La Jornada Semanal,   domingo 6 de junio  de 2004        núm. 483
Carta abierta
al reverendo
Dr. Hyde de Honolulu

R. L. Stevenson

La saga de Robert Louis Stevenson Balfour va mucho más allá de La isla del Tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Jorge Luis Borges se regocijaba con el Stevenson "irresponsable y magnífico" de Nuevas mil y una noches; disfrutó del estilo "irónico y clásico" del poeta de Edimburgo; apreció su modo de satisfacer una expectativa en forma directa en el verso y resolverla de un modo inesperado y grato en la prosa. Nos dijo también que "la vida de este hombre valeroso fue en buena parte una fuga, un éxodo en busca de salud". Y Borges tuvo siempre a flor de memoria un poema suyo (que no pudo traducir: "no sonaba como el acero en el autor") y empieza con los versos:

Under the wide and starry sky,
Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die
And I laid me down with a will.
Sirve de epitafio a la tumba de Stevenson en Samoa (1850-1894), donde los jefes nativos prohibieron el uso de armas de fuego en la colina donde está enterrado para que las aves pudieran vivir ahí sin sobresaltos. Borges le dedicó su poema "Blind Pew":
A ti también, en otras playas de oro,
te aguarda incorruptible tu tesoro:
la vasta y vaga y necesaria muerte
Graham Greene (Balfour), hijo de una prima directa de Stevenson y lector no menos experto, reivindicó la "injustamente menospreciada" historia Olalla (no menospreciada por su traductor al español, Alfonso Reyes), y señaló que las novelas mayores son las del final de su vida: La caja equivocada, Bajamar, El señor de Ballantrae y La presa de Hermiston, que la muerte dejó sin concluir. Greene no se apartó nunca de El jardín de versos de un niño, y los reflejos de su antepasado aparecen una y otra vez en su propia obra.

George Steiner vio en Stevenson al "último de los narradores puros"; Chesterton lo veneró porque "tomaba lo peor de la fortuna como si fuera lluvia de primavera"; Henry James habló "del lujo, en esta época inmoral, de encontrar a alguien que realmente escribe, que de verdad está familiarizado con este arte encantador". Con su vida y con su muerte, Stevenson alcanza la categoría de mito: "el escritor y su obra –en palabras de Borges–, el soñador y el sueño perduran con pareja intensidad".

Más velada aún está la filípica que Stevenson enderezó hacia el reverendo C. M. Hyde; es un bravo documento sin paralelo en nuestros días, cuando nadie ha dirigido palabras semejantes, por ejemplo, a los que censuraron la que tal vez sea la mayor hazaña social y moral realizada en México en muchísimo tiempo, cuando seres dignos de pena calificaron de "exclusivista" la obra de cuarenta años de don Samuel Ruiz García.

En su filípica, Stevenson se afana en el combate por la imagen de Damián (Joseph de Veuster, Bélgica, 1840-1889). El escritor llegó a Hawaii tres semanas después de la muerte de ese hombre. En Molokai vio y escuchó del gran trabajo que Damián había hecho entre los leprosos, y más tarde en ese año lo impactó leer que se había abandonado la propuesta de un memorial para aquel sacerdote católico, debido a una publicación sumamente difamatoria que escribió un ministro presbiteriano (la misma fe de Stevenson), el reverendo Hyde, de Honolulu, aparentemente irritado por la gloria de Damián. He aquí la carta:
 

RUBÉN MOHENO

Señor: Puede que usted recuerde habernos encontrado y visitado, conversado; de mi parte, con interés. Usted puede recordar que me hizo varias cortesías, por las que yo estaba dispuesto a la gratitud. Pero existen deberes que vienen antes de la gratitud, y ofensas que apartan justamente a los amigos, más aún a los conocidos. Su carta al reverendo H. B. Gage es un documento que, a mi vista, así me hubiera usted llenado de pan cuando estaba hambriento, hubiera atendido usted a mi padre cuando él yaciera moribundo, aún así me habría absuelto de los lazos de la gratitud. [...]

