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México D.F. Sábado 21 de agosto de 2004

Miguel Concha

Derecho a la educación en México

El pasado miércoles se reiniciaron las clases en el sistema escolar de enseñanza básica, ocasión propicia para reflexionar sobre este derecho, fundamental para el ejercicio de otros derechos, y componente insustituible del derecho individual y colectivo al desarrollo. Por este motivo, y para colaborar en la elaboración de la agenda a futuro de derechos humanos de la sociedad civil, y con el ánimo de incidir -en la medida en que lo permita la voluntad política de las actuales autoridades- en la elaboración en curso de un programa nacional en la materia, la Cátedra de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria dedicó ese día sus dos sesiones a reflexionar sobre el cumplimiento de ese derecho en nuestro país. Participaron especialistas y miembros de connotadas organizaciones civiles y sociales, que desde hace años vienen pugnando por su cabal vigencia. La doctora Alya Saada, representante regional de la UNESCO, expuso además en ella importantes planteamientos desde la perspectiva de los instrumentos internacionales de protección a los derechos humanos y los lineamientos de ese organismo multilateral.

Lo primero que salta a la vista es la insuficiencia formal del reconocimiento de este derecho en México, pues a pesar de que la reciente Ley General de Desarrollo Social lo reconoce como tal, y lo mismo hizo la reforma anterior al artículo 2 para el caso de los indígenas, el artículo 3 constitucional y la Ley General de Educación lo siguen considerando como una mera obligación del Estado, y esto de manera gratuita únicamente en los niveles de prescolar, primaria y secundaria. En los demás niveles, tipos y modalidades educativos, el Estado únicamente se obliga a promoverlos y atenderlos, lo que tiene una repercusión directa en los presupuestos que se destinan para ellos, no obstante el reconocimiento legal de las instituciones autónomas de educación superior.

Un caso relevante es el de la lucha contra el analfabetismo, que tampoco está reconocida expresamente en ninguna parte de nuestro ordenamiento jurídico constitucional, lo que también trae como consecuencia los raquíticos recursos que cada año se le otorgan. Un ejemplo de ello es el escaso 1 por ciento del presupuesto en educación que el año pasado se le concedió al Instituto Nacional de Educación para Adultos, a pesar de que el analfabetismo ha crecido en el país en los últimos 10 años no sólo en números absolutos, sino también -lo que es más grave- en números relativos. Si tal es nuestra situación, no debe extrañarnos que no existan todavía en el país mecanismos legales de exigibilidad de ese derecho por parte de los ciudadanos, pues en ningún lado se prevén sanciones por su incumplimiento ni existen instancias especializadas no jurisdiccionales para hacerlo exigible, como las hay por ejemplo de alguna manera para los consumidores de bienes y servicios.

Como en el viejo régimen, la Ley General de Educación únicamente se limita a conceder la posibilidad de consulta a los agentes directamente involucrados en este proceso, pero de ninguna manera el derecho a participar en su gestión y administración. Sin embargo, si estos vacíos legales y políticos son ya muy importantes, lo es aún más la enorme distancia que existe entre lo que prescribe la ley y lo que se realiza en la práctica.

Para nadie es un secreto que nuestro sistema público educativo nacional, obligación constitucional del Estado -a pesar de que irresponsablemente hoy se quiera afirmar lo contrario-, adolece todavía de graves deficiencias de equidad, cobertura, adaptabilidad y calidad, que trascienden las trampas de las estadísticas, los acuerdos políticos y los incrementos insuficientes de los presupuestos.

Un ejemplo de ello, entre muchos otros, es la misma ciudad capital, donde cada año alrededor de 80 mil jóvenes quedan fuera de la educación superior, y la inequitativa distribución cuantitativa y cualitativa de escuelas en el campo y la ciudad, en proporción directa con las posibilidades de ingreso de sus habitantes. Llama por ello poderosamente la atención que el Congreso pretenda presentar como un gran logro la obligatoriedad de la educación prescolar -asunto ya abandonado en el sexenio anterior-, sin calcular presupuestos y con el cuestionado argumento de un "arranque parejo en la escuela", aunque eso sí, asegurándole sin concurso de selección plazas al SNTE, y desplazando a educadoras y madres de familia de ganarse digna y provechosamente la vida en los jardines de niños, sobre todo en las zonas pobres. Y preocupa la falta de autonomía y resultados del Instituto Nacional de Evaluación de la Educación, no obstante los enormes gastos que ya se han hecho por este rubro.

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