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México D.F. Jueves 9 de septiembre de 2004

Adolfo Sánchez Rebolledo

Nadie gana

Contra viento y marea, con abolladuras y protestas dentro y fuera del Congreso, el ritual presidencialista se mantiene incólume, pero ya nadie cree en él. La rigidez del "formato" es una rémora insufrible del pasado, una apuesta al desencanto y la degradación del diálogo democrático que, en teoría, define al Congreso. Sin embargo, quienes pueden cambiarlo -sin cancelar la rendición de cuentas- no saben o no quieren hacerlo. Por eso, entre solemnidades caducas y leperadas sin nombre, el espectáculo sigue como si nada hubiera cambiado en estos años.

Lo sucedido el pasado 1Ɔ de septiembre deja ver sin adornos la debilidad de la cultura política que nutre a nuestra imberbe democracia. La actitud rijosa de ciertos diputados expresa la intolerancia, la falta de consideración por las opiniones ajenas, que por desgracia prevalecen en amplias franjas de la ciudadanía, pero la modificación de estas actitudes, deseable sin duda, no dependen de un simple cambio de formato, como piden por costumbre ciertos picudos.

El funcionamiento normal de la democracia exige un régimen plural de partidos y un marco jurídico e institucional respetable y respetado por todos los ciudadanos, pero requiere también de un proceso de efectiva deliberación política a través del cual los asuntos de trascendencia se ponen al alcance de la sociedad y de un gobierno capaz de poner en marcha sus propios programas de gobierno. Así funciona la pedagogía democrática que está ausente en nuestra realidad, a pesar del ruido mediático.

El punto de partida para avanzar en serio no es, no puede ser el consenso, la unanimidad espontánea, pues la diferencia es legítima; la diversidad de posturas e intereses define, justamente, a los partidos y en última instancia a la democracia. En consecuencia, la tarea de un gobierno democrático, sobre todo cuando no cuenta con la mayoría en los órganos de representación, no puede ser la promoción de "la unidad nacional", como ausencia (voluntaria o no) de conflicto, sino canalizar los puntos de vista contrapuestos hacia la concreción de compromisos donde todas las partes puedan hacer concesiones en su propio beneficio.

Sin embargo, las resonancias de nuestro pasado monocolor y presidencialista se manifiestan cada vez que se estigmatiza a los adversarios de ésta o aquella reforma, como si en verdad existiera un "pensamiento único" con sus escribas e intérpretes. El acuerdo "en lo fundamental" no significa rendición de banderas, sino la activación de las energías particulares para discernir entre lo esencial y lo contingente para pensar y favorecer a la mayoría.

Menos puede un gobierno democrático creer que las controversias políticas, en particular las relativas a la lucha por el poder, pueden resolverse por medios judiciales, como si la solución obtenida en los tribunales pudiera anular la presencia social de una fuerza arraigada en la sociedad. Por supuesto, la violación de la ley jamás será recomendable, pero ningún maestro del derecho aplicaría medidas coercitivas allí donde es posible un arreglo negociado. Nadie gana cuando el derecho se transforma en un arma arrojadiza contra los adversarios.

La polarización actual no es inevitable, pero muestra la exacerbación de las torpezas de la clase política, su incapacidad para plantearse en serio la agenda nacional sin reducirla a la defensa excluyente de sus a veces mezquinos intereses.

Lo ocurrido el 1Ɔ de septiembre es lamentable, pero podía haber sido peor dada la irritación acumulada al cabo de cuatro años de alternancia con escasos resultados. La presencia de miles de trabajadores alrededor del recinto, convertido en búnker por las fuerzas de seguridad, no debe minimizarse, pues indica el grado de la temperatura interna alcanzado en segmentos importantes de la sociedad a dos años de la sucesión presidencial.

Aunque algunos locutores se desgañiten denunciando la conspiración que destronca a la ciudad, lo cierto es que la movilización ciudadana, con sentimientos y partiendo de causas muy diversas, significa un avance en la formación de una conciencia ciudadana. La presencia de cientos de miles de personas que ya no se conforman con delegar mediante el voto su representación para expresar sus puntos de vista es un hecho de la mayor importancia que el gobierno y los partidos no acaban de asimilar, aun cuando a ellos les tocan la mayoría de los dardos del desencanto.

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