Debo empezar por citarlo en extenso: luego procederé a criticar su declaración desde varios puntos de vista, divinos y humanos, en el curso de los cuales trataré de delinear otra vez, y con mayor especificación, el carácter del santo muerto a quien usted se complació en vilipendiar: una vez hecho eso, le diré a usted adiós para siempre.

Sydney, 25 de febrero de 1890.


Honolulu, 2 de agosto de 1889.

Reverendo H. B. GAGE.

Querido hermano. En respuesta a sus indagaciones sobre el padre Damián, sólo puedo contestar que nosotros que lo conocimos estamos sorprendidos con las extravagantes alabanzas del periódico, como si fuera un muy santificado filántropo. La simple verdad es que era un vulgar hombre sucio, testarudo y fanatizado. No fue enviado a Molokai, sino que fue ahí sin órdenes; no permaneció en el asentamiento de los leprosos (hasta que se volvió uno él mismo), sino circulaba libremente por toda la isla (menos de la mitad de la isla está dedicada a los leprosos), y venía a Honolulu a menudo. No tomó parte en las reformas y mejoras realizadas, que fueron trabajos de nuestra Junta de Salud, como lo requería la ocasión y los medios provistos. No era un hombre puro en sus relaciones con las mujeres, y la lepra que lo mató debe atribuirse a sus vicios y descuidos. Otros han hecho bastante por los leprosos, nuestros propios ministros, los médicos del gobierno, pero nunca con la idea católica de merecer la vida eterna. Suyo, etc., C. M. Hyde.

Del Presbiteriano de Sydney,
26 de octubre de 1889.


Para tratar en forma adecuada una carta tan extraordinaria, debo hacer uso de mi conocimiento privado del firmante y de su secta. [...]

Yo lo concibo a usted como un hombre más allá y por debajo de las reticencias de la civilidad: con la vara que usted mida, con ésa será medido a su vez; con usted, por fin, me regocijo al sentir el seguro del florete y arrojarme gustoso. Y si en todo lo que voy a decir ofendiese a otros, sus colegas, a quienes respeto y recuerdo con afecto, sólo puedo ofrecerles mi pena; no soy libre, estoy inspirado por una consideración de intereses mucho más vasta; y tanto dolor como cualquier cosa mía pueda infligir debe ser ciertamente trivial comparado al dolor con que leyeron su carta. No es el verdugo, sino el criminal, quien trae deshonra a la casa.

Usted pertenece, señor, a una secta (mi secta, creo yo, y ésa en la que se afanaron mis antepasados) que ha disfrutado, y fracasado parcialmente, al emplear una ventaja excepcional en las islas de Hawaii. [...]

Este no es lugar para ahondar en el grado o en las causas de su fracaso, tal como es. Sólo un elemento es pertinente, y debe tratarse aquí con franqueza. En el curso de su llamado evangélico, ellos (o muchos de ellos) se enriquecieron. Puede que sea noticia para usted que las casas de los misioneros son motivo de burla en las calles de Honolulu. Será noticia al menos para usted, que al devolverle su civil visita, el chofer de mi carro comentó sobre el tamaño, el gusto, y el confort de su casa en la calle Beretania. [...]

Pienso que (para emplear una frase suya que admiro) "debe atribuirse" a usted el que usted nunca haya visitado la escena de la vida y la muerte de Damián. Si lo hubiera hecho, y la recordara, y la hubiera visto en medio de sus agradables salones, tal vez incluso su pluma se habría detenido.

