En la época de Porfirio Díaz

*Enrique Florescano*

Como lo muestran los estudios sobre las artes plásticas en el siglo XIX, un momento de esplendor de la pintura de historia tuvo lugar durante el largo gobierno de Porfirio Díaz. En estos años la expresión plástica en la pintura, la escultura o los monumentos públicos estuvo dominada por tres obsesiones del imaginario político: la Independencia (significada por la defensa de la patria ante las intervenciones extranjeras), la consolidación del Estado y la exaltación del caudillo bajo cuya égida se alcanzaron esos objetivos. La defensa del territorio se apoyó en la legitimidad de su ocupación ancestral, así que a lo largo del Porfiriato se observa un esfuerzo sostenido de revaloración de la época prehispánica. La Escuela Nacional de Bellas Artes promovió concursos sobre la antigüedad indígena y los orígenes de la identidad mexicana, que se tradujeron en pinturas como La fundación de México de Joaquín Ramírez (1889), o Moctezuma II visita en Chapultepec los retratos de sus antecesores (1895), de Daniel del Valle.

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FIGURA 1. Monumento a
Cuauhtémoc proyectado
por el ingeniero Francisco
N. Jiménez. La escultura en
bronce del héroe fue
realizada por Miguel
Noreña (1887).
 
El interés por el mundo antiguo se focalizó en los reyes mexicas y en las figuras de Moctezuma Zocoyotzin y Cuauhtémoc. En contraste con los retratos un tanto desvaídos del infortunado Moctezuma, en esos años se observa una exaltación de Cuauhtémoc. De esta época son las pinturas que destacaban su arrojo para defender la patria invadida, o su estoicismo ante la tortura a que lo sometieron los conquistadores. Pero correspondió a Vicente Riva Palacio, recién nombrado secretario de Fomento en el gabinete de Porfirio Díaz, el inició de un revolucionario proyecto monumental que comenzó por la glorificación de Cuauhtémoc como héroe de la patria. El 23 de agosto de 1877, Riva Palacio informó que

El C. Presidente de la República deseando embellecer el Paseo de la Reforma con monumentos dignos de la cultura de esta ciudad, y cuya vista recuerde a la posteridad el heroísmo con que la nación ha luchado contra la Conquista en el siglo XVI y por la Independencia y la Reforma en el presente, ha dispuesto que en la glorieta situada al oeste de la que ocupa la estatua de Colón, se erija un monumento votivo a Cuauhtemotzin y a los demás caudillos que se distinguieron en la defensa de la patria; en la siguiente otro a Hidalgo y demás héroes de la Independencia, y en la inmediata otro a Juárez y demás caudillos de la Reforma y de la segunda Independencia.

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FIGURA 2. "Moctezuma II de visita en
Chapultepec los retratos de sus ancestros",
pintura de Daniel del Valle, 1895.
Fotografía tomada de La fabricación del
Estado, 2003:112

 

 
El reconocimiento a Cuauhtémoc se materializó en el primer monumento nacional dedicado a celebrar a un héroe indígena, inaugurado el 21 de agosto de 1887 (Fig. 1). Se trata de un conjunto escultórico diseñado por el ingeniero Francisco M. Jiménez, quien encargó a Miguel A. Noreña la escultura en bronce que se eleva sobre el pedestal en forma de pirámide. Sin embargo, en la concepción liberal, el monumento a Cuauhtémoc, antes que rendir homenaje a las etnias indígenas, celebraba la defensa de la patria, como reza la inscripción de su base: "A la memoria de Cuauhtémoc y de los guerreros que combatieron heroicamente en defensa de su Patria." Es decir, los liberales que promovieron este monumento y habían combatido a los invasores franceses, se consideraban ellos mismos actores de la "Segunda Independencia". Así, al honrar a Cuauhtémoc, conmemoraban al primero de los defensores de la patria, simbolizada por el último rey de los mexicas. Durante el Porfiriato, la revaloración del período prehispánico se concentra en los aztecas (Fig. 2), que en ese tiempo eran considerados los representantes de la antigua nación indígena.En la nueva interpretación de la Independencia que se escribe, pinta y monumentaliza durante el Porfiriato, los orígenes de la patria se sitúan en el movimiento insurgente y en la figura de Hidalgo. Como vimos antes, Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano fueron los primeros en declarar que la República y el proyecto liberal provenían del grito de Dolores proclamado por Miguel Hidalgo. Los artistas y políticos del Porfiriato ratificaron esta idea en numerosas pinturas dedicadas a honrar al Padre de la Patria.

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FIGURA 3. Batalla de Miahuatlán, que
culmino con el triunfo de Porfirio Díaz sobre
los franceses. En la parte baja y central
se aprecia la figura de Díaz, montado en
caballo blanco y con la espada desenvainada.
Pintura de Francisco P. Mendoza.

