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C U L T U R A
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México D.F. Domingo 4 de julio de 2004

La filigrana y el oropel hicieron añorar el Teatro Fantástico de Cachirulo

Aída, el reino del humor involuntario

La dirección orquestal de Enrique Patrón sacó del marasmo a los mismísimos solistas

Chispazo genial de José Solé, director de escena, salvó el numerito entero en Bellas Artes

PABLO ESPINOSA

La noche del primer día de julio, Etiopía, Tebas y Menfis hicieron esquina con el Eje Central, antes Niño Perdido.

En el Teatro de Bellas Artes ocurrió la antepenúltima función de la ópera Aída, de Giuseppe Verdi, la sexta de ocho (hoy domingo y el martes serán las últimas funciones), y eso fue el reino del humor involuntario.

Que una representación mueva a risa loca en lugar de conmover a moco tendido, es de preocuparse. O de desternillarse.

Hacía muchos, muchos años que no se veía en escena una versión operística tan divertida, aunque ese logro sea completamente involuntario.

Que a los milagros juanorolianos de la puesta en escena se añada la grisura del rendimiento vocal, es de alarmarse. Acusa un retroceso porque ya se había avanzado mucho en México en cuanto a las buenas voces y los buenos montajes, imaginativos, creativos, teatrales.

Triste espejo del país que quiere el foxismo: un país de mediocres porque quieren que ignoremos todo, que no se nos enseñe la historia de México y que no se apoye a las artes sino en el discurso.

Aunque, por fortuna, este triste montaje de Aída no resulta del todo representativo junto a los avances que lograron Ignacio Toscano, Sergio Vela y Gerardo Kleinburg en adminstraciones anteriores y actualmente Raúl Falcó recurriendo a montajes pobres en dinero pero ricos en imaginación y renovamiento de los repertorios.

Por lo pronto, la Aída que mantiene llena en esta breve temporada la sala principal del palacio de marmomerengue es una delicia para los operópatas, una tortura para los amarguetas y un privilegio para los melómanos que no se tomen tan a pecho la triste realidad del país en manos de la derecha.

Disfrutemos de una noche en la ópera: la acción se desarrolla en Tebas y Menfis, en la época de los faraones. Pero las columnas escenográficas, los bastoncitos que portan como estandartes los chicos del coro, la filigrana y el oropel, hacen añorar el chocolatote del Teatro Fantástico de don Cachirulo.

Ausencia de buenas voces

''De Etiopía ha llegado un mensajero", canta el coro. Entra el mensajero y en lugar de un etiope, el público se encuentra con un cantante lleno de betún el rostro pero, escaso el presupuesto quizá, no alcanzaron a pintarle las piernas que se quedaron en riguroso amarillo-burócrata-chilango.

Como la escenografía de Aída, una de las reinas del hit parade en Bellas Artes, se quemó en las bodegas de la Agrícola Oriental, la imaginería foxista ideó un sistema ''cibernético" que consiste en una pantalla al fondo del escenario donde se proyectaron imágenes de ''paisajes".

Así, disfrutamos, entre otras postalitas, de un ocaso reproducido en vivo y en tiempo cyber realista que más bien parecía la pared del fondo de una marisquería de San Cosme. Chido, una ópera-kitsch.

Sublime, por cierto, todo el vestuario. La coronación de esta exquisitez que homenajea sin quererlo a Cecil B. De Mile, es el intento de penacho egipcio, o tocado faraónico, o sombrerito de folclor antiguo, que le pusieron al pobre de El rey y que no era ni Troyan ni Sico ni Profam ni Durex ni Bolsa de Bimbo (el condón por antonomasia), sino que era todo un Simi-Condón hecho y derecho, ya que lo que portaba el cantante en la cabeza (que es donde debe de ir, por supuesto) no era un condón, sino un similar de un condón. Además, no era de látex, era de tela. Quizá de la lejana Java. No era tela de la antigua Troya, no. Era tela de Java.

Las cosas mejoraron en el acto. Los cronistas de futbol suelen decir: en el segundo palo. Los de ópera se limitan al segundo acto, aunque una buena ópera consta de cuatro actos cuatro. Atascados que son los melómanos.