Su secta (y recuerde, tanto como cualquier secta lo permite, es la mía) no ha hecho el mal en el reino de Hawaii en un sentido mundano. Cuando cayó la calamidad sobre sus inocentes parroquianos, cuando la lepra bajó y se enraizó en las ocho islas, se tuvo que buscar un QUID PRO QUO. Para esa misión próspera, y para usted como uno de sus ornamentos, Dios había enviado por fin una oportunidad. Sé que aquí toco un nervio sensible en forma aguda. Sé que otros colegas suyos voltean a ver la inercia de su iglesia, y el decisivo heroísmo intruso de Damián, con algo que casi se llamaría remordimiento. Estoy seguro que así sucede con usted; estoy persuadido de que su carta fue inspirada por una cierta envidia, no esencialmente innoble, y el rasgo humano que debe observarse en esa actuación. Usted estaba pensando en la oportunidad perdida, el día ido; aquello que debió haber sido concebido y no lo fue; el servicio debido y no rendido. TIEMPO FUE, dijo la voz a su oído en su agradable salón, cuando estaba usted sentado, escribiendo y rabiando; y si las palabras escritas eran de bajeza sin paralelo, la rabia, me hace feliz repetirlo (es el único elogio que le haré), la rabia era casi virtuosa. Pero, señor, cuando hemos fallado y otro ha triunfado; cuando nos hemos quedado por ahí, y otro ha irrumpido; cuando nos sentamos y nos hacemos voluminosos en nuestras encantadoras mansiones, y un simple campesino tosco penetra en la batalla, bajo los ojos de Dios, y socorre al afligido y consuela al moribundo, y es afectado él mismo a su vez, y muere en el campo del honor; no se puede recuperar la batalla como su desdichada irritación ha sugerido. Es una batalla perdida, y perdida para siempre. En su derrota le quedó a usted una cosa; algunos harapos del honor común; y de ésos se apresuró usted a desprenderse. [...]

Si el mundo lo recuerda a usted en algo, el día en que Damián de Molokai sea nombrado santo, ello será en virtud de un trabajo: su carta al reverendo H. B. Gage.

Usted puede preguntar con qué autoridad hablo. Fue mi inclemente destino ser conocido, no de Damián, sino del Dr. Hyde. Cuando visité el lazareto, Damián se encontraba ya en su tumba de reposo. Pero la información que tengo la reuní en el lugar en conversaciones con aquellos que lo conocieron bien y por mucho tiempo. [...]

Kalawao, que usted jamás ha visitado, acerca de lo que usted nunca se ha empeñado en informarse por sí mismo; porque, breve como es su carta, usted ha hallado los medios para tropezar con esa confesión. "MENOS DE LA MITAD de la isla", dice usted, "está dedicada a los leprosos".

A lo largo de todo su flanco norte, Molokai ("MOLOKAI AHINA", la "gris", elevada, y más desolada isla) hunde un frente de precipicios en un mar de inusual profundidad. Esta hilera de riscos es, de este a oeste, el verdadero final y frontera de la isla. Allí sólo en un lugar se proyecta en el océano, áspera y triangular, herbosa, pedregosa, ventosa, y alzándose en medio una colina con un cráter muerto: de alguna forma el todo guarda con el risco que la sobrepasa la misma relación que una repisa con una pared. Ya con esta pista será usted capaz de destacar la estación de leprosos en un mapa; será capaz de juzgar cuánto de Molokai se halla cortado así entre la marejada y el precipicio, sea menos de la mitad, o menos de un cuarto, un quinto, o un décimo; o, digamos un vigésimo; y la próxima vez que usted se active en forma impresa estará en situación de compartir con nosotros la fuente de sus cálculos. [...]

