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México D.F. Lunes 24 de mayo de 2004

Hermann Bellinghausen

Lobos bajo la lluvia

Volvimos a la mina por las hachas, que olvidamos a propósito pero al alcanzar el bosque habíamos comprendido que machetes y brazos no bastarían para abrirnos paso. La vegetación tupida de esa parte estaba atravesada por gruesos brazos de ceibo, lianas añejas y troncos caídos al cieno desde los siglos que aguantaron en pie.

Llovía. Las semanas en la mina no dejó de llover. Ahora, condenados al aire libre, no nos preocupaba cubrirnos, y entre más ligera la ropa, mejor. Con proteger la carga. La mula, como nosotros, echaba mano de sus limitadas dotes anfibias para avanzar.

Al aproximarnos a la boca de la mina, una andanada de rugidos hambrientos alarmó a la gente. Los lobos habían ocupado la mina como cubil apenas nos retiramos, hará tres días. Iban a defender sus recién ganado territorio.

-Los lobos no atacan bajo la lluvia -dijo Vargas sin ningún fundamento. Su intención era tranquilizadora, pero sabíamos que, con hambre, un simple diluvio no los detiene.

-Olvidemos las hachas -propuso uno de los ayudantes.

De nada serviría ya. Las bestias nos habían oteado. En cualquier momento saldrían tras nosotros.

-Mejor esperamos aquí -dije, pensando que podríamos prepararnos para mitigar nuestra desventaja un algo.

Vargas protestó, con menos razón que miedo, pero los demás estuvieron de acuerdo. Además, necesitábamos las hachas para salir de allí. Estábamos obligados a enfrentar los animales e ingresar al socavón. Entre once contamos tres pistolas (de Tenorio, Vargas y un servidor) y dos escopetas de los ayudantes. Los demás, machetes. Juntamos piedras. Trepamos la carga en un abigarrado arbusto.

Resbalando a causa del agua que corría por nuestros cuerpos y la corteza de los árboles que escalábamos, ganamos altura. Entonces bajé para amarrar la mula y ponerle una red en la panza. Los ayudantes la izaron hábilmente en las lianas. Patas al aire, se veía tan ridícula la bestia, y furibunda.

Los lobos se dieron tiempo, y con eso nos lo dieron. Después, su ataque fue súbito. Una manada entera, los desgraciados. El doble nuestro.

Calculamos bien los disparos. A la primera descarga tumbamos cinco, y a la segunda los lobos se detuvieron, espantados. Ya arañaban los primeros los árboles, y una hembra inmensa ladraba hacia la mula como aullarle a la luna.

Todavía les dimos a otros tres antes de que huyeran, uno de ellos chillando, herido de una pata.

Bajamos y bajamos a la mula. Entré a la mina con Tenorio, en una mano una lámpara, en la otra la pistola. Por si encontrábamos lobos rezagados. Y sí encontramos uno en un rincón, pero demasiado asustado, así que no le hicimos nada.

Enfundamos las pistolas para coger dos hachas cada uno y salimos de la mina. Bajo el aguacero, la expedición no esperaba, lista de nuevo. Los ayudantes remataban un lobo herido. A machetazos.

El aire olía a sangre. A perro mojado. A sudor de hombres. A mierda de mula. Vargas propuso refugiarnos en la mina y esperar que escampara.

-Estás loco, nunca va a dejar de llover -dijo Tenorio. Echamos a andar todos sin siquiera molestarnos en expresar nuestro consenso.

Cruzar el bosque. Salir de la sierra. A las primeras de cambio se le cayeron los lentes a Vargas y se hicieron pedazos. Lo montamos en la mula para que no estorbara. Pobre, nada más eso le faltaba para ser la botana de un grupo de hombres exaltados por el peligro.

Y sí, salimos de allí y de la sierra. Por eso es que orita les puedo contar. Obvio.

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