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México D.F. Domingo 25 de abril de 2004

Carlos Montemayor

Echelon

A principios del presente año, Chalmers Johnson publicó un detallado libro sobre el avance del militarismo en los países que se proclaman defensores de la democracia. Los suscriptores electrónicos de la organización Global Policy Forum recibieron en las primeras semanas del pasado mes de marzo un amplio boletín sobre tal obra: The sorrows of empire: militarism, secrecy and the end of the republic (Las desgracias del imperio: militarismo, espionaje y fin de la república)

Uno de los puntos centrales de esta investigación de Johnson es el acuerdo de intercambio de información de inteligencia entre los países principales de habla inglesa, llamado Echelon. En años recientes, diversos medios internacionales, principalmente europeos, han hecho un seguimiento de este espionaje computarizado y de vasto dominio, particularmente por sus efectos comerciales en favor de los consorcios estadunidenses. Pero la investigación de Chalmers Johnson se extiende a más ámbitos políticos y sociales que demuestran el deterioro de los valores de la democracia y de las estructuras republicanas como consecuencia del avance de estas funciones de espionaje político, militar y comercial.

En 1948 se estableció un acuerdo considerado altamente secreto entre los principales países de habla inglesa para que sus agencias de inteligencia pudieran intercambiar información sobre países sometidos a investigación, y sobre ciudadanos y líderes políticos de sus propios países sin que formalmente se pudiera considerar tal intercambio como una acción violatoria de sus respectivas leyes nacionales sobre espionaje político. Las agencias que por este acuerdo intervinieron en el intercambio de información fueron la United State's National Security Agency, el Britain's Government Communications Headquarters, Canada's Communications Security Establishment, Australia's Defense Signals Directorate y el New Zeeland's General Communications Security Bureau.

Con la cobertura de este acuerdo secreto los gobiernos de Estados Unidos y de Inglaterra, por ejemplo, pudieron obviar obstáculos legales para dar seguimiento a sus propios ciudadanos. En esos países, como en la mayoría de los estados modernos, sólo con una orden expedida por un juez se puede proceder al espionaje de una persona. Pero gracias a este acuerdo secreto, un gobierno podía pedir a otro que efectuara el seguimiento de tal persona y "compartiera" la información. Así lo hizo la National Security Agency en varias ocasiones. Así también el gobierno de la primera ministra Margaret Thatcher pidió a la agencia canadiense que monitoreara a varios líderes políticos ingleses para que después le compartiera los resultados de la investigación.

En 1981 se reformuló este acuerdo y se le designó con el nombre en clave de Echelon. Se trata ahora de un programa adaptado para satélites y supercomputadoras que interceptan comunicaciones de gobiernos, de empresas privadas, de consorcios internacionales y de individuos que destacan por su actividad política, social o de liderazgo. Cada usuario de esta alianza de información secreta opera sus propios satélites y diseña su propio "directorio" para programas de computadoras que enlistan voces, claves, nombres, números telefónicos y todo lo que se pueda o deba registrar automáticamente. En principio, cualquier "aliado" puede procesar las cargas masivas de información que los satélites proporcionan diariamente. El lector debe registrar que los operadores de Echelon monitorean la información que producen aproximadamente 120 satélites en todo el mundo.

Varios gobiernos y parlamentos europeos, como los de Francia y Alemania, han protestado ante el gobierno de Estados Unidos por este espionaje. La existencia del sistema Echelon ha sido preservado en secreto y negado por Estados Unidos e Inglaterra, a pesar de esos reclamos. La información recolectada ilegalmente por Echelon ha servido, decíamos, para beneficiar a consorcios estadunidenses, como Enron o Boeing, en la venta de flotas de aviones o en instalaciones de estaciones eléctricas en Japón, Arabia e India, por señalar ejemplos.

Pero Echelon ha dado gran impulso a otro aspecto de la "industria" del espionaje: los sistemas de mensajes cifrados, particularmente los llamados random one-time pads, paquetes de claves de codificación que se eligen al azar y se emplean una sola vez, para eliminar así, o reducir al máximo, el riesgo de que otro "usuario" pueda interceptar la información y descifrarla. Según Chalmers Johnson, sin embargo, el aspecto fatalmente delicado de Echelon no es que se trate de un "club de habla inglesa" ni que dependa de la conservación o protección de las redes de fibra óptica, sino que está siendo conducido por agencias militares y de inteligencia de los principales países de habla inglesa en total secreto y con ningún tipo de vigilancia ni de rendición de cuentas a la sociedad que se supone protegen y sirven. Se trata de un poder que vigila a todos, pero que nadie supervisa. Johnson asegura que ahora los gobiernos del mundo saben que Echelon existe y que actúa, pero nada pueden hacer contra ese espionaje salvo tomar medidas "defensivas" en sus sistemas de mensajes cifrados, lo que representa, concluye en este punto, otra señal del implacable avance del militarismo en los países que declaran ser democráticos.

Tales avances, podemos agregar, no implican un desarrollo en la inteligencia de los equipos humanos mismos. Los casos de Irak, Afganistán, Palestina, e incluso Al Qaeda, revelan que los socios de Echelon aún son incapaces de entender más a fondo los mensajes en lengua árabe y la resistencia real de los pueblos musulmanes que desde hace décadas insisten en invadir y someter.

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