 
De manera paralela a la celebración de la Independencia, el movimiento de Reforma y sus líderes fueron festejados como una "Segunda Independencia". Así, junto a la repetida exaltación de la figura de Hidalgo, la pintura de tema histórico recoge los combates librados contra los intervencionistas franceses, y eleva al sitial de los héroes a Ignacio Zaragoza, el vencedor de la contienda del 5 de mayo, a Porfirio Díaz, el campeón de la batalla del 2 de abril en Puebla, o a Vicente Riva Palacio, comandante del Ejército Republicano del Centro, quien le impuso la derrota al ejército invasor (Fig. 3). La asimilación de los héroes de la Reforma con los fundadores de la patria se tornó imagen visual mediante la alquimia de la pintura, la escultura y el monumento, las artes que en este tiempo ayudaron a configurar la imagen del héroe. En estos años la proliferación de pinturas, estatuas y monumentos patrióticos se extiende a todo el territorio y a las capitales de los estados de la federación, donde el espíritu patriótico festeja a los héroes locales. De este modo, el calendario cívico que celebraba las batallas y los héroes que fundaron la nación remplazó al calendario religioso que por siglos había regido el transcurso temporal: "los santos fueron desplazados por los héroes y los mártires de la fe por los mártires de la patria". Como dice Tomás Pérez Vejo, "la consolidación del Estado moderno como forma hegemónica de organización política tuvo por corolario la consolidación de la nación como forma predominante de identidad colectiva". Y en este sentido, la pintura de historia, los monumentos públicos y el calendario cívico se convirtieron en relatos de los orígenes y la identidad de la nación.

La idea de Vicente Riva Palacio de hacer del Paseo de la Reforma una avenida patriótica, que rindiera homenaje a los defensores de la república en cada glorieta, fue continuada por Francisco Sosa, uno de sus admiradores y colaboradores. El 2 de septiembre de 1877 Sosa invitó a los estados de la República a erigir en el Paseo de la Reforma dos estatuas con la efigie de sus hombres preclaros, de modo que esta avenida fuera una "glorificación de los mexicanos ilustres", una "manifestación de la gratitud del pueblo mexicano a sus héroes" y una contribución "al embellecimiento de la ciudad". La propuesta fue recibida con entusiasmo, a tal punto que entre 1890 y 1900 se inauguraron 30 estatuas de hombres y mujeres procedentes de los distintos estados de la federación, cuyos nombres, orígenes y méritos se integraron al panteón liberal de héroes de la patria, centralizado en la capital de la República.

Como se advierte, esta celebración de la patria es una respuesta a las agresiones imperialistas de 1847 y 1864-67, y funde el antiguo patriotismo religioso con el patriotismo cívico y republicano de los liberales de la Reforma y del Porfiriato. En esta última época, al contrario de la actitud negativa que manifestaron los liberales de la primera mitad del siglo hacia la cultura prehispánica, asistimos a una revaloración de la antigüedad indígena. La reconsideración del pasado indígena es un fenómeno que va más allá de la revaloración de ese pasado por los dirigentes políticos y las instituciones del Estado. Así, por ejemplo, Andrés Lira rescató la reivindicación indigenista que se dio en el seno del Colegio de San Gregorio hacia 1829. Este Colegio se había constituido en beneficio de "la educación superior de los indígenas", como afirmaban los miembros de esa institución, en un impreso de ese año en el que se oponían a la decisión del gobierno de designar un rector no indígena para el Colegio. En ese tiempo la mayoría de los alumnos y profesores eran indígenas o descendientes directos de esa etnia, y consiguieron agrupar a muchos intelectuales, comunidades y representantes de los pueblos indígenas del Valle de México en defensa de la autonomía de su institución. Entre los argumentos que hicieron valer se encontraron escritos e impresos en los que denunciaron la pérdida de su patrimonio y la falta de apoyos por parte del Estado.

El hecho significativo es que en San Gregorio,

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FIGURA 4. Ruinas del Palacio
del Gobernador en Uxmal.
Dibujo de F. Catherwood.

 
bajo el largo rectorado de Juan de Dios Rodríguez Puebla, indígena de raza y clase humilde en sus orígenes, se construyó lo que bien podríamos considerar ahora el primer monumento a la raza: una pirámide edificada en el patio y en cuyos taludes figuraban los nombres de héroes tlaxcaltecas, mexicas y texcocanos y los de héroes insurgentes de color más o menos cobrizo [...]

Otro ejemplo de este nacionalismo étnico originado en el seno de los mismos grupos indígenas, lo proporciona la colección de antigüedades de Felipe Sánchez Solís. Sánchez Solís nació en el estado de México, en Nextlalpan, distrito de Zumpango, en 1812, y estudió en el Colegio de San Gregorio, donde se recibió de abogado en 1843. De 1847 a 1851 fue director del Instituto Científico y Literario de Toluca, el innovador centro educativo y cultural fundado por Ignacio Ramírez. Siguiendo a Ramírez, Sánchez Solís ingresó a las filas del partido liberal, fue amigo cercano de Benito Juárez y ocupó varios cargos políticos. Bajo la inspiración de esos ideales, y con los recursos heredados de su familia, Sánchez Solís construyó en su casa un verdadero museo de antigüedades mexicanas, espléndidamente decorado con pinturas históricas de tema mesoamericano, entre las que figuraban El Senado de Tlaxcala de Rodrigo Gutiérrez, y El descubrimiento del pulque de José Obregón. Dice Fausto Ramírez que Sánchez Solís se había propuesto completar su galería mexicanista "con paisajes históricos, con episodios prehispánicos, como uno encomendado a Luis Coto [...] También le había encargado a José María Velasco otro paisaje con el tema de la Ceremonia del Fuego Nuevo, y a Felipe Santiago Gutiérrez, una serie de retratos históricos representando "a sus antepasados indígenas".

