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México D.F. Jueves 30 de septiembre de 2004

Olga Harmony

Mírame... šsoy actriz!

La publicidad de esta escenificación la califica, con toda la desmesura del publicista -y aún más- del bulubú del milenio. Edgar Ceballos, el autor y director, explica en los lujosos folletos propagandísticos y programas que el término bulubú se aplica a uno de los viejos géneros españoles en que un actor encarna varios personajes y que en México no se representa desde los años 40 del siglo pasado. Flaca memoria la del editor y estudioso. Sin olvidar que el recurso se utiliza en muchas obras, aun con un reparto mayor, hay que admitir que Jaime Chabaud (por algo muy cercano a Sanchís Sinisterra, de quien ha sido discípulo) realizó una especie de bulubú con su exitosa Divino Pastor Góngora, que a pesar de la lectura equivocada de su director; tiene la ventaja sobre el texto de Ceballos, amén de su buena factura, de ser un alegato sobre la censura y de contar, en las escenificaciones presentadas en la capital mexicana y en sus muchas giras, incluso en el extranjero, con la presencia de Carlos Cobos.

En Mírame... šsoy actriz! el autor intenta hacer una sátira de la relación enfermiza entre una actriz muy sumisa y su marido, maestro y director déspota y brutal que la minimiza por completo. La actriz, como resultado de su relación, sufre alucinaciones -aunque sabe que lo son y por lo tanto no puede estar tan enferma como aparenta- en que se le aparecen su otro yo en forma de niña NN, María Tereza Montoya y otros personajes. Así, el pretendido bulubú del nuevo milenio está retrasado en varias décadas, porque por supuesto que ese tipo de director que violenta a sus actores ha existido, pero en la actualidad no hay ya una actriz que no le ponga el alto a sus abusos. El acento extranjero con el que Paz Aguirre imita al maestro dictador es posiblemente una cortina de humo para que no se identifique a ningún personaje de la vida real, ya que el ejercicio de masturbación colectiva, del que se habla, era impuesto -según llegó a mis oídos- de verdad por un mediocre director mexicano del que ahora nadie se acuerda. Es muy posible que Ceballos haya tomado características de varios directores para conformar ese a quien su mujer llama lorquianamente Pepe el Romano (lo que muestra su relación al revés, ya que ella tiene el nombre de Bernarda Alba), pero considero muy sano no tratar de identificar a alguno o algunos, lo que nos acercaría necesariamente al chisme de la más baja estofa.

Los saltos de un personaje al otro que debe hacer la actriz nunca están muy justificados y se muestran más bien azarosos en una falla dramatúrgica que sorprende en un hombre con la cultura teatral de Edgar Ceballos. Las debilidades del texto se reflejan en las que tiene la dirección, con una gran cantidad de inútiles tareas escénicas, lo que incluye una escenofonía de Rodolfo Sánchez Alvarado que esta vez no es muy lograda por su obviedad, como el rasgueo de guitarras flamencas en los momentos en que se interpreta algún momento del poeta granadino o las voces, que no llegan a ser de los fantasmas que se supone habitan todos los teatros vacíos y que sirven para los giros de un personaje a otro. Paz Aguirre carece de la gracia y la capacidad actoral para un unipersonal en que incluso se dan destellos de García Lorca y contribuye a que la escenificación resulte muy fallida. Texto y montaje, que se supone deberían suscitar discusiones -si no es que cierto escándalo- en el gremio teatral al que sin duda va dirigido, ha pasado, por fortuna, desapercibido por éste. Y escribo por fortuna, porque la situación de los teatristas es demasiado precaria para andar gastando su pólvora artística en los infiernitos de lavadero.

Este texto tampoco sirve para despertar un sentido crítico en los estudiantes de las escuelas teatrales hacia sus maestros -entre los que deben existir bastantes mediocridades, dada la proliferación que hay de ellas-, lo que sería deseable para formar teatristas con poder de análisis y no aspirantes a ficticios estrellatos, pero la sátira no es específica para un método, sino para personalidades -el director despótico y la minusvaluada actriz, o en su caso, actor- que han dejado de ser, por lo menos lo son cada vez en menor medida, desde que la idea de dependencia total hacia el tirano escénico se va perdiendo.

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