Cuando bogamos a su orilla una mañana temprano, iban conmigo en el bote dos hermanas, lanzando adioses (en humilde imitación de Damián) a las luces y alegrías de la vida humana. Una de ellas sollozaba en silencio; no pude evitar acompañarla. Si hubiera estado usted ahí, creo que la naturaleza habría triunfado incluso en usted; y cuando el bote tiró tan sólo un poco más cerca, y contemplara usted las escaleras atiborradas con abominables deformaciones de nuestra humanidad común, y se viera a usted mismo desembarcar en medio de población tal que sólo nos rodea a veces en el horror de una pesadilla; ¡qué ojo trasnochado habría girado sobre el hombro reticente hacia la casa de la calle Beretania! De haber seguido adelante; cada cuatro caras habría hallado usted una pústula sobre el paisaje; de haber visitado el hospital y ver los restos de seres humanos yaciendo ahí casi irreconocibles, pero aún respirando, aún pensando, aún recordando; habría entendido usted que el lazareto es una ordalía que encoge los nervios del espíritu de un hombre, incluso cuando sus ojos se atemorizan bajo la brillantez del sol; habría sentido usted que era (incluso hoy) un lugar lastimoso para visitar y un infierno para habitar. No es el miedo a la posible infección. Eso parece poca cosa comparado con el dolor, la lástima, y lo desagradable del entorno para el visitante, y la atmósfera de aflicción, enfermedad y desgracia física en que se respira. No creo ser hombre más tímido que lo usual; pero jamás recuerdo las noches y los días que pasé en aquel promontorio de la isla (siete noches y ocho días), sin gratitud sentida en el corazón por hallarme en otra parte. Veo en mi diario que hablo de mi estadía como una "experiencia trituradora": en una ocasión anoté al margen, "ATORMENTADORA es la palabra"; y cuando el MOKOLII me llevó al fin hacia el mundo exterior, me puse a repetir para mí mismo, con una nueva idea de su preñez, esas palabras simples de la canción:

"Este es el país más desolado que se haya visto jamás."

Y mire: eso que vi y sufrí fue un asentamiento purgado, mejorado, hermoseado; el nuevo pueblo construido, el hospital y la Casa Obispo arreglados con excelencia; las hermanas, el doctor, y los misioneros, todos infatigables en sus nobles tareas. Era un lugar bien distinto cuando Damián llegó ahí e hizo su gran renuncia, y esa primera noche durmió bajo un árbol en medio de su putrefacta cofradía: solo en la pestilencia; y esperando (sólo Dios sabe con qué coraje, con qué lastimosos hundimientos en el miedo), una vida ataviada de llagas y muñones.

Usted tal vez dirá que yo soy muy sensible, que en los hospitales de cáncer abundan vistas tan dolorosas y son confrontadas diariamente por médicos y enfermeras. Hace tiempo que aprendí a admirar y envidiar a los doctores y a las enfermeras. [...]

Por último, no se llama a ningún doctor o enfermera a que entre para siempre en las puertas de ese gehena; no dicen adiós, no necesitan abandonar la esperanza en su triste umbral; a su eminente llamado sólo van por un tiempo, y cuando van, pueden esperar alivio, recreación y descanso. Pero Damián cerró con su propia mano las puertas de su sepulcro.

Ahora extraeré pasajes de mi diario en Kalawao. [...]

"Empiezo a tener una idea de Damián. Parece haber sido un hombre de clase campesina, de tipo campesino ciertamente: astuto, ignorante y fanático, pero con mente abierta, y capaz de recibir y digerir una reprimenda si era administrada con franqueza; extraordinariamente generoso en la cosa más pequeña como en la más grande, y tan dispuesto a dar su última camisa (aunque no sin humano refunfuño) como lo estaba para sacrificar su vida; esencialmente indiscreto y oficioso, lo que lo hacía un colega problemático; dominante en todos sentidos, lo que lo hacía incurablemente impopular con los kanakos, y sin embargo desprovisto de toda autoridad, de forma que sus muchachos se reían de él y debía realizar sus deseos por medio de sobornos. [...]

"Lo mejor y lo peor del hombre aparece muy claro en sus manejos del dinero del señor Chapman; él lo había empleado originalmente [intentado emplearlo originalmente] todo en beneficio de los católicos, y aún así no muy atinadamente; pero luego de una larga, franca plática, admitió su error y revisó la lista. El triste estado de la casa de los muchachos es en parte el resultado de su falta de control; en parte de sus modos desaliñados y su falsa idea de la higiene. Los hermanos funcionarios solían llamarlo ‘El Barrio Chino de Damián’. ‘Bueno’, dirían ellos, ‘su Barrio Chino sigue creciendo.’ Y él reiría de perfecta buena gana, y se adheriría a sus errores con perfecta obstinación. Tanto así de verdad he recogido sobre este sencillo, noble hermano humano y padre nuestro; sus imperfecciones son los rasgos de su cara, por los que lo conocemos como nuestro semejante; nada puede disminuir o anular su martirologio humano y su ejemplo; y sólo aquí en el lugar una persona puede apreciar correctamente su grandeza."