El "museo" formado por Sánchez Solís era una creación tan singular y atractiva, que los cubanos José Martí y Antenor Lascano, avecindados entonces en México, publicaron en 1875 un comentario admirativo en la Revista Universal. Como concluye Fausto Ramírez, Sánchez Solís, "fue uno de los más firmes mecenas de los pintores académicos (en especial Felipe J. Rodríguez, José Obregón, Rodrigo Gutiérrez y José María Velasco) [...] Puso particular empeño en propiciar la formación y el desarrollo de 'un arte y una literatura realmente nacional' y, para ello, reunía en su casa a pintores, grabadores, músicos y escritores". El caso de Sánchez Solís no es excepcional, pues en distintas regiones, particularmente en el sur, hay muestras significativas de revaloración del pasado, la cultura y los héroes indígenas.

Este giro hacia la raíz indígena de la patria fue motivado en buena medida por el contacto con el exterior. La Independencia, al colocar al país en posición de igualdad legal ante los demás estados, reveló su atraso inocultable frente a Europa, y a su vez, esta confrontación con el mundo desarrollado dio origen a los proyectos de progreso, competitividad y cosmopolitismo que caracterizarían a la era porfiriana. Al ponerse cara a cara con la industria, la ciencia y la cultura occidentales, la primera reacción de los políticos mexicanos fue lanzar al país a la consecución de esos niveles de progreso y civilización, una carrera que irremisiblemente provocó la dicotomía de anhelar ser "tan avanzados y cosmopolitas" como los europeos, y de valorar los logros de la civilización indígena con los cánones occidentales. La paradoja de este reencuentro con los orígenes es que se produce, como bien lo ha señalado Mauricio Tenorio, bajo la dicotomía del cosmopolitismo y el nacionalismo.

De modo semejante a Francisco Javier Clavijero, quien en el siglo XVIII tuvo que acudir a la dialéctica y el razonamiento de la Ilustración para combatir las tesis denigratorias de los europeos sobre América, así también en la primera mitad del siglo XIX los mexicanos se apoyaron en los conocimientos y tesis científicas europeas para reivindicar la originalidad de la cultura mesoamericana. Por ejemplo, el libro de Alejandro de Humboldt, Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América, publicado en París y Londres en 1810, fue el primero en dar a conocer en Europa los monumentos y códices americanos antiguos en 69 láminas que mostraban la riqueza y originalidad de esas culturas. Pero la obra que cambió las interpretaciones sobre la antigüedad americana fue el libro de John Stephens, Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatán, ilustrado con los magníficos grabados de su compañero de viaje Frederick Catherwood y publicado en 1841.

Como otros viajeros cultos de su tiempo, el estadunidense Stephens y el inglés Catherwood fueron atraídos por el exotismo de los países tropicales y la leyenda de que sus selvas y montañas impenetrables ocultaban ciudades ignotas. Pero compartían la idea de que esas tierras estaban habitadas por aborígenes bárbaros, sin tradiciones culturales. Así, cuando en sus recorridos por la selva sorpresivamente se encontraron con una estela de Copán bellamente labrada, no pudieron menos de reconocer que estaban frente a una obra de arte. América, anotó Stephens, no era tierra de salvajes. šTenía también obras de arte! Entusiasmado por este descubrimiento, escribió el párrafo siguiente, en el que por primera vez se reconoce la independencia de las creaciones americanas respecto de Europa:

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FIGURA 5. Portada del
primer volumen de México
a través de los siglos.

 
Salvo que yo esté equivocado tenemos una conclusión mucho más interesante y maravillosa que la de conectar a los constructores de estas ciudades con los egipcios o con cualquier otro pueblo. Es el espectáculo de un pueblo hábil en arquitectura y pintura, y diestro más allá de toda duda, en otras artes [...] no derivadas del Viejo Mundo, sino originadas y crecidas aquí sin modelos ni maestros, y que, por lo mismo, las hace poseer una existencia separada e independiente, tal como ocurre con las plantas y frutas del suelo indígena (Fig. 4).

Según advirtió Justino Fernández, Stephens

Fue el primero que reveló en todo su valor y grandiosidad la belleza del arte maya [...] vio el arte maya como original e independiente del pasado clásico occidental y con el mismo valor estético que aquél; por lo tanto reivindicó la cultura maya y por consecuencia las de América, arrancándoles los epítetos tradicionales de bárbaros o salvajes; considerando ese pasado indígena como la herencia clásica de América [...]

