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México D.F. Miércoles 27 de octubre de 2004

Luis Linares Zapata

Democracia a media pantalla

La democracia como una actitud ante la vida, tal y como la define la propia Constitución mexicana, ha sido una empresa a veces gratificante pero, en otras muchas ocasiones, frustrante y hasta combatida por selecta parte de los mexicanos. En múltiples oportunidades se presenta como una tarea apasionante sin haber dejado de ser cruenta y dolorosa. Basta revisar algunos episodios de la historia para verificar lo antes afirmado. Sin embargo, se ha podido dar el paso crucial para imponerla, en el transcurso de los años y hasta de los siglos, como todo un imaginario con detalles harto aceptables y los rasgos distintivos de una nación independiente. Imaginario ante el cual habrá, ahora y sin escapatorias, de compararse todo proceso vital, ya sea político, familiar, cultural, educativo o económico que se abata o enseñoree en esta angustiada república.

Los mexicanos llevan, cuando menos, cuatro decenios empeñados en lograr lo que se ha llamado, de manera imprecisa, pero descriptiva de un proceso cierto, transición a la democracia. Ha sido este un largo camino lleno de obstáculos, de promesas incumplidas, de amagos, de ilusiones bien formuladas, desilusiones varias y hasta medianas certezas al haber conseguido algo que, en efecto, sirve como una herramienta útil para enfrentar el presente. La democracia es una ruta que muchos han presentado como halagüeña y otros, ciertamente millones de hombres y mujeres convencidos de sus significados y métodos de trabajo, la han elegido como un horizonte al que desean llegar. El costo, se sabe de antemano, es oneroso, por dilatado y sinuoso. Pero se juzga que vale la pena empeñarse en el intento de su construcción. Afortunadamente, al experimento democrático en México se le ha dado el tiempo necesario para su maduración.

Pero, en fechas recientes, la vida democrática del país se está viendo afectada por un fenómeno muchas veces constatado en sociedades diversas o en otros tiempos y circunstancias variables: la disolvente, poco cuestionada, omnipresente y abarcadora injerencia, no solicitada, de los medios de comunicación masiva y, con añadida precisión particular, los radiofónicos y televisivos. Los medios, sus dueños y conductores, se empeñan en modelar, en influir sobre la conducta y las actitudes individuales y colectivas de la población. Se han convertido en todo un complejo de intereses económicos e ideológicos y se han plantado, ante la sociedad, como entes, casi autónomos, que rechazan, de manera hasta virulenta, cualquier diseño o propuesta que trate de imponerles contrapesos o filtros de conducta. Ante el más nimio y suave de los proyectos legislativos reaccionan, la mayoría de las veces, con alevosa ventaja y cuestionable afán intimidatorio. Tienen, y las muestran sin reparo, y hasta con falta de decoro, rasposas aristas que todavía esperan su maduración y el debido control ciudadano.

Los medios de comunicación en el México de hoy se desvelan por penetrar en la esfera íntima de las personas, en un intento por jerarquizar sus valoraciones para igualarlas con las suyas propias. Quieren modelar y modular las visiones, condicionar el ambiente en que los individuos se desempeñan. Y con ello afectan las ajenas actitudes ante la vida o insertan en la misma identidad de los grupos sociales ideas que apoyan o trabajan en un sentido preciso y afín a sus pretensiones. Los medios se van descubriendo así como toda una voluntad superior para dirigir, imponer un particular modo de gobierno y hasta de convivencia sobre los demás. Y lo hacen de tal manera compulsiva que casi consiguen inducir o cambiar hábitos de consumo, de actuar, sufrir, pensar o votar de una manera determinada; pero siempre concordante con los intereses de los que se asumen como sus conductores o de aquellos que son, en efecto y para motivos prácticos, los dueños de tales aparatos informativos.

Los medios de comunicación han pasado, ahora y por la gracia de sus operadores y accionistas concesionarios, de ser un bien público a un engendro que bien puede denominarse un cuarto poder. Un poder que nadie santificó, que no responde ante tribunal alguno. Un poder que pretende justificarse ante una entelequia llamada consumidor al que se le mide, en sus heterogéneos conjuntos, por el ubícuito rating. Cuarto poder que muchos ya aceptan sin cortapisas y por el que sus usufructuarios están dispuestos a luchar como si les fuera heredado o concedido por derecho divino o en nombre de una libertad abstracta, que tanto imploran y sujetan. Un poder, el de los medios, que debería, si llega a ser tal, provenir de darle resonante voz al ciudadano común en su continuo enfrentamiento con el orden establecido y no, como ha sido su frecuente realidad, como el vehículo para defenderlo.

La cerrada defensa que hacen de sus libertades ante la más tenue reconvención de algún personaje público o de un sencillo ciudadano ofendido por sus opiniones, dichos o francas vendettas, en nada se parece a la sumisión que casi la totalidad de los conductores muestran ante las interesadas órdenes y hasta las pequeñas pasiones de sus jefes. Son éstos, los concesionarios, los que determinan en última instancia el alcance, los modos y hasta el contenido de la libertad de expresión. Y esto tiene que ser modificado si se quiere vivir en un país donde se respete al individuo y sus derechos sean, realmente, efectivos.

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