344 ° DOMINGO 25 DE JULIO DE  2004
Perfil de un ex presidente indiciado
Echeverría,
la historia ya lo juzgó,
¿y las leyes?

Jesús Ramírez Cuevas

Defendido hoy por su partido –el PRI– como un hombre que salvó a la patria, a Luis Echeverría Alvarez lo persigue la historia. Como secretario de Gobernación señaló a Gustavo Díaz Ordaz como único responsable de la represión en 1968; Presidente de la "apertura democrática", acusó a sus subordinados por la matanza del 10 de junio de 1971; siendo jefe de Estado ordenó acabar con la guerrilla incluso mediante métodos ilegales. Fue un mandatario que sedujo a intelectuales y opositores, "partidario" de las causas nobles del mundo y aspirante frustrado al Premio Nobel de la Paz; defendía la libertad de expresión mientras silenciaba a sus críticos. En suma: el político populista que encarnó las debilidades y fortalezas de un régimen sostenido por la impunidad y
el autoritarismo
 
 
    Fotografía: La Jornada/
Jesús Villaseca
LUIS ECHEVERRIA–presidente de México entre 1970 y 1976– ha sido un político y un mandatario que encarnó, como pocos, los principales rasgos del sistema político que dominó el país durante más de 70 años.

Fue el tlatoani por antonomasia en su gestión, el retrato vivo del presidencialismo mexicano. Autoritario por vocación; populista y demagogo hasta lo insufrible; megalómano a niveles planetarios; político con discurso democrático y prácticas represivas; encantador de intelectuales, defensor de la libertad de expresión y, al mismo tiempo, censor de la crítica. Anunció la “apertura democrática” mientras autorizaba la represión y la guerra sucia contra la guerrilla y la oposición. En su libro Los Presidentes, Julio Scherer describe: “Echeverría buscó el poder sin límite”.

Opositores de izquierda como Heberto Castillo lo calificaron de “represor”, “simulador” y “farsante” (y como ahora se sabe, de “agente de la CIA”). Los empresarios lo consideraban “populista” y “falso”. La derecha, “agente del comunismo internacional”. El presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien lo nombró su sucesor, lo consideró hasta el final “traidor” y “desleal”. Todos asocian su gobierno con la inmoralidad, las traiciones y a la corrupción.

Calificado de mesiánico y señalado por sentirse más grande que el país, como lo confirman sus innumerables viajes por el mundo, Echeverría se reunió lo mismo con el general Charles De Gaulle que con Mao Tse Tung, Fidel Castro o Salvador Allende. Con su camiseta tercermundista intentó liderar a los países pobres, logró la aprobación de la Carta de Derechos y Deberes de los Estados en la ONU, y aspiró al Premio Nobel de la Paz y a la secretaría general del máximo organismo mundial.

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Fotografía: Archivo Histórico
de la UNAM
Sin embargo, de manera inexorable, el pretendido olvido oficial impuesto por décadas no logra borrar la memoria nacional y ha hecho que el nombre de Luis Echeverría esté asociado a algunos de los episodios más oscuros de la historia reciente de México: la matanza en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968; el ataque del grupo paramilitar Los Halcones a la manifestación estudiantil el 10 de junio de 1971; la guerra sucia, por ilegal y brutal, del gobierno contra la guerrilla. Sin olvidar el golpe a Excélsior, entonces (1976) el periódico más importante del país.

Nacido en 1922, Luis Echevarría fue un burócrata que cumplió con celo las reglas del sistema y con entrega exagerada las órdenes de sus superiores. Abogado por la UNAM, como la mayoría de los mandatarios priístas, hizo de todo: secretario de prensa y oficial mayor del PRI; presidente de la Comisión Federal Electoral; oficial mayor de la SEP, subsecretario de Gobernación con López Mateos, secretario de Gobernación con Gustavo Díaz Ordaz. A la sombra de sus jefes logró escalar a la cumbre y llegar a la Presidencia de la República sin haber obtenido antes un cargo de elección popular.

Desde el principio de su gobierno buscó deslindarse de su antecesor y anunció una “apertura democrática”. La represión del 68 y después, del 71, justificó las acciones armadas de grupos guerrilleros rurales (Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en Guerrero) y urbanos (particularmente, la Liga Comunista 23 de Septiembre), a los que Echeverría combatió ferozmente después de intentar cooptarlos. Con la oposición fue un maestro del adagio: “Corrompe y vencerás”.