Las obras de Humboldt y Stephens atrajeron la atención de una nueva generación de viajeros, científicos, historiadores y arqueólogos. A ellos se debe la primera edición lujosa de obras maestras mesoamericanas (Edward Kingsborough, Antiquities of Mexico, 1831-1838), el descubrimiento de otras ciudades, monumentos y textos indígenas (Charles Etienne Brasseur de Bourbourg, Claude-Joseph-Désiré Charnay), el registro científico de los monumentos y jeroglíficos mayas (Alfred Percival Maudslay y Teobart Maler), el primer libro sobre la historia del arte maya (Herbert Joseph Spinden, A Study of Maya Art, 1913) y una definición de las culturas mesoamericanas a partir de sus propias pictografías, símbolos, cosmovisión y obras de arte (Eduard Seler).

El interés extranjero por las antigüedades mexicanas y su revaloración científica y estética, estimuló a su vez el estudio de los mexicanos por su pasado. Así, la atracción que comenzó a ejercer el período prehispánico en el medio político y cultural porfirista se manifestó en el apoyo que el gobierno le otorgó al rescate de esa época. En 1877 se inicia la publicación de los Anales del Museo Nacional, la influyente revista que propició el estudio de la arqueología, la historia, las lenguas, las etnias y el arte de los pueblos indígenas. Bajo ese ambiente favorable se publicaron las primeras obras modernas sobre la historia más antigua.

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FIGURA 6. Portada del
cuarto volumen de México
a través de los siglos.

 
Manuel Orozco y Berra dio a luz su Geografía de las lenguas y Carta etnográfica de México en 1864, y poco más tarde la importante Historia antigua y de la conquista de México (1881), que significó una revaloración profunda de esa época. Antonio Peñafiel dio a las prensas sus Monumentos del arte mexicano antiguo (1889), que continuó la difusión de las antigüedades mexicanas iniciada por Humboldt. Cecilio Robelo publicó su Diccionario de mitología náhuatl (1908). Alfredo Chavero escribió un libro entero dedicado a la época prehispánica en México a través de los siglos, y fue autor de obras de teatro de tema histórico antiguo (Xóchitl y Quetzalcóatl). Francisco del Paso y Troncoso, el historiador mexicano más distinguido de esa época, inició la publicación de los códices y textos antiguos, acopió una extensa colección de documentos mexicanos en repositorios europeos y editó una serie impresionante de papeles relativos a Mesoamérica y el virreinato. Nunca antes se había hecho una investigación tan profunda de las raíces históricas del país, ni se había promovido una difusión tan amplia de esos conocimientos.

Esta oleada indigenista tuvo un momento exaltado en 1880, cuando la Cámara de Diputados se convirtió en arena de una sorpresiva polémica acerca del destino del patrimonio arqueológico. Ante una propuesta de Justo Sierra, quien había apoyado la solicitud del arqueólogo francés Désiré Charnay en el sentido de que se autorizara a éste embarcar a su país parte de los monumentos arqueológicos que había rescatado, los representantes del Congreso votaron unánimemente en contra. Esta disputa confirmó la identidad que en este tiempo los representantes nacionales creían tener con su pasado indígena. Al contrario de la situación que prevalecía en la primera mitad del siglo, esa polémica puso en claro que hacia 1880 los dirigentes políticos se sentían herederos y custodios de las antiguas civilizaciones que se desarrollaron en el territorio nacional.

La patria mestiza de México a través de los siglos

La meditación sobre los orígenes condujo a un descubrimiento mayor. La revisión intensa del pasado y el escrutinio de las diferencias, negaciones y contradicciones que se advertían entre una época y otra, llevó a la generación de la Reforma a proponer una nueva interpretación de la historia nacional. José María Vigil y otros intelectuales habían observado que la condena o exaltación del pasado prehispánico, por un lado, o el vituperio del virreinato como una época dominada por el oscurantismo religioso, por el otro, eran obstáculos formidables para el conocimiento de la propia historia, y motivo de discordia antes que de unión entre los mexicanos. Vicente Riva Palacio, el destacado político, periodista, novelista y defensor armado de la patria, llegó a la misma conclusión y fue el primero en diseñar una gran empresa historiadora que le brindara unidad y coherencia a los distintos pasados del país que entonces contendían uno contra el otro. Riva Palacio imaginó un libro que contara las diversas historias de la nación bajo un hilo conductor unitario.

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FIGURA 7. Fachada del Pabellón
Mexicano en la Exposición Internacional
de París, proyecto de Antonio M. Anza y
Antonio Peñafiel, 1889.

 
Tres rasgos abonaron el éxito inusitado de este libro. Primero, México a través de los siglos integró en una mis-ma obra los distintos pasados del país. En lugar de estar distanciados o de chocar y pelear entre sí, el pasado prehispánico, el virreinato y la época moderna comparecían unidos en este libro, formando distintas etapas de un mis-mo desarrollo nacional.

