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C A P I T A L
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México D.F. Domingo 4 de julio de 2004

Angeles González Gamio

Los cien de Novo

Hace 100 años nació en la ciudad de México Salvador Novo; criado en Torreón, Coahuila, habría de convertirse en uno de los grandes cronistas de la capital. Cursó la preparatoria en San Ildefonso e hizo estudios superiores en la Universidad Nacional. Junto con José Gorostiza, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet y Enrique González Rojo, entre otros, formó el grupo literario conocido como Los Contemporáneos.

Fue amigo cercano de Antonieta Rivas Mercado, la intelectual y mecenas que se suicidó en la catedral de Notre Dame, en París, con quien creó el teatro Ulises, ubicado en una casona en la calle de Mesones, donde fue traductor de obras extranjeras, director y actor. Seguramente aquí se sembró la semilla que años más tarde lo llevó a fundar su teatro De la Capilla. Fue profesor de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria, y de historia del teatro en el Conservatorio Nacional de Música; desempeñó diversos cargos oficiales en dependencias públicas.

Fue extraordinariamente fecundo como periodista y en todos los géneros literarios: ensayo, poesía, crónica y dramaturgia. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, a su muerte dejó 10 becas de 40 mil pesos cada una, para jóvenes mexicanos que se interesaran en estudiar alguno de las especialidades literarias.

Una de sus obras más gozosas e interesantes es la Historia gastronómica de la ciudad de México. En ella, el cronista entreteje textos sobre el tema, de autores selectos, con sus propias opiniones, expresadas en magnífica prosa y con su infaltable sentido del humor. Describe así la rutina del macehual: "En la frescura del alba, al canto ritual de los pájaros que saludaran la reaparición de Tonatiuh, el macehualli, reciamente desnudo excepto por el maxtle, saltaría del petátl, ataría sus cactli, se cubriría con su tilmatli e iría a iniciar sus labores del campo: desflorar con la coa la tierra, eyacular en ella el grano de la mazorca vuelta rosario en pétalos desgajados por la mano de su mujer. Cuando el sol calentaba, una pausa: el coffe break de los macehualtin modernos en sus rascacielos, en sus oficinas; la xicalli de atolli sorbido a tragos lentos, sentado en cuclillas al borde de la sementera, de la milpa futura".

Con enorme encanto describe los alimentos indígenas: la tortilla, los frijoles, el nopal, el aguacate, el aguamiel y el pulque, el chocolate, los chiles, tomates y quelites. Se solaza con los banquetes del emperador Moctezuma y resalta su decoro y limpieza. Acude a Fray Bernardino de Sahagún, el notable franciscano que recogió decenas de testimonios que nos permiten conocer las costumbres, creencias y cosmovisión de los antiguos mexicanos. Aquí nos brinda la relación "de las comidas que usaban los señores", que abarca varias páginas e impresiona por la calidad y lo diverso de recetas e ingredientes.

A continuación nos habla del mestizaje culinario, nos lleva por los fogones virreinales, donde se forja la comida mexicana, de la que es admirador y gran conocedor. Del siglo XIX nos brinda la reseña de los cafés, cantinas y restaurantes de comida francesa, que tuvieron enorme auge, entre otras causas por el apego que profesaban Porfirio Díaz y su aristócrata esposa, Carmelita Romero Rubio, a todo lo que provenía de Francia. Cuando llega al sigo XX, expresa su júbilo por poder hablar ya de sus propias experiencias.

Feroz apetito despierta su descripción de las famosas tortas de Armando, de donde era asiduo comensal, sin demeritar su presencia en los que llama "comederos" elegantes, cuya descripción nos proporciona una extraordinaria crónica de sitios y personajes.

Del afamado Ambassadeurs, que se encontraba a un lado del viejo edificio del periódico Excélsior, nos dice: "comer aquí nos deparaba la oportunidad de revolvernos con los apretados como el folklore siempre renovado de la ciudad llama ahora a la crema rancia de la elite de un porfirismo que tuvo sus comederos franceses en Plateros".

Acompañados del libro nos dirigimos a comer una buena torta, prometiéndonos tener cuidado de no bautizarlo con un trozo de aguacate o chile encurtido, que se deslice travieso del popular manjar. Hemos escogido la antigua y traqueteada Casa del Pavo, situada en la calle de Motolinia 40, en el tramo que afortunadamente quedó peatonal y que ya luce pavimento nuevo, árboles y jardineras con coloridos geranios. Como el día está ligeramente lluvioso se apetece, para abrir boca, un consomé con sus aditamentos picaditos: cebolla, chile y cilantro. Imprescindible, la torta de pavo, que puede ser de pechuga, pierna, adobo o carnitas. La comida la ameniza el caballeroso Charal, con su guitarra y voz con mucho sentimiento.

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