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México D.F. Viernes 6 de agosto de 2004

Gabriela Rodríguez

La revolución de las rarámuris

Increíble, pero cierto: las más pobres y aisladas mujeres de nuestra cultura "civilizada" están emprendiendo una verdadera revolución emancipadora, cuya modalidad supera la estrecha visión que los mestizos alcanzamos en pleno siglo XXI.

El potencial transformador de las mujeres tarahumaras -rarámuris, como se nombran a sí mismas- radica en que lejos de centrarse en la prepotencia del varón como individuo y en las tecnologías modernas que se oponen al equilibrio ambiental, están creando nuevas formas de cohesión de la sociedad que buscan recuperar lo positivo de las tradiciones y desarrollar una rebelión para cambiar la inequidad y la injusticia a partir del diálogo, primero con la naturaleza, y después con los otros: hombres rarámuris, mestizos, mestizas, blancos y blancas.

Se trata de una raza-principio, como afirmó Antonin Artaud tras su visita a la tarahumara: "como ella misma lo pretende 'ha caído del cielo a la sierra', se puede decir que ha caído en una naturaleza preparada de antemano. Hay una iniciación incontestable en esta raza: lo que está cercano a las fuerzas de la naturaleza participa de sus secretos".

En las grandes llanuras de la sierra de Chihuahua se hallan vestigios que datan del 2000 adC. Según refiere Lumholtz, sus mitos explican que los bailes ceremoniales lograron cambiar el sentido de los ríos hacia donde se pone el sol y componer la tierra para que hubiera menos lagunas. Las rocas eran al principio blandas y pequeñas, pero crecieron hasta hacerse grandes y duras, y con vida adentro. La gente brotaba del suelo cuando la tierra era tan plana como un campo listo para sembrarse, pero en aquellos días los hombres sólo vivían un año y morían como las flores.

Hoy las flores más visibles son las mujeres, vestidas con su sipuchi floreado de colores radiantes resaltan con vivacidad cuando caminan entre parcelas distantes, y entre las enormes rocas y nubes cuyos relieves cuentan historias misteriosas rodeadas de seres malignos y benignos.

En San Ignacio de Arareco (cerca de Creel) un grupo de mujeres inició un movimiento desde 1995: Kari Igomari Niwara (la lección es nuestra) "para ser más libres y poder andar solas, sin que ellos anden atrás de nosotras, ni nosotras atrás de ellos; para tener fuerza de organización, para que no nos ganen los machos de esta comunidad. Ahora ya no nos golpean, ya se les exige respeto y explicaciones. Antes no ganábamos dinero las mujeres, ahora vendemos nuestras propias artesanías, algunas ya tienen sus tierras, aunque no nos reconozcan como sucesoras; en la costumbre rarámuri si heredábamos las mujeres". Tienen su propia escuela alternativa de la cual son maestras, "porque en la oficial no les enseñan rarámuri y para que los niños y niñas crezcan con una visión de equidad de género y sean más creativos. No queremos cambiar las cosas buenas: nuestro vestido, lengua, fiestas, juegos, danzas y tradiciones". Ahí no se casan ni por el civil ni por la Iglesia, la unión libre se mantiene vigente, como ancestralmente, también la monogamia, la residencia matrilocal y el matrimonio a prueba; son comunes las separaciones y segundas uniones. La reserva frente al cuerpo se rompe en las fiestas, cuando toman tesguino (cerveza de maíz) los jóvenes suelen iniciar las relaciones sexuales.

Sus ceremonias religiosas resguardan su conocimiento del mundo. El pasado 30 de julio me invitaron a la ceremonia de los matachines: se visten como reyes con una corona de espejos en la cabeza que reproducen personajes modelados en las rocas de las montañas; guiados por "el monarca" ejecutan danzas con violín, sonajas y guitarras al centro de la misión de San Ignacio de Loyola: en las orillas, en línea a la derecha, se sientan las mujeres; del lado izquierdo, los hombres.

Desde hace un par de años un grupo de mujeres también bailan matachines y son "monarcas" como para marcar una nueva era, pues antes del verbo fue el tambor, el ritmo y el movimiento, música y baile antecedieron los primeros discursos. Se trata de una rebelión de subalternas; al romper y mantener el ritual ocupan ese espacio para la construcción de nuevas identidades femeninas.

La resistencia entre los rarámuris ha sido radical: su economía es de subsistencia, agraria y artesanal, pero no quieren caminos porque por ahí entran los blancos y mestizos para explotarlos. Desde el siglo XVII han enfrentado violentas rebeliones contra las misiones jesuitas hasta verse obligados a replegarse hacia las partes más altas y escabrosas de la montaña.

Decía Artaud que la cruz que los tarahumaras abanderan en Semana Santa no es "la de Cristo, la cruz católica; es la cruz del hombre descuartizado en el espacio, del hombre invisible que tiene los brazos abiertos y que está clavado a los cuatro puntos cardinales." Han cambiado a los dioses del Sol, la Luna y el Peyote por la santísima trinidad, y han incorporado las imágenes de los santos. Se bautizan, pero no se confiesan: "nosotras no tienen pecados porque los confesores no entienden el idioma".

Las mujeres están en franca disputa con los sacerdotes: compiten con sus escuelas religiosas, promueven la salud reproductiva y quieren tomar decisiones en las asambleas ejidales, que filman en video como prueba de los compromisos. Las organizaciones eclesiales tienen un programa para cooptar a los ejidatarios: llaman a recuperar las tradiciones, defender la herencia patrilineal de la tierra y promover que las mujeres vuelvan a tortear a mano y a moler en el metate.

www.afluentes.org

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