El segundo logro de México a través de los siglos fue presentar estos distintos pasados como si formaran parte de un mismo proceso evolutivo, cuyo transcurso iba forjando la deseada integración y cumplía las "leyes inmutables del progreso". La idea de evolución que predomina en esta obra le da sustento a la tesis que propone una lenta fusión de la población nativa con la europea y la progresiva integración del territorio, y hace concluir esos procesos en la fundación de la república. El resultado de esta marcha evolucionista a través de la historia vino a ser la constitución de la nueva nación.

El tercer acierto de México a través de los siglos debe atribuirse a su envoltura. Sus cinco lujosos volúmenes resumían el conocimiento acumulado sobre el inmenso pasado en períodos y capítulos escritos en una prosa clara, precisa, aleccionadora. La exposición templada y ecuánime de los episodios más dramáticos que había vivido el país, aunada a la cualidad de ser la primera obra abarcadora de todos sus pasados, la convirtieron en el relato ejemplar de la historia mexicana. A estas virtudes se sumó un despliegue iconográfico que no se había visto nunca en los libros de historia. Vicente Riva Palacio cuidó personalmente que toda la obra estuviera acompañada de dibujos, grabados y litografías del paisaje, los monumentos y las ciudades, retratos de personajes, copias de documentos, mapas, firmas y testimonios gráficos que por sí mismos representaban diversos escenarios de la historia de la nación.

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FIGURA 8. Pirámide del Sol (1878),
pintura de José María Velasco.

 
La suma de todas esas virtudes hizo de México a través de los siglos la primera obra que daba cuenta de la formación histórica de la nación mexicana y era un recuento de las contradicciones, tropiezos, fracasos y triunfos que delinearon su formación política, una narración que fluía del pasado hacia el presente y concluía con la tesis de que esa diversidad era la verdadera naturaleza de México, una nación mestiza formada por diversas raíces históricas, étnicas y culturales. La tesis principal que manejó Riva Palacio en el libro dedicado al virreinato es que en esa época comenzó la forja de la nación mestiza. Quien tuvo a su cargo las portadas de México a través de los siglos (Figs. 5 y 6), asumió la misma tesis, pues la nación aparece representada primero por la imagen de dos personajes indígenas, luego por una patria criolla, hasta concluir con la imagen de la patria mestiza que celebra a la nación moderna y el progreso.

La proyección de la nación en el ámbito internacional

Esta nueva interpretación del pasado, y la revaloración del mundo mesoamericano por los científicos europeos y por un grupo de historiadores y sabios mexicanos, promovió un proceso irrefrenable de identidad con el mundo indígena. Este fenómeno se puede apreciar en la imagen de México que el gobierno porfirista quiso proyectar en el exterior. En la Feria Internacional de París de 1889, en la ciudad que la élite mexicana consideraba la capital de la cultura y el faro de la civilización, el gobierno de Porfirio Díaz decidió estar presente con el doble cometido de participar en el evento donde iban a exhibirse los avances científicos e industriales de las naciones más desarrolladas, y con la mira de mostrar sus propios logros y credenciales para formar parte del concierto de naciones encarriladas en la senda del Progreso. Pero para presentar sus adelantos en materia agrícola, industrial y comercial y la acelerada modernización experimentada en las últimas décadas, los representantes del gobierno porfirista optaron por exhibir ese cúmulo de logros bajo la fachada arcaizante de un Palacio Azteca (Fig. 7). En su agudo estudio sobre el pabellón mexicano de la Feria de París, Mauricio Tenorio explica las artes puestas en juego para mostrar, por una parte, el rostro de una nación moderna, y por otro lado, la imagen de un país anclado en sus propias raíces indígenas y en su peculiar conformación histórica y social. Es decir, el pabellón mexicano era una imagen ambivalente de un proceso asentado en los ideales de modernización de las naciones industrializadas, por una parte, y por otra, una expresión de su peculiar formación étnica e histórica: "una entidad nacional dotada de un pasado glorioso, pero deseosa de ajustarse a los dictados del nacionalismo cosmopolita y pronta para vincularse a la economía internacional."

Esta dualidad conceptual era el signo que habitaba las salas del Palacio Azteca instalado a unos pasos de la torre Eiffel, el icono que simbolizó esa feria. Su arquitectura y ornamentación eran una mezcla de cariátides, esculturas de gobernantes, dioses y monumentos aztecas, acompañadas por las pinturas de historia ganadoras de los certámenes convocados por la Escuela Nacional de Bellas Artes (El descubrimiento del pulque de José Obregón, El senado de Tlaxcala de Rodrigo Gutiérrez, entre otras), y una colección de bellos paisajes de José María Velasco, cuyas pinturas eran ya, en ese tiempo, parte consustancial de la iconografía nacionalista (Fig. 8). Al lado de ese espejo del pasado y la cultura de la nación, en el interior de las salas se exponían sus principales ramos de exportación (oro, plata, henequén, café, cacao, tabaco), una muestra de sus productos industriales, un listado de las oportunidades que se ofrecían para invertir en estos rubros, y un despliegue orgulloso de las obras públicas realizadas por el gobierno de Díaz (ferrocarriles, telégrafos, escuelas, hospitales). La imagen final de este mensaje decía que México era un país moderno, estable, que había iniciado la marcha hacia el progreso conducido por un gobierno consciente de los desafíos que le imponía la coyuntura internacional.