Como usted percibe, he transcrito estos pasajes privados sin corregir; gracias a usted el público los tiene en su franqueza. Casi son una lista de las fallas del hombre, porque es más bien eso lo que yo buscaba: con sus virtudes, con el heroico perfil de su vida, yo y el mundo estábamos bastante familiarizados. Además, yo tenía sospechas del testimonio católico; no en un mal sentido, sino simplemente porque los admiradores y los discípulos de Damián eran los críticos menos probables. Sé que usted tendrá aún más sospechas; y todos los hechos transcritos arriba fueron recogidos de labios de protestantes que se habían opuesto en vida al padre. Sin embargo, o fui engañado en forma extraña, o ellos construyeron la imagen de un hombre, con toda su debilidad, esencialmente heroico y vivo, con tosca honestidad, generosidad, y regocijo. [...]

Algo está mal aquí; o usted o yo. Es posible, por ejemplo, que usted, quien parece tener tantos oídos en Kalawao, haya escuchado del asunto del dinero del señor Chapman, y fuese impactado singularmente por el mal proceder intencional de Damián. A mí también me impactó eso, y lo anoté honestamente; pero mucho más me impactó el hecho de que él tuviera la honestidad de conciencia para dejarse convencer. Puedo decirle aquí que fue un asunto largo; que se sentó con él tarde en la noche uno de sus colegas, multiplicando argumentos y acusaciones; que el padre escuchó con "perfecto buen modo y perfecta obstinación"; pero al final, cuando fue persuadido, "Sí", dijo él, "estoy en gran deuda contigo; me has hecho un servicio; habría sido un robo".

Hay muchos (no sólo católicos) que requieren que sus santos y sus héroes sean infalibles; esta historia será dolorosa para ellos; no para los verdaderos amantes, patronos y sirvientes de la humanidad.

Y yo lo considero a usted, este es un rasgo de nuestra división, como uno de ésos que tienen ojos para las faltas y los fracasos; que a usted le da placer hallarlos y publicarlos; y que, una vez hallados, se da prisa en olvidar las virtudes encubiertas y el verdadero éxito que presentaron sólo para conocimiento de usted. Es una peligrosa ventana de la conciencia. Para que pueda usted entender cuán peligrosa, y a qué circunstancia le he traído ya, iremos nosotros (si gusta) de la mano por las diferentes frases de su carta, y examinaremos con franqueza cada una desde el punto de vista de su verdad, su aposición, y su caridad.

Damián era VULGAR.

Es muy posible. Usted nos hace sentir lástima por los leprosos, que sólo tenían a un vulgar campesino por amigo y padre. Pero usted, que era tan refinado, ¿por qué no estaba ahí para consolarlos con las luces de su cultura? O puedo recordarle que tenemos razones para dudar que Juan el Bautista fuera gentil; y en el caso de Pedro, sobre cuya carrera usted sin duda ha hablado favorablemente en el púlpito, ¡de seguro que era un pescador "vulgar, testarudo"! Pero se le llama santo incluso en nuestras Biblias protestantes.

Damián era SUCIO.

Lo era. ¡Piense en los pobres leprosos molestos con este sucio camarada! Pero el limpio Dr. Hyde estaba con su comida en una buena casa.

Damián era TESTARUDO.

Creo que tiene razón otra vez; y agradezco a Dios por su testarudez de mente y de corazón.

Damián estaba FANATIZADO.

