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México D.F. Viernes 7 de mayo de 2004

Leonardo García Tsao

El Caudillo, el Potrillo y el Pillo

Queda bastante claro que cualquier semejanza entre Zapata, el sueño del héroe y la realidad histórica es pura coincidencia. En el sitio de la Internet de la película (zapatathemovie.com, of course) se advierte que "no pretende ser una cátedra de historia sino una fábula..." Y el propio director, Alfonso Arau, aceptó haber violado la historia para conseguir un "niño muy bonito".

Como todo producto de un ultraje, Zapata es más bien un niño bastardo, resultado de un proyecto que tuvo diversas encarnaciones, dependiendo de qué lado soplaba el oportunismo. En un momento iba a ser una producción hollywoodense protagonizada primero por el francés Vincent Pérez y luego el español Antonio Banderas. Cuando no resultó la inversión gringa (Ƒpor qué habrá sido?) Arau anunció un proyecto indigenista hablado enteramente en náhuatl. Finalmente quedó la actual versión, en la cual Alejandro Fernández interpreta al héroe, y el productor ejecutivo es Angel Isidoro Rodríguez, alias El Divino (personaje tan ajeno al ideario de Emiliano Zapata que es como si el Opus Dei financiara una biopic sobre Karl Marx.)

En efecto, la película no pretende la recreación fiel de los hechos sino juega la carta del simbolismo, partiendo del concepto dudoso de que el personaje titular era una rencarnación de Cuauhtémoc. Carente del menor impulso dramático, Zapata se agota en una serie de viñetas en las que el héroe se enfrenta a Victoriano Huerta (Jesús Ochoa), su antagonista desde la infancia; o enamora a Josefa (la venezolana Patricia Velásquez) y a Esperanza (Lucero), una cantante española, a su vez amante de Huerta. En sus momentos de duda, es auxiliado por un trío de chamanas que funcionan como las hadas madrinas de la Cenicienta. (Por si no fuera evidente, cada expresión del lado místico de Zapata es anunciada por una orgía de teponaztles, cascabeles y chirimías en la banda sonora).

La libre interpretación de la historia es una de tantas licencias que otorga la ficción cinematográfica. Cineastas ingleses como Ken Russell o Derek Jarman han jugado libremente con el género biográfico. Y al margen de las distorsiones históricas de cintas como Mahler (1974) o Caravaggio (1986), por ejemplo, nadie cuestiona la inventiva visual de sus respectivos autores. Arau, en cambio, no es un cineasta sino un farsante que no sabría ni cómo dirigir moscas a un estercolero.

La pretensión desmedida es lastimosa cuando no viene apoyada de talento. Y cada secuencia de Zapata rivaliza con la siguiente para establecer cuál es la más ridícula. Ahí se dan el quién vive el nacimiento del caudillo, en una especie de Belén indígena; el dominio mental de Zapata sobre los caballos (cual Señor de las Bestias); el desempeño de Huerta como el agente judicial más torvo de Morelos; el heroico rescate ejecutado por unas tiples/soldaderas; el concurso de albures durante el desayuno con Villa, presidido por Carmen Salinas; el himno nacional entonado por los zapatistas tras la toma de Cuautla; o toda la secuencia alucinante hacia el final en que Zapata aparece buceando en Tulum y combate a Huerta convertido en doble. Vaya, la impudicia de Arau es inagotable. El único tema escamoteado en todo ese muestrario de mamadas es la trascendencia ideológica de Zapata, nada menos.

Los intentos metafóricos del realizador y guionista son igual de lamentables puestos en palabras. Así tenemos a Eufemio Zapata (Jaime Camil, con bigotes postizos a lo Agallón Mafafas) afirmando que "él (su hermano) es la lluvia, yo soy el charco". O a uno de los apóstoles zapatistas proclamar que "un revolucionario sin armas es como un taco sin tortilla". Tampoco ayuda el amateurismo de algunos de los actores -El Potrillo y Lucero, sobre todo, aunque Camil no es precisamente profesional- aunque, la verdad, nadie podría pronunciar ese tipo de diálogos con convicción.

Varios reseñistas se han sentido obligados a elogiar a Vittorio Storaro por puro reflejo condicionado. En realidad, el trabajo sobresaliente del fotógrafo italiano es cosa del pasado. Sus colaboraciones recientes con Carlos Saura y el propio Arau han mostrado una tendencia al efectismo, a iluminar con luces propias de una discoteca. En Zapata Storaro ha sido el principal responsable de darle el toque kitsch a la pretendida estilización de Arau. La mayoría de las veces confiere un viscoso tono ocre a las imágenes, cuando no consigue cromos de especial cursilería. Esa imagen de Zapata cantándole a Josefa sobre un caballo, con los volcanes de fondo, es digna de colgar en cualquier vulcanizadora.

No podía ser de otra manera. Si el arte del cine consistiera en embaucar a la gente, Alfonso Arau sería Orson Welles. Pero Zapata, el sueño del héroe no alcanza la categoría de película, ni siquiera la de churro. Es básicamente un fraude.

 

ZAPATA, EL SUEÑO DEL HEROE

D y G: Alfonso Arau/ F. en C: Vittorio Storaro/ M: Ruy Folguera/ Ed: Carlos Puente/ I: Alejandro Fernández, Patricia Velásquez, Lucero, Jesús Ochoa, Jaime Camil/ P: Zapata Dreams. México, 2004.

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