Celebración del Centenario de la Independencia y exaltación de Porfirio Díaz

La compulsión de crearle una identidad histórica y cultural a la nación independiente fue una ambición compartida por los gobiernos conservadores y liberales. Pero sólo durante el largo gobierno de Díaz hubo la paz y la disponibilidad económica para imprimirle a la recuperación del pasado un nuevo aliento. Como se ha visto antes, desde el primer gobierno de Díaz se manifiesta un interés decidido por apoyar el estudio del pasado remoto y se asiste a una revaloración de las culturas indígenas. Entre 1890 y 1910 las imágenes que provienen de este pasado se convierten en icono nacionalista y en emblema del Estado porfiriano. Bajo la dirección del historiador Francisco del Paso y Troncoso, y con el apoyo de Justo Sierra en la Secretaría de Educación, el antiguo Museo mexicano vino a ser un edificio privilegiado en el escenario cultural de la capital y un centro de acumulación de conocimientos y formación de nuevos especialistas (historia, lingüística, etnografía, arqueología).

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FIGURA 9. Litografía de Casimiro Castro titulada šMéxico independiente!, que se conserva en el Museo Soumaya. Se trata de una imagen compleja, que incorpora los símbolos patrios (la figura de la patria, la bandera, el águila mexicana, Hidalgo), más los iconos que se identifican con la patria: las pirámides, los volcanes, las plantas autóctonas, Palacio Nacional, Catedral, y los símbolos del progreso: el ferrocarril, el libro, las ciencias... Fotografía proporcionada por el Museo Soumaya.

 

 
Durante las fiestas que celebraron el Centenario de la Independencia este museo fue uno de los lugares más concurridos. Entonces se transformó su contenido y se inauguraron nuevas salas, con secciones dedicadas a la historia antigua, el virreinato y la era republicana. Por primera vez los distintos espacios del museo mostraron el desenvolvimiento histórico del país, siguiendo la secuencia cronológica establecida por México a través de los siglos. Pero la pieza fuerte era la Sala de Monolitos, el área más espaciosa, donde se habían reunido las obras monumentales de la Piedra del Sol, la Coatlicue, la llamada piedra de Tizoc, un Chac Mol, la cabeza colosal de Coyolxauhqui, una serpiente emplumada y otras esculturas de grandes dimensiones. Así, por obra de un cuidadoso despliegue museográfico, los monumentos de la antigüedad, sobre todo los de estirpe azteca, pasaron a ocupar el lugar de símbolos de la identidad mexicana. La relación entre ese pasado remoto y el presente porfiriano la selló el traslado a una de sus salas de la pila donde se había bautizado a Hidalgo, el fundador de la nación moderna.

En esta nueva concepción del museo la recuperación del pasado se convirtió en un instrumento poderoso de identidad nacional, y el museo en un santuario de la historia patria. A su vez, la historia patria vino a ser el eje del programa educativo y a través de éste se transmitió la idea de una conciencia nacional asentada en un pasado compartido por los diversos componentes de la población. Como se ha visto antes, esta propuesta se presentó por primera vez en México a través de los siglos. Más tarde, esa idea de la historia se plasmó con mayor fuerza en México: su evolución social, la obra colectiva que dirigió Justo Sierra con el propósito de presentar el pasado como un proceso evolutivo continuo y como un recuento optimista de los adelantos materiales logrados en la era de la paz y del progreso.

Así, a lo largo de un proceso complejo y mediante una imbricación entre la pintura, la litografía, el grabado, el libro de viajes, la narración histórica, el mapa, el museo y los medios de difusión modernos, se creó una nueva imagen del país. En las cartas geográficas el territorio apareció claramente demarcado, con la particularidad de que sus diversas regiones tenían una identidad y un pasado propios, pues una serie de estampas mostraba sus diversos rostros a través del tiempo, sus paisajes y personajes icónicos, anudados en el hilo de la historia nacional. No es un azar que inmediatamente después de la guerra de 1847 y de la invasión francesa, surgiera una reconstrucción del pasado que "imaginó" a un país variado y sin embargo único en Los mexicanos pintados por sí mismos (1855), México y sus alrededores (1855-1856), Las glorias nacionales (1867-1868), México y sus costumbres (1872), Hombres ilustres mexicanos (1873-1875), hasta culminar con la suma de todas esas recuperaciones, el Atlas pintoresco e histórico de los Estados Unidos Mexicanos (1885), de Antonio García Cubas.

