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México D.F. Lunes 25 de octubre de 2004

Dirigida por Turnovsky, ofreció concierto luego de 20 años

Regresa la Filarmónica de la Ciudad de México al Cervantino

ANGEL VARGAS ENVIADO

Guanajuato, Gto. Más que afortunado fue el rencuentro de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México con el Festival Internacional Cervantino, luego de poco más de 20 años de permanecer fuera de la programación.

Considerada una de las mejores del país, la agrupación fue ovacionada por el público hasta el delirio, lo mismo que el director Martin Turnovsky, quien actuó como huésped, al finalizar sus casi dos horas de presentación, efectuada la noche del viernes en el teatro Juárez, lleno tres cuartas partes.

Músicos y espectadores terminaron plácidamente agotados ante un programa netamente alemán, contrastante en cuanto a las atmósferas e intensidades emocionales, anímicas y sonoras de las obras.

Gozoso fue apreciar también el sublime trabajo que el maduro batuta checo realizó en el podio. Nada de poses exageradas ni aspavientos en su proceder. Sus movimientos fueron sobrios, tersos, precisos, ligeros.

Parecía flotar a ritmo lento, como danzante de butoh, al tiempo que su blanquecino rostro reflejaba la intensidad enrojeciéndose y gesticulando, y sus manos delineaban con una claridad pasmosa cada uno de los compases.

Jubilo exultante, algarabía con la pieza inicial, la obertura Oberón, de Carl María von Weber. Las cuerdas brillaron, deslumbraron, con una precisión lindamente bárbara.

El primer bandazo emotivo y racional de la noche se dio con el Concierto para violín y orquesta en re menor de Ludwig van Beethoven, pieza de profunda carga emocional, introspectiva. La segunda de la velada.

Impecable la interpretación de la violinista Lawrence Kayaleh, como solista. La seriedad de su proyección escénica contrastó sobremanera con la violencia emotiva y conmovedora de su ejecución. Gozosamente aniquilante.

El público se desbordó en ovaciones al finalizar la partitura. Fue agotador para la intérprete, quien acaso por ello no ofreció el encore que se le demandaba escandalosamente.

Brahms, Johannes, y su cuarta sinfonía terminaron por catapultar el de por sí el ya muy sensible, muy al desnudo estado emotivo de la concurrencia. Atrás habían quedado los 15 minutos de receso del intermedio.

Estallidos de sonidos y colores, pureza cristalina en cada una de las secciones de la orquesta; arriesgados, poderosos y exactos giros en los ritmos, a voluntad del batuta, quien para esta altura de la noche ya lucía totalmente sudoroso, como despeinada se encontraba ya su blanquecina cabellera.

Nada porqué resistirse, el genio magnificente de Brahms era la consumación de la noche. El último compás y la gente literalmente saltó de las butacas, entre estremecida y gratamente agotada. Extasiada. Aplausos, gritos de más. Pero nada. La filarmónica capitalina tampoco regaló un encore.

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