de abril de 2004

Angeles González Gamio

La marquesa y la Semana Santa

Una de las cronistas más notables que han escrito sobre nuestro país es Francis Erskine Inglis, mejor conocida como la marquesa Calderón de la Barca. La linda escocesa, cuyo retrato se puede admirar en el renovado Museo Nacional de Historia, en el Castillo de Chapultepec, estuvo en México de 1838 a 1842, como esposa de don Angel Calderón de la Barca, el primer embajador español, después de la Independencia.

Fiesteros y alborotados como somos, de inmediato fueron visitados, invitados y halagados por toda la sociedad, lo que les dio oportunidad de conocer costumbres, personajes y lugares que Fanny, como le decían sus amigos, describió con enorme sensibilidad y gracia en unas largas cartas que se publicaron en Boston y en Londres con el título de Life in Mexico, sin mencionar el nombre de la autora, y fueron un éxito editorial. Fue hasta 1920 que se hizo la primera traducción al español y en 1959 don Felipe Teixidor preparó una edición con un excelente estudio biográfico; ahí nos enteramos que el titulo de marquesa es de ella, no del esposo, como se creía, ya que al enviudar, tras una breve estancia en un convento, fue requerida por la reina Isabel II para que se hiciera cargo de la educación de la infanta Isabel. Acompañó a la soberana al destierro y al restaurarse la monarquía en España en 1874, el rey Alfonso XII le concedió el título.

Vamos a transcribir algunos fragmentos de su deliciosa crónica sobre la Semana Santa en la ciudad de México: "El Domingo de Ramos, por la mañana, fui a la Catedral, acompañada de la hija del ministro de Francia. No fue fácil abrirse camino a través de la multitud, pero al fin, a fuerza de paciencia, nos las arreglamos para llegar cerca del Altar Mayor (...) No había transcurrido mucho tiempo cuando la Catedral ofrecía el aspecto de un bosque de palmas, agitado por un viento suave y debajo de cada palma, un indio casi desnudo, cuyos harapos cuelgan con maravillosa pertinencia; rostros de bronce y una mirada dulce y quieta que solo puede alterar el anhelo con que ven acercarse a los sacerdotes.

"El Jueves Santo la ciudad cobra una animación por demás pintoresca: no se permite circular a los carruajes y las damas aprovechan la oportunidad de mostrar sus ricos vestidos, ahora que van a pie. Sólo se usan en estos días rasos y terciopelos, y las perlas y los diamantes se han echado a la calle. Las mantillas son de blonda blanca o negra; los zapatos, de raso. Las faldas son más bien cortas, pero sería una crueldad exigir que esos pies tan pequeños y esos zapatos más pequeños aún, tuvieran que esconderse. Después de las damas de alto copete había que ver a las mujeres del pueblo, vestidas casi todas con muselinas blancas transparentes y muy almidonadas; algunas con ricos bordados, con la falda adornada con encajes, con los vestidos extremadamente cortos, con los que se ven muy bien; todo esto se cubre con un rebozo. Había entre ellas caras muy bonitas; pero en las clases más populares y con un tanto más de indio, con sus faldas de alegres colores, las caras eran las más de las veces hermosas y los cuerpos erguidos y graciosos y además andan bien, al contrario de lo que suele suceder entre la aristocracia, en que por llevar los zapatos apretados y la falta de costumbre de caminar a pie, parece que les causa dolor pisar el suelo.

"Qué diferente es el aspecto de la mañana del Viernes Santo, día de tristeza y humillación. Las señoras salen vestidas de negro, y las iglesias se ven lóbregas, después de las brillantes iluminaciones de la noche última. En contraste con el lujo excesivo de los vestidos de las 'Señoras', se ve a las pobres indias atravesar con su trote la plaza, las trenzas de su cabello negro entretejidas con un listón rojo y sucio, y a la espalda un niño, que se diría de caoba, cara al cielo, cabeceando con los vaivenes del paso y es un milagro que no se les disloque la nuca". Esta imagen que tan vívidamente nos transcribe la marquesa no ha variado gran cosa.

Ahora, igual que entonces, en estas fechas se suele guardar la vigilia que prohíbe comer carne, lo que ha provocado la creación de platillos con base en pescados, mariscos y verduras, muchos de ellos ya tradicionales en casas y restaurantes, al margen de las creencias religiosas. En los mercados y fondas son característicos el caldo de habas o de lentejas, los romeritos con tortitas de camarón y el pescado rebozado. En los hostales de más postín es imperativo el bacalao. Un buen lugar para degustarlo es el restaurante El Malecón, que ocupa una adorable casita estilo francés con mansarda y toda la cosa, de šcuatro metros de frente!, situada en Venustiano Carranza 9, a unos pasos de San Juan de Letrán; enfrente hay un estacionamiento. Para botanear: unos pulpos a la gallega, seguidos de la sopa de mariscos y de remate el bacalao al pil pil, šsabrosísimo!

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