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México D.F. Domingo 6 de junio de 2004

MAR DE HISTORIAS

Verde

Cristina Pacheco

Entre la familia, los amigos, los vecinos no había una sola persona que pudiera entender el hecho de que mi hermana Blanca fuese capaz de oír pero no de hablar.

Los doctores consultados por mis padres tampoco lograron explicarse aquella fractura entre el oído y la boquita de Blanca. Vivíamos pendientes de los movimientos de sus labios tiernos y sonrosados. ''Parece que nos quiere decir algo'', aseguraba mi padre. Al cabo de inútiles minutos de espera, mi madre le pedía a mi hermanita, en el tono más humilde y más tierno, que dijera algo; pero Blanca sólo le regalaba una sonrisa o un bostezo.

Desde luego yo también ansiaba que Blanca se decidiera a salir de su extraño silencio. Eso me hubiera liberado de un deber que acabó por resultarme fastidioso. A diario, al concluir mi tarea, debía sentarme frente a la niña y articular muy despacio, como si la escena estuviera proyectándose en cámara lenta, palabras cortas: mamá, papá, nena, leche, agua, mesa.

Para Blanca el ejercicio también era cansado y terminaba por dormirse con la boquita entreabierta. Yo se la abría, suavemente para no despertarla, con la esperanza de encontrar el obstáculo que le impedía a Blanca decir cualquier palabra. Mis auscultaciones resultaban inútiles.

La extraña situación de mi hermana era discutida en el barrio. Después de algún cónclave, nuestras vecinas se acercaban a mi madre para darle la receta de un té, una cataplasma o un ejercicio que pudiera rescatar de su silencio a mi hermanita. Socorro, la portera del edificio vecino, llegó a proponerle que pusiera en el cuarto de Blanca una jaula con dos zenzontles: ''Son ángeles. Sus gorjeos son palabras. Quién quita y se le antoje a la niña imitarlos''.

Cuando todas las recetas fracasaron, mi madre decidió poner en práctica la última. Antes de comprar los zenzontles consultó con el médico. El se negó rotundamente: temía que la proximidad de los animalitos pudiera causarle a Blanca alguna alergia que complicara su situación. Justificó su inquietud citando casos de personas que, por dormir sobre cojines de pluma, contraían urticaria.

II

Aparte de su imposibilidad de articular palabras, mi hermana Blanca era una niñita normal. Se puso a gatear a la edad justa. Ese avance y el brote de su primer diente fueron motivos de esperanza para la familia. Tanto mi padre al regresar del trabajo, como yo al volver de la escuela, lo primero que preguntábamos era si Blanca había dicho algo. La expresión desconsolada de mi madre era la respuesta. Mi padre decidió llevar a Blanquita con otro médico. En la primera consulta el doctor hizo sonar, desde diferentes distancias en relación a mi hermana, toda clase de objetos metálicos. Ante cada uno Blanca giraba la cabeza y reía, señal inequívoca de que escuchaba. ''Entonces Ƒpor qué no habla?'', preguntó mi padre.

La respuesta del médico fue larga y tan incomprensible como la letra con que prescribió gotas, jarabes y pastillas.

Las medicinas debían ser administradas, en mínimas porciones, de día y de noche. Nos volvimos esclavos del reloj.

Las consecuencias de la nueva rutina fueron fatales. Mi padre se iba a su trabajo desvelado y yo me quedaba dormida a media clase. A causa de la tensión y la fatiga mi madre trastocaba el orden de los medicamentos. Sufría pensando que, con esa involuntaria alteración, alejaba a mi hermanita de la normalidad. Blanca adelgazó, se volvió nerviosa y llorona. Volvimos con el médico. Suspendió el tratamiento y aconsejó un cambio de clima: ''Es necesario que la lleven a la playa''.

Fuimos un fin de semana a Veracruz. Mientras yo corría perseguida por las olas, mis padres paseaban a Blanca por la playa con la esperanza de que el calor de la arena desatara el nudo que ahogaba las palabras. Aunque muy breve, el paseo fue maravilloso y benéfico. De regreso, mientras mi padre repasaba capítulos divertidos de nuestras vacaciones, me dediqué a ver mi tesoro de conchitas y mi hermana a dormir en los brazos de mi madre.