Pero las buenas voces ahora sí que brillaban por su ausencia. De toda esa debacle resultaba un prodigio, y no por contraste solamente, el trabajo de iluminación y, sobre todo, el trabajo heroico del director de orquesta que nadaba a contracorriente en el foso.

La orquesta sonó espléndida y la buena dirección de Enrique Patrón de Rueda logró sacar de su marasmo a los mismísimos solistas, que lo estaban dejando morir solo. Pero, como dirían los cronistas deportivos, Enrique siguió un patrón constante (tuya, mía, te la doy, te la presto. Tirititito, donde las arañas cantan su etcétera) de lucha cuerpo a cuerpo, nota contra nota y remó a contracorriente, rodó contra cantantes y rimó correctamente prosodia con línea de canto, balance orquestal, pianissimi con fortissimi.

En un momento sucedió un prodigio. Se abrió el telón, aparecióse una escena incitante, merced a la maestría de Verdi (que te quiero Verdi), y de un chispazo de genio del director de escena, el respetable maestro don José Solé, quien acorde a su estilo clásico, fiel a la ortodoxia, rubricó esta puesta en escena con un par de secuencias que salvaron el numerito entero.

Decíamos que el telón abrióse. Y atrás de mí, una pareja de operópatas dio la voz, unísona, un dúo provídico, de alarma:

-¿Están desnudas? -preguntóse atónito el dúo operópata.

-¡Están desnudas! -afirmóse atávico el dúo dinámico.

-¡¿Cómo?! -afirmóse y preguntóse al mismo tiempo el unísono operópata.

-¡Válgame Dios! -resumió alarmado el dúo.

Aunque la expresión correcta debió ser: ''¡nálgame Dios!''. Porque la puesta en escena del maestro Solé tendió una lunada soleadita (ya que la puesta fue tan involuntariamente surrealista) por Solé: el cuerpo de baile se mostró desnudo y en todo su esplendor. Es decir que las bailarinas (identificadas por los cronistas de danza como ''El cuerpo de baile") se mostraron desnudas. Y estuvieron bien espléndidas.

Siguió el, tan esperado por el entusiasta público, numerito de la hipercelebérrima ''marcha triunfal de Aída" y más cosquillas en las entendederas. Sólo faltaron los pajes de barrio, los danzarines de ocasión que ensayan noches enteras en la vecindad para el quinceaños de la vecina.

Miseria contrastante, hasta en la ópera

La mera verdad no estuvo tan mal artísticamente, además de sumamente divertido. Y como ya era mucha dosis de la risa en vacaciones, la (dirían sospechosamente los cronistas médicos y deportivos) recta final salvóse, merced a que Patrón de Rueda había hecho girar y girar, rodar y rodar, a base de certeros batutazos, el buen ritmo de las cosas y hasta el lujo se dio de dirigir el clic clic clic de un célebre fotógrafo que cumplía su orden de trabajo diligente en un palco y logró, el director de orquesta, no el fotógrafo, que los cantantes se aplicaran en su concentración y concluyeran dignamente el cuarto acto, que consiste gracias a la obra maestra de Verdi en lo que el maestro melómano Alvaro Mutis ha bautizado bellamente como Un bel morir, y que en la puesta en escena del primer jueves de julio consistió regaladamente en un obsequio postrero, y ese sí para nada involuntario, destinado al melómano esforzado que así como la puesta en escena como decía una cosa decía otra, tuvo un chiste visual distinto en cada acto para reírse todos los actos, pero a la meritita hora del final eso se puso gloriosamente operístico.

La moraleja final la dieron otras notas lastimeras, ahora a cargo de los cilindreros de afuera de Bellas Artes al término de cada función.

Una corbata presidencial, uno solo de los atuendos matrimoniales de Los Pinos, alcanzaría para tantas cosas buenas en México. En cambio, hasta en la ópera se muestra la miseria contrastante en que está sumido el país.

Pobre Aída, tan lejos de Egipto y tan cerca del foxismo.

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