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México D.F. Sábado 7 de agosto de 2004

Noam Chomsky *

John Negroponte: de Centroamérica a Irak

Un principio moral que no debe provocar controversia es el de universalidad: debemos aplicar para no-sotros los mismos estándares que aplicamos a otro. Y por cierto, con mayor celo. Por lo general, si los estados tienen el poder de actuar con impunidad, desdeñan principios morales, pues esos estados fijan las reglas. Ese es nuestro derecho si nos consideramos eximidos del principio de universalidad. Y lo ha-cemos de manera constante. Todos los días surgen nuevos ejemplos.

Apenas el mes anterior, John Negroponte viajó a Bagdad como embajador de Estados Unidos en Irak, para encabezar la mi-sión diplomática más grande del mundo. Su propósito era entregar la soberanía a los iraquíes con el fin de cumplir con la "mesiánica misión" de George W. Bush de establecer la democracia en Medio Oriente y el mundo. Al menos eso es lo que se nos informó de manera solemne.

Pero nadie debe descuidar un ominoso precedente: Negroponte aprendió su oficio de embajador de Estados Unidos en Honduras en la década de los años 80, durante la primera guerra contra el terror que los partidarios de Ronald Reagan declararon en Centroamérica y Medio Oriente.

En abril, Carla Anne Robbins, de The Wall Street Journal, escribió acerca de la designación de Negroponte en Irak, bajo el título de "Un procónsul moderno". En Honduras, Negroponte era conocido como "el procónsul", título brindado a poderosos go-bernantes en tiempos coloniales. Allí presidió la segunda embajada más grande en América Latina, donde estaba instalada la más grande estación de la CIA en el mundo en esa época. Y no porque Honduras fuera el centro del poder mundial.

Robbins señaló que Negroponte había sido criticado por activistas de grupos de defensa de los derechos humanos por "en-cubrir abusos del ejército hondureño", eufemismo para designar el terrorismo de Estado en gran escala, a fin de "asegurar el flujo de ayuda estadunidense" a ese país vital, que era "la base para la guerra encubierta del presidente Reagan contra el gobierno sandinista de Nicaragua".

La guerra encubierta fue lanzada luego que la revolución sandinista tomó el control de Nicaragua. El temor de Washington era que podría surgir una segunda Cuba en la nación centroamericana. En Honduras, la ta-rea del procónsul Negroponte era supervisar las bases donde un ejército de mercenarios terroristas, los contras, era adiestrado, armado y enviado para derrocar a los sandinistas.

En 1984, Nicaragua respondió de manera correcta para un Estado respetuoso de la ley: llevó el caso contra Estados Unidos a la Corte Internacional de Justicia, en La Haya.

La corte ordenó a Estados Unidos terminar el "ilegal uso de la fuerza" o, para decirlo en términos claros, el terrorismo internacional, contra Nicaragua, y pagarle sustanciales reparaciones. Pero Washington ignoró a la corte, y luego vetó dos resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en que se respaldaba el dictamen y se exigía a todos los estados respetar la ley internacional.

El asesor legal del Departamento de Estado, Abraham Sofaer, explicó la lógica de la Casa Blanca. Puesto que la mayor parte del mundo "no comparte nuestro punto de vista", debemos "reservarnos el poder de determinar" cómo actuaremos y qué asuntos "recaen esencialmente en el seno de la jurisdicción de Estados Unidos, tal como determine Estados Unidos". En este caso, las acciones en Nicaragua condenadas por la corte.

El desprecio de Washington por el dictamen de la corte y su arrogancia hacia la co-munidad internacional son tal vez relevantes en relación a la actual situación en Irak.

La campaña en Nicaragua dejó una de-mocracia dependiente a un costo incalculable. Las muertes de civiles se calcularon en decenas de miles. Según Thomas Carothers, importante historiador especializado en la democratización de América Latina, la cifra de muertos "es en proporción mucho más alta que el número de estadunidenses muertos en la guerra civil de Estados Unidos y en todas las guerras del siglo XX combinadas".

Carothers escribe desde la perspectiva de un conocedor profundo, además de un erudito, pues estuvo en el Departamento de Estado en la época de Reagan durante el programa de "fortalecimiento de la democracia" en Centroamérica.

Los programas de la era de Reagan fueron "sinceros", aunque "fracasaron", según Carothers, pues Washington sólo podía tolerar "formas limitadas de cambios democráticos, de arriba hacia abajo, a fin de no po-ner en peligro las tradicionales estructuras de poder con las cuales Estados Unidos estaba aliado desde hacía mucho tiempo".

Se trata de una familiar inhibición histórica en la búsqueda de visiones de democracia, que los iraquíes al parecer entienden, inclusive si nosotros no lo hacemos.

En la actualidad, Nicaragua es el segundo país más pobre del hemisferio (por encima de Haití, otro principal objetivo de las intervenciones militares estadunidenses du-rante el siglo XX).

Alrededor de 60 por ciento de los niños nicaragüenses menores de dos años están afectados por la anemia debido a la desnutrición. Una de las sombrías indicaciones de lo que se considera una victoria para la democracia.

El gobierno de George W. Bush asegura que desea traer la democracia a Irak, usando el mismo experto funcionario que utilizó en Centroamérica.

Durante las audiencias de confirmación de Negroponte, la campaña terrorista internacional en Nicaragua fue mencionada al pasar, pero no fue considerada de particular importancia, gracias, al parecer, a que estamos gloriosamente eximidos del principio de universalidad.

Varios días después de la designación de Negroponte, Honduras retiró su pequeño contingente militar de Irak. Tal vez haya sido una coincidencia. O tal vez los hondureños recuerdan algo de la época en que estuvo allí Negroponte. Algo que nosotros preferimos olvidar.

* Profesor de lingüística en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, en Cambridge, y autor del libro, de reciente publicación, Hegemony or survival: America's quest for global dominance

© Copyright 2004 by Noam Chomsky

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