De pronto, en un punto de la carretera, apareció una mujer haciendo señas para que nos detuviéramos. En cuanto mi padre se estacionó en el acotamiento, la desconocida se acercó a la ventanilla y le mostró una jaula con un perico: ''ƑMe lo compras? Es limpio y muy obediente. En la casa anda por todas partes y no se escapa; además, es muy platicador''. Para demostrarnos que no mentía, la mujer se dirigió al perico: ''Acércate, Verde; saluda".

El ave soltó un ''buenas tardes'' gangoso y celebró su habilidad con una catarata de graznidos tan fuertes que despertaron a Blanca. Abrió la boca, dispuesta a llorar, pero al ver al perico cambió el puchero por una sonrisa deliciosa. La mujer levantó más la jaula para que mi hermanita pudiera ver de cerca a Verde: ''ƑTe gusta? Dile a tu papá que te lo compre''.

Sin pronunciar palabra, Blanca saltó como si fuera a escapar de los brazos de mi madre. La mujer aprovechó para insistir: ''ƑYa ve cómo le gusta? Cómpremelo. Llevo días sin vender nada. Necesito el dinero. Te lo doy bien barato''.

Mi padre intervino: ''Pues sí, pero no podemos tenerlo en la casa. La niña está enferma y un médico nos dijo que las plumas de los pájaros pueden hacerle daño''. La mujer lo miró extrañada y mi madre reaccionó inesperadamente: ''La señora lleva días sin vender. Vamos a comprárselo''. Hizo una pausa y presionó la mano de mi padre, para evitar su protesta: ''Oíste lo que dijo: el perico es muy platicador''.

Esa tarde, en cuanto entramos, mi madre descolgó la maceta del ''chisme'' para poner en su lugar la jaula de Verde.

III

Verde se metía en su jaula sólo para dormir. Pasaba el resto del tiempo saltando de un mueble a otro, escondiéndose por los rincones o metiendo el pico en la comida.

Al principio, nadie lo reprendía. Le tolerábamos todas sus travesuras a cambio de que mantuviese su parloteo. Era divertidísimo ver a Blanquita sentada en su carreola mientras Verde se descosía
repitiendo frases cortas: ''Nena: šven!'' ''Saluda'', ''Eres bonita'', ''Dame la pata'', ''Voy a cantar'', ''Quiero comer''.

Pasó el tiempo y Blanca no salía de su mutismo, en cambio Verde, aleccionado por mí, amplió su vocabulario cuando me escuchó ensayar la porra de mi escuela. ''A la bío, a la bao'', gritaba, de buenas a primeras, a veces a medianoche. Sólo Blanquita se reía, mientras mis padres se desgañitaban para imponerle silencio al perico.

Un domingo por la mañana, después de una noche infernal, mi padre amenazó con deshacerse de Verde: ''Voy a echarlo a la calle. Aquí sólo ha servido para darnos problemas porque, ya ves, tu hija sigue igual''. Mi madre procuró tranquilizarlo: ''Es demasiado pronto. Vamos a darle una oportunidad''.

La súplica exacerbó la irritación de mi padre. Tomó un vaso y lo arrojó contra Verde. Graznando, el perico voló hasta lo alto del trinchador. Blanquita y yo nos pusimos a llorar, porque nunca antes habíamos visto que nuestro padre reaccionara así.

Mi mamá corrió a tranquilizarnos: ''No se asusten, no pasa nada. Y tú, René, Ƒqué tienes? ƑYa te volviste loco?'' Verde tuvo la ocurrencia de repetir: ''René, loco; René, loco''. Mi padre levantó una silla y en el momento en que iba a estrellarla contra el perico mi hermana gritó: ''No le pegues, es mío''. Todos nos volvimos hacia mi hermanita. Sin llorar, nos miraba sorprendida de su propia voz.

A partir de ese domingo Blanquita se volvió parlanchina; repetía cuanta palabra escuchaba; en cambio, Verde cayó en un mutismo que se volvió quietud, después somnolencia y al fin muerte.

Todo esto sucedió antes de que la locura se adueñara de nuestra realidad.

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