Ojarasca 87  julio de 2004

La sal anida imperceptiblemente en las comisuras de los ahogados. En el herrumbroso casco hundido de los barcos que jamás llegaron. En los arrecifes que abofetea la palidez pacífica del océano con la espuma de sus brazos más altos.

La sal se adhiere a la piel de los pescadores; se les pone de gallina al recibir la brisa de la tarde, cuando sus pectorales pierden temperatura y las gaviotas rondan a ver qué roban de las redes.

La sal rebosa el buche del pelícano guardián que en la quilla ahuyenta a los ladrones. La sal y el alimento fresco que desembuchará para sus crías cuando alcance el alto nido entre las rocas.

La sal se asienta en la plana extensión blanquísima de la salina. Un grupo de mujeres con morrales martilla los bloques y extrae del cristal golpes secos. Los dedos, las uñas, las comisuras se les llenan de sal.

Esa noche, a la luz de una hoguera pelirroja, los hombres ofrendan a las mujeres los moluscos de la cosecha diurna, y ellas ponen a los pies de los hombres los grandes bloques de sal que, sudando, arrebataron a la Tierra.

No lejos nadan hacia el golfo de Baja California las ballenas y las orcas. Si la noche es clara, se escucha en la playa su canto de nostalgias árticas. Si la noche es clara, las fosforecencias por contraste anegran más los doscientos metros de profundidad de la espesa masa de agua.

Los niños corren en zig zag a grandes risas, con la excitación curiosa que antecede al sueño. Los ancianos murmuran los nombres de sus muertos, y a los ahogados les componen coplas. Dos muchachas esbeltas cargan ruborizadas desde el villorio hasta la congregación frente a la hoguera la efigie de la morena diosa de la sal, pulida en palo fierro, casi dura como roca.

Un pescador alto y bastante joven auxilia a las dos muchachas en el acto de arrodillarse para orar. El jefe de la tribu exhibe a la luz de las llamas su cuchillo tiburonero, símbolo de la victoria sobre otro día más.

Los hombres de edad beben hasta embriagarse. Los jóvenes fuman hierba y sacan a bailar a las doncellas. Las madres dormitan junto a los braceros que traen para las tostadas rebosantes de camarón asado. Los niños duermen sobre los rebozos como escudos de bandera.

Las ballenas se alejan con su canto. Cuando lleguen a su destino detendrán sus vientres en un mar quieto, fecundadas. Quedan el comal y su reflejo en el cielo y el mar, en la luna que sube, riela y anima esta estampa seri.
 


***

¿En qué de lo viejo del mundo reside lo nuevo? Comprobado queda por los días corrientes que lo nuevo caduca tan aprisa que antes de ser viejo ya es inútil. Caricatura de qué se ha convertido la actividad de las figuras públicas en el país. Si de un drama se trata, tales figuras rayan lo cómico, peligrosamente trágicas. Este drama ingente. por supuesto, alberga otros roles en los que se desperdiga la historia. A quienes la hacen propia, los sociólogos y los programas asistenciales los llaman "actores sociales". Se les desprecia, niega y desconstruye, pero representan los papeles principales y son los que dan vuelta definitiva a las páginas de la Historia.

Acostumbrados por la modernidad a considerar anacrónicas e indeseables a las tradiciones, olvidamos que buena parte de la mejor riqueza que todavía nos hace viables como nación reside en los pueblos originarios, en sus tradiciones solidarias siempre perfectibles, capaces de transformarse y adaptarse sin perder su consistencia. Así sobreviven. Hasta ahora nadie, ni la iglesia católica, ni el PRI (ni en su momento la corona española y las dictaduras del siglo XIX) ha obtenido mejores resultados de permanencia que los pueblos originarios.

La elástica, meticulosa, definida y segura estrategia del caracol de tierra. Los pueblos que saben mirar atrás no desaparecen. Con todo en su contra, sobreviven. Habrá quien diga "de que les sirve durar, si están jodidos". Pero están. Y por cierto, ni tan jodidos.
 
 

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