El Atlas de García Cubas fue concebido como una galería de la nación. Contenía un catálogo de sus fisonomías hasta entonces reconocidas: la carta política, etnográfica, eclesiástica, orográfica, hidrográfica, marítima, agrícola y minera, cada una ilustrada con sus rasgos físicos e históricos más sobresalientes. Por primera vez presentaba una carta arqueológica, acompañada de los monumentos más notables que albergaba el Museo Nacional. Incluía también una carta política del reino de la Nueva España, escoltada por una galería de los virreyes. El territorio, los distintos pasados y la variada situación actual aparecían integrados en un solo libro, que desde entonces adquirió la fama de compendio de la mexicanidad, una suerte de relicario laico de lo mexicano. De este modo, mediante el uso alternativo de la pintura, el periodismo gráfico, los monumentos públicos, el museo, el mapa, el calendario cívico y el libro, los gobiernos de fines de siglo imprimieron en la población la imagen de un México sustentado en un pasado antiguo y glorioso, próspero en el presente y proyectado hacia el futuro, como lo expresa con gran fuerza una alegoría de Casimiro Castro del México independiente (Fig. 9).

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FIGURA 10. La Columna o Monumento de la Independencia, inaugurado el 16 de septiembre de 1910. Obra del ingeniero Antonio Rivas Mercado. Foto tomada de Ramírez, 1985: 143.
 
La celebración del Centenario de la Independencia en septiembre de 1910, vino a ser la coronación del imaginario nacionalista forjado por los políticos e intelectuales del Porfiriato. Esta apoteosis del patriotismo fue cuidadosamente planeada, de tal manera que una porción sustantiva del excedente económico generado en ese tiempo se aplicó a los costosos monumentos y obras públicas que entonces se inauguraron, así como a las incontables recepciones, fiestas, ceremonias, conferencias, congresos, desfiles, paseos, exposiciones y ornatos que hicieron de esa conmemoración la más lucida en la historia de los fastos nacionales. El Centenario de la Independencia se celebró en todo el territorio, pero los festejos significativos tuvieron lugar en la capital de la República, como lo muestra la Crónica oficial de esa efeméride.

Los festejos del Centenario comenzaron el 14 de septiembre de 1910 con una Gran Procesión Cívica formada por todos los sectores de la sociedad y un homenaje luctuoso a los restos de los héroes de la Independencia en la catedral. Al día siguiente, 15 de septiembre, tuvo lugar el tradicional desfile, que en esta ocasión ofreció una representación de los momentos fundadores de la nación: la Conquista, el Virreinato y la Independencia. Cada una de esas épocas fue representada por cuadros escenográficos en los que participaron cientos de personas que revivieron en forma teatralizada sus momentos significativos: el encuentro entre Cortés y Moctezuma, el Paseo del Pendón (la ceremonia con la que las autoridades coloniales celebraban el aniversario de la Conquista de México) y la entrada triunfal del Ejército Trigarante en la capital el 21 de septiembre de 1821. La Crónica oficial decía que este espectáculo fue aplaudido por más de 50 mil espectadores. Mauricio Tenorio interpreta este Desfile histórico como un artilugio diseñado para grabar en la memoria de los sectores populares los episodios consagrados por la historia oficial.

En la noche tuvo lugar la ceremonia del Grito, enmarcada por la novedad espectacular de la iluminación eléctrica. La Crónica oficial narra que la iluminación de las casas, plazas, calles y edificios públicos formaba "un verdadero manto de luz" que envolvía la ciudad, un tema que mereció los adjetivos más elogiosos para alabar ese alarde del progreso. El día siguiente se inauguró la columna de la Independencia (Fig. 10), el monumento que por su grandiosidad y simbolismo se convirtió en el emblema de la nación moderna. En su base, esculpidas en mármol de Carrara, destacaban las figuras de Miguel Hidalgo, José María Morelos, Vicente Guerrero, Francisco Javier Mina y Nicolás Bravo, y su fuste esbelto estaba rematado por la victoria alada, el símbolo de la patria liberada. El 18 del mismo mes se inauguró el monumento a Benito Juárez, diseñado en estilo neoclásico y realizado en mármol y bronce, como la columna de la Independencia. Mediante este monumento solemne, Porfirio Díaz, enemigo político de Juárez, reconoció la deuda que la república tenía con el impulsor de las Leyes de Reforma que establecieron las bases del Estado liberal y con el defensor de la integridad de la nación frente a las agresiones imperialistas.

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FIGURA 11. Retrato oficial del presidente Porfirio Díaz, 1910.

 
Así, con la inauguración de estas dos obras grandiosas, se completó el eje patriótico que había imaginado veinte años atrás Vicente Riva Palacio. El Paseo de la Reforma, con sus monumentos a Cuauhtémoc, Cristóbal Colón, la estatua ecuestre de Carlos IV, la Columna de la Independencia y el mausoleo de Benito Juárez, era una síntesis de los episodios edificadores de la nación, un libro abierto que se leía paseando y un homenaje teatralizado a los héroes de la patria. En las fiestas, inauguraciones y discursos que describe la Crónica oficial, las palabras canónicas fueron Independencia, Paz y Progreso, voces similares a los lemas que identificaban el gobierno de Porfirio Díaz. De esta manera la conmemoración del Centenario de la Independencia se transformó en un gran teatro político escenificado con solemnidad y derroche de recursos en la capital del país, y focalizado en la persona de Porfirio Díaz. En cada una de esas ceremonias emergía, en la escena final, la imponente figura del presidente de la República, cuya imagen recorría luego el país, proyectada por los medios de comunicación (Fig. 11).

