LETRA S
Julio 1 de 2004
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Editorial

Finalmente, el rompecabezas de la pandemia de sida se ha completado. Hacía falta la pieza clave que explicara su veloz expansión por todo el orbe en tan sólo unos cuantos años. La pregunta del porqué se propagó de manera tan explosiva un virus que no es contagioso como los virus de la gripe, y que para su transmisión necesita de un vehículo conductor no había sido satisfactoriamente respondida. El hecho de que la vía sexual sea la forma de transmisión más común del virus no explica el inicio tan expansivo de la pandemia. Sobre todo porque esa vía no es un mecanismo de transmisión tan eficaz como la vía sanguínea.

Si bien se ha documentado profusamente el papel de las transfusiones y en general de la transmisión sanguínea del VIH en su diseminación, existe un factor en el que no se ha insistido mucho y que, presumiblemente, se ha tratado de ocultar.

La explicación que ofrece la doctora Patricia Volkow sobre el papel jugado por el comercio internacional del plasma, y en particular de los centros de plasmaféresis privados, en la diseminación del virus por el mundo y su introducción en determinadas poblaciones suena muy convincente. Los lugares más afectados del planeta coinciden con aquellos donde se establecieron estos centros de recolección de sangre pagada donde, a su vez, fueron infectados la mayoría de los donadores de plasma remunerados y, como una reacción en cadena, los receptores de ese plasma contaminado, y en otro eslabón de la misma cadena, sus parejas sexuales.

Los intereses millonarios de la pujante industria fraccionadora de plasma se impusieron en muchos países y esos centros continuaron abiertos o se abrieron en otros lugares sin la adecuada supervisión. Por ello, la recomendación de la Organización Mundial de la Salud, expresada el pasado 13 de junio, de recolectar sangre y plasma sólo de donantes voluntarios y no remunerados para garantizar su seguridad, debiera ser atendida de inmediato.