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México D.F. Jueves 23 de septiembre de 2004

Octavio Rodríguez Araujo

Dos aniversarios

Vivía entonces en un séptimo piso en el sur de la ciudad. Sentí el temblor, pero no pensé que hubiera sido de gran magnitud. No había luz en mi casa, no escuché noticias. Recuerdo que ese día se iba a llevar a cabo una asamblea de La Jornada en su edificio de la calle de Balderas. Me dirigí hacia allá, pero antes de las oficinas de la Secretaría de Comunicaciones me regresaron. En esa zona observé ventanas rotas, letreros de comercios derrumbados, fachadas desprendidas. Me fui hacia el poniente siguiendo el perímetro que impedía el paso hacia el norte. Llegué a las oficinas de la revista Punto, en la colonia del Valle, cerca de Insurgentes. Logré hablar desde ahí por teléfono. En La Jornada me contestó Dolores Cordero. Me dijo: "ni vengas, parece que el centro hubiera sido bombardeado". Se oían las sirenas de ambulancias, carros de bomberos, policía.

Le hablé luego a un amigo y le pregunté si tenía luz. Fui a su casa a ver la televisión. Me quedé mudo y descubrí que los politólogos no éramos útiles en los terremotos, que no fuera para criticar, con justa razón, al gobierno de Miguel de la Madrid y al jefe del Departamento del Distrito Federal, Ramón Aguirre Velásquez (victimado por Salinas de Gortari años después para favorecer a Medina Plascencia y a Fox en Guanajuato). Los gobernantes no supieron qué hacer. Lo que se hizo fue gracias a la población de a pie. De ahí surgieron organizaciones cuando parecía que estaban en extinción. Por largo tiempo la ciudad sería otra, pero el dolor, por serlo, tiende a ser olvidado, no los muertos.

La Jornada cumplía un año de vida. Aunque era real, todavía tenía características de proyecto. Los fundadores teníamos la esperanza de que se convirtiera en el periódico que queríamos, en el que sabíamos que quería la gente, pero la coyuntura en que surgió, el año 1984, no significaba nada, no había símbolos a los cuales referirse y de los cuales agarrarse. Era un año común y corriente, el segundo de un gobierno que quería realizar cambios económicos para ponerse a tono con Reagan y Thatcher y, desde luego, con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. La crisis continuaba y la salvación petrolera de 1979 fue estúpidamente administrada por López Portillo (no me gusta hablar mal de los muertos, pero ni modo). En términos económicos -me refiero a la economía del país- no parecía ser el mejor momento para sacar un periódico que es una empresa, un negocio que sin dejar de ser lo que se quería que fuera tenía que tener ganancias para continuar como empresa y como proyecto.

Pero había ganas, entusiasmo, entrega. Y esto sirvió. Recuerdo que me pagaban 20 pesos por artículo, casi lo que desembolsaba por el estacionamiento anexo, que no era del periódico. Los artículos tenía que llevarlos personalmente, ya que el módem, en México, estaba en sus inicios. Pero no era el dinero, obviamente, el que a mí y a otros nos motivaba. Era la posibilidad de hacer un periódico distinto, una continuación mejorada del anterior unomásuno, del que salimos muchos de los fundadores de La Jornada.

La primera prueba de fuego de nuestro periódico, pienso ahora, fue precisamente el 19 de septiembre de 1985. El diario dijo lo que otros callaron, se le dio voz a los sin voz (como está de moda decir ahora), es decir, a la gente anónima que sufrió los terremotos, y también a las organizaciones urbano-populares que nacieron en esos días. El proyecto comenzó a tener carta de naturalización y, sobre todo, lectores.

Veo ahora, a veinte años, las fotografías en grupo de los fundadores. No son pocos los que se fueron, y no siempre por buenas razones, pero el diario sigue y es mucho más fuerte e influyente que en sus primeros años. En mi larga vida en el ámbito de la izquierda he visto a muchos cambiar de bando, estoy acostumbrado, por lo que las fugas en La Jornada no me sorprenden. Creo que a nadie sorprenden, ni siquiera a los que cambiaron, pero así son los periódicos: unos salen y otros entran. Ningún periódico ha dejado de tener crisis internas a lo largo de su existencia, pero no todos han logrado sobrevivir a esas crisis. La Jornada está, vive, palpita y crece, y sus directivos lo han logrado. Carlos y Carmen han sabido hacerlo, cada uno en su momento, y cuando el periódico cumpla más años y la estafeta cambie de manos los dos seguirán en nuestro recuerdo. Por ahora mi reconocimiento y mi amistad invariable.

Veinte años son muchos como para dejarlos pasar como si nada hubiera ocurrido. Estamos más viejos, pero con el mismo ánimo. Por éste y por el de los jóvenes del periódico es que vivirá muchos años. Es mi deseo.

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