El ingeniero Heberto Castillo, preso del movimiento estudiantil y opositor incansable al echeverrismo, escribió en 1979: “Luis Echeverría se empeñaba en hablar de ‘apertura democrática’ en tiempos en que las manifestaciones de disidencia se hallaban prácticamente congeladas... Los únicos movimientos discrepantes eran la guerrilla, urbana y rural”.

Su gobierno se caracterizó por sus medidas populistas: aumentó el presupuesto de las universidades públicas; impulsó una reforma educativa; creó el Colegio de Bachilleres, la Universidad Autónoma Metropolitana, la Escuela de Chapingo, los CCH; fundó el Infonavit; enarbolando la reforma agraria, repartió 16 millones de hectáreas a campesinos (o volvió a repartir las mismas que habían entregado gobiernos anteriores).

En materia económica, Echeverría terminó con el “desarrollo estabilizador” y aumentó la inversión pública; incrementó la infraestructura, la producción petrolera, eléctrica y de acero. Pero en su gobierno creció cinco veces la deuda externa (de 4 mil millones a 20 mil millones de dólares), lo que provocó al final de su mandato la devaluación del peso y una crisis económica.

En la política interna y en el PRI siempre usó un doble lenguaje. Se enfrentó con los empresarios, sobre todo, después del asesinato del industrial regiomontano, Eugenio Garza Sada, por la Liga Comunista 23 de Septiembre.

Echeverría también recibió el apoyo y el beneficio de la duda de intelectuales como Octavio Paz (“El presidente le ha devuelto la transparencia a las palabras”), Carlos Fuentes (“Dejar solo a Echeverría sería un crimen histórico de los intelectuales”) o Fernando Benítez (“Echeverría o el fascismo”).

Ególatra hasta el extremo, intentó borrar su mala reputación con los estudiantes y visitó Ciudad Universitaria en 1975, pero los universitarios lo increparon, insultaron y terminó descalabrado. Tuvo que salir entre empellones mientras gritaba a los jóvenes: “Fachistas”. Una de las imágenes memorables de su sexenio.

Fueron intensas y prolongadas sus giras internacionales. Las contradicciones de su política lo ubicaban al mismo tiempo como agente de la CIA y como el mandatario que apoyó a Salvador Allende y a Fidel Castro o recibió a exiliados chilenos, argentinos, uruguayos perseguidos en sus países. Su máximo esfuerzo diplomático lo centró en la Carta de los Deberes y Derechos Económicos de los Estados, aprobada por la Asamblea General de la ONU a fines de 1974. Al final de su mandato, sus sueños de grandeza lo llevaron a creer que podría encabezar la ONU o por lo menos ser premio Nobel de la Paz.

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Siendo candidato a la Presidencia, Echeverría se deslindó de Díaz Ordaz y condenó la matanza de Tlatelolco. Escudado en la declaración de su antecesor que se asumió como el único responsable de la represión en el 68, Echeverría ha pretendido desligarse de la matanza.

Pero 30 años después, reconoció que él pidió a la Secretaría de la Defensa Nacional la participación del Ejército para preservar el orden en la ciudad de México al inicio del conflicto. Reiteró que el presidente Díaz Ordaz lo marginó de las decisiones: “El lo manejó todo, lo político y lo militar”, declaró entonces a El Universal (1998), y agregó que éste le dijo antes de la represión que era “ineludible deber de la autoridad hacer uso de la fuerza pública para restablecer el orden jurídico”. En aquella ocasión reconoció que ese 2 de octubre le informó a Corona del Rosal que habría algunas unidades del Ejército en Tlatelolco. No sólo, también se ufanó de que como secretario de Gobernación “sabía todo, todo” del movimiento estudiantil. Está claro que Fernando Gutiérrez Barrios, jefe de la Dirección Federal de Seguridad, le informaba puntualmente de todo lo que acontecía en torno al movimiento.

Tampoco habría que olvidar el apoyo a la política del gobierno frente a los estudiantes, rubricada y aplaudida por el Legislativo y el Judicial, y por el silencio de la sociedad. Era la época en que todos los poderes del Estado estaban al servicio del presidencialismo autoritario.