Yo no simpatizo con los fanáticos, porque ellos no simpatizan conmigo. ¿Pero qué se entiende por fanatismo, que debamos verlo como mancha en un sacerdote? Damián creía en su propia religión con la simplicidad de un campesino o un niño; como podría haber supuesto yo que lo haría usted. Por eso lo percibo a él un poco extraviado; y de haber sido ésa su única personalidad, lo habría evitado en vida. Pero el punto de interés en Damián, que ha hecho que se hable tanto de él, y al final lo hizo tema de su pluma y de la mía, fue eso, su fanatismo, su fe intensa y estrecha, forjada para bien con potencia, y dándole fuerza para ser uno de los héroes del mundo y ejemplo.

Damián NO FUE ENVIADO A MOLOKAI, SINO QUE FUE AHÍ SIN ÓRDENES, ETC.

¿Estoy leyendo mal? ¿O de verdad cree usted que con estas palabras señala una culpa? Yo he escuchado de Cristo, en los púlpitos de nuestra iglesia, que se le toma como ejemplo sobre la base de que Su sacrificio fue voluntario. ¿El doctor Hyde piensa diferente?

Damián NO PERMANECIÓ EN EL ASENTAMIENTO, ETC.

Es verdad que le permitieron muchas indulgencias. ¿Debo entender que culpa al padre por beneficiarse de ellas, o a los funcionarios por otorgárselas? En cualquier caso, es una regla muy espartana para medir desde la calle Beretania; y estoy convencido que hallará usted pocos partidarios.

Damián NO TOMÓ PARTE EN LAS REFORMAS, ETC.

Creo que incluso usted admitirá ya que he sido franco en mi descripción del hombre al que defiendo [...]. Pero seré más franco aún, y le diré que tal vez en ninguna parte del mundo pueda un hombre probar más placentera sensación de contraste que cuando pasa del "Barrio Chino" de Damián en Kalawao a la hermosa Casa Obispo en Kalaupapa [...].

Lo he llevado a usted suficientemente lejos para encontrarlo en un terreno de hechos común, y para decirle que a una mente no prejuiciada por los celos, todas las reformas del lazareto, e incluso aquellas a las que se opuso con más vigor, son precisamente la obra de Damián. Son la evidencia de su éxito; son lo que provocó heroísmo en el reticente y el indiferente. [...] Antes de él, incluso usted aceptará, habían hecho poco. Fue su papel, por un acto de impactante martirologio, apuntar los ojos de todos los hombres hacia ese desconcertante país. De golpe, y a costa de su vida, hizo el lugar ilustre y público. Y eso, si usted lo considera lo suficiente, fue una reforma necesaria, preñada de todo lo que triunfaría. Trajo dinero; trajo (de todas ellas la mejor suma individual) a las hermanas; trajo supervisión, porque opinión pública e interés público desembarcaron con ese hombre en Kalawao. Si alguna vez un hombre trajo reformas, y murió por traerlas, ése fue él. No hay una toalla o taza limpia en la Casa Obispo, que el sucio Damián no haya lavado.

Damián NO ERA UN HOMBRE PURO EN SUS RELACIONES CON LAS MUJERES, ETC.

¿Cómo sabe usted eso? ¿Es ésa la naturaleza de la conversación en la casa de la calle Beretania que el cochero envidia al pasar?, ¿detalles picantes del mal comportamiento del pobre sacerdote campesino, afanándose bajo los riscos de Molokai?

Muchos han visitado la estación antes de mí; no parece que hayan oído el rumor. Cuando estuve ahí escuché muchas historias impactantes, porque mis informadores eran hombres que hablaban con la simpleza del laico; y escuché muchas quejas de Damián. ¿Por qué no se mencionó eso nunca? ¿Y cómo llegó hasta usted en el retiro de su salón clerical?