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FIGURA 12. Estampas de Porfirio Díaz elaboradas durante los festejos del Centenario de la Independencia, donde el presidente aparece acompañado por algunos miembros de su gabinete, el escudo nacional y la imagen de la patria. Fotografía de Adalberto Ríos, tomadas de la colección de Carlos Monsiváis.
 
La difusión de la imagen de Porfirio Díaz en los festejos del Centenario es una obra maestra de propaganda política, que merece un estudio específico como representación teatralizada del poder presidencial. Aquí sólo me referiré a las imágenes en las que Díaz aparece como encarnación de la patria, la república o la nación. La Crónica oficial del Centenario y el Album gráfico de la República Mexicana (1910), de E. Barros, contienen la mejor colección de fotografías en las que el presidente encabeza las ceremonias, inauguraciones, desfiles, discursos y homenajes a los héroes de la patria, a los fundadores de la república y a los defensores de la nación.

Al lado de la riquísima iconografía oficial, Carlos Monsiváis me dio a conocer su magnífica colección de imágenes populares que dan cuenta de la profundidad y dimensión que tuvo esta celebración en el imaginario colectivo. Así, por ejemplo, una serie de estampas populares y platos presentan la imagen de Porfirio Díaz como general victorioso, icono nacional rodeado de monumentos y personajes representativos, o presidente de la República (Fig. 12). Otras imágenes lo muestran acompañado por los principales miembros de su gabinete. Una colección de estampas de manufactura popular, quizá las más numerosas durante las fiestas del Centenario, presentan el retrato del presidente Díaz acompañado de las efigies de Hidalgo, Juárez o de ambos (Fig. 13), equiparándolo con los fundadores de la nación independiente.

La clave que explica el esplendor y la irradiación de los festejos del Centenario es el tamaño y la fuerza alcanzados por el Estado porfiriano. En contraste con el carácter reducido de las fiestas que celebraron la Independencia en 1821 o en la época de Juárez, en 1910 son las instituciones del Estado (las secretarías, el ejército, los gobiernos estatales y municipales, y el aparato administrativo), los ejecutores del vasto programa de celebraciones. Un análisis somero de la Crónica oficial de las fiestas del Centenario muestra que en estas instituciones descansó la organización del extenso programa de festejos, la coordinación de los múltiples sectores, burocracias y grupos participantes, y la efectividad de su realización. La eficiencia que habían alcanzado las dependencias del Estado, así como su alto grado de centralización, se entrelazaron para que al lado de las fiestas, desfiles y saraos, tuviera lugar el vasto calendario de inauguración de obras públicas. Es decir, Porfirio Díaz hizo coincidir el programa de festejos con la apertura de las obras realizadas por su gobierno, y con una serie de exposiciones que reunieron a los diversos sectores productivos (agricultura, ganadería, textiles, comercio), y a los gremios de profesionistas (educadores, médicos, ingenieros, arquitectos). Este programa exhaustivo e incluyente culminó con la inauguración de un elenco de nuevas instituciones educativas y culturales: Universidad Nacional, Escuela de Estudios Superiores, Congreso Internacional de Americanistas, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, Museo Tecnológico Industrial... De esta manera la celebración del primer centenario de la Independencia se transformó en una exaltación de las obras realizadas por el gobierno de Porfirio Díaz.

Los festejos del Centenario, además de su proyección internacional ante el cuerpo diplomático y los invitados especiales, y de su concentración en los miembros del gobierno, el capital y la iglesia, tuvieron una repercusión profunda en los sectores medios y populares. Junto a los desfiles, berbenas, bailes, corridas de toros y juegos pirotécnicos, la Comisión del Centenario promovió una propaganda iconográfica dedicada a estos sectores, que se tradujo en una colección de estampas que festejaban a los héroes de la patria o celebraban la Declaración de Independencia firmada el 28 de septiembre de 1821 (Fig. 14). Durante los 30 días que duraron estas fiestas proliferaron las medallas conmemorativas con distintas imágenes patrióticas. La fiesta del Centenario dio apoyo a diversos ejercicios de recuperación de la memoria popular, como lo testimonia la publicación en 1910 del Romancero de la guerra de Independencia, que reunió los cantos dedicados a esta gesta a lo largo de los cien años transcurridos. Asimismo, la abundante colección de estampas, banderas, platos pintados, anillos de puros, tarjetas postales y juegos infantiles con imágenes de los héroes de la Independencia, los episodios formadores de la nación y los emblemas de la patria, brindan una idea del alcance popular que tuvo esta celebración y del manejo que de ella hizo el gobierno de Porfirio Díaz.

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FIGURA 13. Estampa coloreada del Centenario de la Independencia que celebra a Hidalgo, Juárez y Díaz con un poema de Juan de Dios Peza. Fotografía de Adalberto Ríos, tomada de la colección de Carlos Monsiváis.
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FIGURA 14. Estampa coloreada de Miguel Hidalgo, con un poema de Juan de Dios Peza, que celebra el Centenario de la Independencia. Fotografía de Adalberto Ríos, tomada de la colección de Carlos Monsiváis.