Ya durante su gobierno, el 10 de junio de 1971, ocurre una matanza de estudiantes en la primera manifestación importante después de 1968, perpetrada por un grupo paramilitar –Los Halcones– entrenado, armado y pagado por el gobierno, como se ha documentado.

Echeverría culpó de los hechos al regente de la ciudad, Alfonso Martínez Domínguez, y al jefe de la policía capitalina, a quienes pidió su renuncia. Aunque prometió una investigación a fondo, ésta nunca concluyó.
 
 
Heberto Castillo legó uno de los testimonios más descarnados sobre la responsabilidad de Echeverría aquel Jueves de Corpus, al transcribir la declaración que le hiciera Alfonso Martínez Domínguez años después: “Todo había sido orquestado por Echeverría a través de la Secretaría de Gobernación”, le dijo. “Fernando Gutiérrez Barrios coordinó todas las policías” ese día.

Martínez Domínguez describió una escena durante una reunión en Los Pinos ese 10 de junio: “Al tomar el teléfono, Echeverría habló: ‘Sí, dígame, ¿Heridos? Llévenlos al Campo Militar. No permitan fotos’”. Más tarde, en otra de las más de 10 llamadas recibidas durante una reunión, el Presidente habría respondido: “¿Herido uno de los nuestros? ¿Muerto? Al Campo Militar. Todos para el Campo Militar ¿A la Cruz Verde? No, no. No permitan fotos ¡Quémenlos!”

Al día siguiente, Echeverría declaró que los hechos son “infructuosos y contraproducentes golpes contrarrevolucionarios”, y anunció una investigación “como lo exige la opinión pública y no importa quién o quiénes sean los responsables, serán castigados”.

En un acto oficial en su apoyo el 15 de junio de ese año, Echeverría sostuvo ante la multitud acarreada: “Condenamos por igual la irresponsabilidad y la represión... La política clandestina, pero también la provocación y los métodos represivos conspiran contra el pueblo y la Revolución... Cerremos el camino a los emisarios del pasado”.

Al día siguiente, al hablar de los “mercenarios”, admite que “ese grupo (Los Halcones) existía en el pasado y no era nada oculto: parece ser que se ha manifestado nuevamente”.

Sin embargo, el procurador Julio Sánchez Vargas declaró 40 días después: “No tengo ningún elemento de prueba de la existencia de 
”. Esto pese a que en su declaración ante la PGR, el coronel Manuel Díaz Escobar (17 de junio de 1971), jefe de ese grupo, aceptó su existencia como “cuerpos especiales de vigilancia” que habían sido entrenados por militares y que les pagaban en el DDF.

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Echeverría Alvarez nunca ha admitido el juicio de la historia y siempre ha delegado la responsabilidad a otros por estos crímenes. Pero a lo largo de estos años se ha documentado cómo se masacró, se torturó, se desapareció y se asesinó desde el poder para lograr objetivos políticos.

Hace unos días Echeverría declaró que no se arrepiente de su actuación durante la llamada guerra sucia y que tampoco le preocupa la posibilidad de que sea sometido a juicio por los asesinatos del 68 y del 71. Sobre la matanza del Jueves de Corpus, comentó que “ese día estaba trabajando” cuando le informaron “que había problemas. Al día siguiente le pedí la renuncia al jefe del Departamento del Distrito Federal” (La Jornada, 13.07.04).

Antes de que la Fiscalía Especial de la PGR, encabezada por Ignacio Carrillo Prieto, lo consigne ante un juez, acusado de genocidio por su presunta responsabilidad en la matanza del 10 de junio de 1971, Echeverría junto con Mario Moya Palencia, ex secretario de Gobernación, y Julio Sánchez Vargas, ex procurador federal –también implicados–, le enviaron una carta a Carrillo en la que argumentan que “Los Halcones dependían del Departamento del Distrito Federal”, que éste grupo tenía la orden de disolver la manifestación estudiantil con palos, pero que al llegar “unos estudiantes les dispararon”, por lo que éstos fueron por armas para enfrentarlos.

Entre los argumentos usados en su defensa, los tres ex funcionarios afirman en la misiva que el 10 de junio “no hubo genocidio”, “pues los lesionados y los muertos fueron por un enfrentamiento. No hay pruebas de nuestra probable responsabilidad penal”, además de que los delitos registrados ese día “se habrían extinguido por la prescripción”. Por si fuera poco, dicen que el delito de genocidio, “imprescriptible” a partir de 2002, contiene una reserva para que no se aplique en forma retroactiva.