Pero ni siquiera debe parecer que lo engaño. Este escándalo, cuando lo leí en su carta, no era nuevo para mí. Lo había escuchado una vez antes, y debo decirle cómo. Vino a Samoa un hombre de Honolulu; él, en un bar sobre la playa, ofreció la afirmación de que Damián había "contraído la enfermedad por tener conexión con las mujeres leprosas"; y encuentro alegría al decirle cómo fue recibido el reporte en el bar. Un hombre se incorporó de un salto; no estoy en libertad de decirle su nombre, pero por lo que escuché, dudo que usted pudiera recibirlo a cenar en la calle Beretania. "Tú, pequeño miserable __ "(aquí hay una palabra que no me atrevo a transcribir, tanto impactaría sus oídos). "Tú pequeño miserable __," gritó, "si la historia fuera mil veces cierta, ¿no puedes ver que tú eres un millón de veces más bajo __ por atreverte a repetirla?" Deseo que se pudiera decir de usted, que cuando llegó el reporte a su casa, tal vez después de la adoración familiar, hubiera encontrado usted suficiente ira santa en su alma para recibirla con las mismas expresiones; ay, incluso con aquella que no me atrevo a transcribir; no habría sido necesario borrarla, como el juramento del tío Toby, con las lágrimas del ángel testimonial; habría contado a su favor por su brillante rectitud. Pero usted escogió deliberadamente el papel del hombre de Honolulu, y lo ha representado con mejoras propias. El hombre de Honolulu; miserable, maliciosa criatura, comunicaba el cuento a una ruda cuerda de vagabundos en un bar, donde (hasta ahí acordaré con sus temperadas opiniones) el hombre no siempre saca de sí lo más noble; y el hombre de Honolulu también había estado bebiendo; bebiendo, podemos suponer caritativamente, en exceso. Fue a su "Querido hermano, reverendo H. B. Gage", que escogió usted para comunicar la nauseabunda historia; y el listón azul que adorna su corpulento regazo me impide concederle el argumento absolutorio de que estaba usted ebrio cuando hizo eso. Su "querido hermano" (un hermano en verdad) se apresuró a entregar su carta (como un medio de gracia, tal vez) a los periódicos religiosos; donde, luego de muchos meses, la encontré y leí y me maravillé con ella y la he reproducido ahora para maravilla de los demás. Y usted y su querido hermano han construido, por medio de este ciclo de operaciones, un contraste muy edificante para examinarlo en detalle. Por un lado, el hombre al que usted no se atrevería a recibir a cenar; por el otro, el reverendo Dr. Hyde y el reverendo H. B. Gage: el salón del bar en Apia, la mansión de Honolulu.

Pero temo que usted apenas pueda apreciar cómo aparece ante sus prójimos; y para llevarla a su casa, supondré que su historia es verdadera. Yo supondré (y Dios me perdone por suponerlo) que Damián falló y tropezó en su angosto sendero del deber; supondré eso, en el horror de su aislamiento, tal vez en la fiebre de la enfermedad incipiente, él, que estaba haciendo mucho más de lo que había jurado, falló a la carta de su juramento sacerdotal (él, que era un hombre mejor que usted o que yo, que hizo lo que nosotros no nos habríamos atrevido a soñar) él también demostró nuestra fragilidad común. "¡O, Yago, lástima de eso!" El menos tierno debería conmoverse hasta las lágrimas; el más incrédulo hasta rezar. ¡Y todo lo que usted pudo hacer fue escribir su carta al reverendo H. B. Gage!

¿Le va quedando a usted clara qué imagen dibujó usted de su propio corazón? Trataré de hacerla aún más clara. Usted tuvo un padre: suponga que esta historia fuera sobre él, y un informante la llevara a usted, prueba en mano: ¿no estoy haciendo una estimación demasiado elevada de su naturaleza emocional cuando supongo que usted lamentaría la circunstancia? ¿Que usted sentiría esa historia de fragilidad en forma más aguda porque avergonzaba al autor de sus días? ¿Y que la última cosa que usted haría sería publicarla en la prensa religiosa? Bueno, el hombre que trató de hacer lo que Damián hizo, es mi padre, y el padre del hombre en el bar Apia, y el padre de todos los que aman la bondad; y él era su padre también, si Dios le hubiera dado la gracia de verlo.
 
 

Traducción y abreviación
de Rubén Moheno