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México D.F. Lunes 19 de abril de 2004

Javier Oliva Posada

Ciudad de México 1847; Bagdad 2004

La fuerza sin diplomacia es impotencia. Este principio, que debiera regir en decisiones como las de intervenir militarmente en un país, ha sido escasamente considerado en la historia de Estados Unidos. En efecto, desde su origen como nación se ha asumido como el referente único en la conducción y desarrollo de la civilización. Sin embargo, la no consideración de las otras aspiraciones, de los otros intereses, le ha impedido ocupar ese lugar destinado a la solidez moral que significa la paz, el respeto y la solidaridad.

La rebelión de los habitantes de la ciudad de México los días 14, 15 y 16 de septiembre de 1847, frente a la ocupación del ejército estadunidense, fue una clara expresión ante la forma arbitraria, injustificada y, sobre todo, desproporcionada, en que fue mutilado el territorio de nuestro país (Luis F. Granados, Sueñan las piedras, ed. Era). A pesar de que en primera instancia pudiera parecer un exceso el tiempo, las circunstancias y los actores involucrados en la comparación de las rebeliones en ambas capitales de México e Irak, lo común estriba en la ausencia de una argumentación no ante la sociedad de Estados Unidos, sino frente a la sociedad agredida y sometida.

En los días inmediatos posteriores a la batalla de Chapultepec, los principales recursos y arsenales eran puñales y piedras, ocasionalmente algunas armas de fuego. Las refriegas, según hacen constar las investigaciones, llegaron a ser de tal magnitud que en dos ocasiones provocaron el repliegue el ejército invasor. No se trataba de otra cosa, sino del difícil proceso de construcción del nacionalismo y formación del proceso de identidad mexicana. Las posturas de la diplomacia mexicana, de la cultura de nuestro país, tienen una evidente y explicable desconfianza frente a Estados Unidos; no es asunto menor recordar que la dinámica para darle sentido al país como tal, arrancó con un auténtico riesgo de desaparición y total anexión al vecino del norte.

ƑQué observamos en Irak? Una alianza antes impensable entre sunitas y chiítas para hacer frente a la ocupación militar estadunidense. Incluso si antes en ese país no se contaba con un espíritu nacionalista, ahora, con la acción encabezada por Washington, ha provocado que se hable de una identidad iraquí por encima de las discrepancias étnicas y religiosas. Debemos recordar que esa amplia zona de Asia fue motivo de largas y complicadas negociaciones entre Francia e Inglaterra y que la mayor parte de las fronteras que hoy conocemos fueron trazadas por esos dos países a conveniencia de sus intereses. Así, el Kurdistán fue dividido en cinco partes. O bien la manera en que las comunidades sunitas y chiítas quedaron fragmentadas en Irak e Irán para impedir que actuaran en común y de forma más organizada.

Que los nacionalismos están en repliegue, pues será a conveniencia de los apetitos expansionistas. Que la globalización anula las fronteras, pues solamente las nuestras, porque los proteccionismos comerciales y diplomáticos de los países desarrollados son muy parecidos a los de los países latinoamericanos de allá por la década de los 70 del siglo XX. Así pues, las conductas se repiten y al menos algunas de las consecuencias más visibles también. Los recursos que dan la fuerza de las armas y los intereses comerciales son parte innegable de los actores en conflicto, pero su protagonismo los conduce a anular y, lo más grave, a menospreciar y desconocer que los otros, sean quienes fueren, también tienen un papel que cumplir.

Ya la Unión Europea ha comenzado a señalar que la gravedad del conflicto en Irak es comparable al de Vietnam. Esta percepción, ojalá, propicie una puesta en práctica de otras medidas orientadas por el largo plazo y la estabilidad. La fuerza por sí misma no garantiza ni la paz ni el desarrollo.

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