A pesar de estos intentos por borrar sus responsabilidad, la historia –la memoria colectiva– tiene su juicio, más allá de las leyes que deben castigar a un genocida. El pueblo de México tendrá en la memoria los delitos cometidos por Luis Echeverría Alvarez, y su equipo, mientras gobernó el país. Falta que el Estado haga su parte, establezca una verdad histórica de lo sucedido y castigue a los responsables de crímenes contra la humanidad.
 


Memoria historica o el Estado al margen de la ley

La memoria histórica es la revisión crítica de los acontecimientos de un país y la visión que se hereda a las generaciones venideras.

La impunidad que vive México ha sido producto del ocultamiento de la memoria histórica y su remplazo por una verdad oficial favorable al poder. El régimen priísta apostó a la destrucción de esa memoria. La postura actual del PRI para olvidar los crímenes del pasado y su chantaje de que el país se desestabilizará si se juzga a los responsables, representa el intento de aplastar la memoria de la sociedad mexicana.

Esta no es la primera vez que nos enfrentamos a actos de poder que buscan borrar del recuerdo nacional distintos episodios de la historia que le son incómodos.

Este es un recuento breve de algunos de esos intentos que construyeron la fama de que el PRI ha sido sinónimo de impunidad, de abuso y de carencia de memoria social.

Miguel Alemán presionó con cierto éxito para eliminar de la enseñanza oficial de la historia, el capítulo de la intervención estadunidense de 1847 –y la consecuente pérdida de la mitad del territorio nacional–, ya que era ofensivo para nuestros vecinos del norte.

En aquellos años, también se censuró durante un tiempo la película La Rosa Blanca, basada en la novela homónima de Bruno Traven, ya que trataba sobre la explotación a los trabajadores petroleros y eso ofendía a las compañías estadunidenses.

En ese camino está también la censura del gobierno en 1960 (por presiones del Ejército) de la cinta La Sombra del Caudillo, dirigida por Julio Bracho, y basada en la novela homónima de Martín Luis Guzmán que retrata con personajes ficticios la lucha por el poder entre Calles y Obregón en los años veinte, haciendo eco de aquello de que nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos. La película fue estrenada 30 años después.

En 1979, el gobierno de José López Portillo ordenó la realización de una fastuosa película en formato IMAX sobre la historia de México. Curiosamente, en aquella magna obra no aparece nada de 1847, no aparecen los Niños Héroes, ni la guerra de intervención.

En 1992, por presiones del Ejército se eliminan los libros de texto gratuito de historia de primaria, que por primera vez mencionan el movimiento estudiantil de 1968 y que el Ejército había disuelto el mitin en Tlatelolco, “donde hubo varios muertos y la ciudad se había conmovido”.

La represión en el 68 y en 71, la guerra sucia contra la guerrilla y la disidencia política, no son hechos aislados entre sí. Forman parte de la política de un régimen que fue sinónimo de impunidad. Particularmente, desde el gobierno de Adolfo López Mateos (en el que Díaz Ordaz era secretario de Gobernación y Echeverría subsecretario) se ordenó la represión a ferrocarrileros, médicos y maestros, el asesinato del líder agrario Rubén Jaramillo, y el encarcelamiento y asesinato de dirigentes sociales y políticos.

En Tlatelolco, el Jueves de Corpus y la guerra sucia, el Estado violentó la ley y los derechos que está obligado a defender en su combate a la disidencia política y a la guerrilla. Fue una era de torturas, homicidios, secuestros y desapariciones ejecutada por el Estado por motivos políticos. Por esas prácticas ilegales tiene que responder Echeverría ante la justicia.

Si se permite que la amnesia histórica se imponga, será el aval a la impunidad en el ejercicio del poder del Estado al margen de la ley.

Es indispensable para nuestra democracia defender la memoria histórica y la posibilidad de rectificación oficial mediante actos de justicia –con la ley en la mano– de los crímenes de Estado. No es un asunto de venganzas, tampoco de indultos, perdones ni olvidos, sino de la posibilidad de acabar con la impunidad, matriz de muchas de las injusticias que se cometen en este país. (JRC).