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México D.F. Jueves 5 de agosto de 2004

Olga Harmony

El tercer Novo

En la conmemoración oficial del primer siglo del nacimiento de Salvador Novo, además de la cancelación del sello con la imagen del escritor y de las palabras siempre justas e inteligentes de Carlos Monsiváis -con muchas referencias a sus XVIII sonetos- la Compañía Nacional de Teatro hizo una más de sus lecturas escenificadas, esta vez en el Palacio de Bellas Artes, uno de los escenarios en que el Novo teatrista y funcionario llevó a cabo memorables montajes. El director escénico Germán Castillo escogió El tercer Fausto que a mi modo de ver es emblemático de lo que el maestro Novo eligió en el teatro y en su vida. En efecto, los diálogos de esta pequeña obra fueron escritos en 1932, pero en francés y con una circulación muy restringida; la homosexualidad era señalada como una terrible aberración y el entonces joven escritor se refugió en el casi anonimato. Dos décadas después, el Novo que todos conocemos ya no recataba su elección sexual y con enorme valentía en las condiciones sociales que los jóvenes homosexuales de hoy apenas pueden imaginar, más bien hacía gala de ello. En 1954 este texto aparece ya editado por el Fondo de Cultura Económica junto con sus Diálogos, pero eso no quiere decir que su tipo de amor ya pudiera decir su nombre, sino que a él se le permitía como una especie de concesión especial, dado su destacado -y por momentos estruendoso- papel en las letras y la sociedad de la época. Para El tercer Fausto fueron convocados dos actores y una actriz (Lisa Owen, Enrique Singer y Hernán Mendoza) de una generación que difícilmente puede recordar el autor junto a Héctor Gómez que hizo su debut en este escenario dirigido por el maestro y al que es muy bueno volver a ver en un escenario, encarnando con singular gracia a ese diablo erudito y malicioso.

El hombre valeroso en su vida personal, el de la excelente pluma y lengua viperina, el que ya había sido un admirable funcionario como el primer director nacional de Teatro del INBA, cuya generosidad lo llevó a presentar a dos jóvenes dramaturgos -Emilio Carballido y Sergio Magaña- en el suntuoso escenario de Bellas Artes, tuvo en el ocaso de su vida una triste actitud irreconciliable con su trayectoria pública. Sus palabras en el 68 no se olvidan y todavía se le reprochan. A mí me consta, cuando fui a pedirle su firma para uno de los muchos desplegados, más bien inocuos, que nos aceptaba el periódico Excélsior y me mostró una fotografía en que estaba junto a Díaz Ordaz mientras me decía: ''ƑVes este señor que me está sonriendo? Quiero que me vuelva a sonreír y le prometí no firmar ningún desplegado": Me acongojó no poco pero no le perdí ni cariño, ni admiración ni gratitud. Aun ahora me duele que se le juzgue por ese feo momento, en que el hombre envejecido había perdido la arrogancia con que desafiara al sistema, y que emborrona una trayectoria muy especial. Me pregunto por qué a Rodolgo Usigli, en iguales condiciones, se le perdona su infame Buenas noches, señor presidente, dedicado al mismo Luis Echeverría -al que exculpa de todos sus crímenes- quien ahora parece que tampoco pagará sus acciones.

Existe un tercer Novo, el que tuvo siempre la más exquisita de las cortesías, no hacia las grandes figuras del gran mundo y la política, sino hacia los jóvenes desconocidos que nunca lo olvidaríamos. Lo recuerdo yendo a un par de ensayos de una obra mía, primeriza, en el cuarto de casa de huéspedes de uno de los actores en donde se ensayaba y a donde acudió por invitación de un joven -que después sería mi marido- que alguna vez le vendía libros y en donde apuntaló el montaje. Lo recuerdo dando a Guillermo Rousset y a mí, tras invitarnos a comer en El refectorio, los XVIII sonetos (esos sonetos entre quevedianos y melancólicos que nos hablan de alguna manera de soledad y necesidad de amor, a pesar de los remates casi siempre festivos) con un guiño pícaro y la recomendación a Guillermo de que yo no los fuera a leer, un respetuoso cumplido a mi condición de joven señora. Lo recuerdo todas las veces que lo vi y su deferencia y afecto, y entre ellas una insólita, cuando con mi grupo de la preparatoria estrené en el teatro del Caballito Las troyanas y mi Hécuba de 15 años se encerró a llorar en el camerino porque su admirado Novo la vio cometer algún error -el maestro iba a todas las funciones del teatro universitario- y allí, en la puerta del camerino, la esperó como cinco minutos a que saliera para darle consuelo. Este tercer Novo es al que más recuerdo.

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