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México D.F. Viernes 29 de octubre de 2004

 

Arafat: ¿fin de una dirigencia?

La enfermedad de Yasser Arafat -aguda y grave, según los datos disponibles- ha puesto sobre el tapete la posibilidad de la desaparición física del líder histórico de los palestinos durante casi 40 años. Su salida de Cisjordania y su traslado a París, para ser sometido a diagnósticos y tratamientos médicos sofisticados, hacen pensar en que, incluso si Abu Ammar sobrevive al padecimiento, puede ser que no logre reinstalarse en los máximos cargos de dirigencia de la facción Al Fatah, de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), eventualidad que implicaría cambios de consideración en el escenario del conflicto palestino-israelí.

Para situar estos recientes sucesos en su contexto es oportuno señalar la trascendencia de Arafat en la causa palestina y su voluntad, sostenida durante décadas, en las circunstancias más críticas y por los medios más diversos -desde los militares hasta los diplomáticos, desde las estructuras de cohesión de la diáspora hasta los canales de comunicación con los que nunca abandonaron su lugar de origen-, de convertir a los expulsados de su propia tierra, a los asesinados, humillados y despojados, en constructores y habitantes de un Estado propio. Desde este punto de vista el dirigente palestino adquiere una estatura comparable a la de grandes estadistas y forjadores de naciones del siglo XX, como Charles de Gaulle, Mahatma Gandhi y Nelson Mandela.

Si se mira a Arafat desde la perspectiva de los propios palestinos, el balance es doble y contradictorio. Por una parte, el respaldo popular al dirigente alcanza grados de veneración. Arafat es, por consenso, símbolo de la causa y de la identidad de su pueblo, y los palestinos no han dudado en sacrificarse cada vez que han percibido que la seguridad de su máximo líder estaba en riesgo. Mientras Arafat, el perseguido, deambulaba de un país a otro por todo el sur del Mediterráneo, los palestinos de Gaza, Cisjordania y Jerusalén oriental portaban como bandera su retrato mientras se enfrentaban a pedradas contra los tanques israelíes.

Tras el establecimiento de la ANP, en 1994, como concreción de los acuerdos firmados el año precedente por el propio líder palestino con el entonces primer ministro Yitzhak Rabin -asesinado después por la ultraderecha judía por haberse atrevido a emprender la paz de los valientes-, el presidente de la OLP pudo sentir que se cumplía su máximo sueño como persona y como dirigente, que era una patria para los palestinos, gobernada por Yasser Arafat. Pero junto con el inicio del sueño llegó el desgaste real. Muy pronto los palestinos, sumidos desde hace medio siglo en la desesperanza, la marginación, la miseria, el hacinamiento, el desempleo y la cruelísima violencia represiva de la ocupación israelí, percibieron que su dirigencia era afectada por el autoritarismo de Arafat, por la corrupción de muchos de sus colaboradores y por un creciente desapego con respecto a las lacerantes realidades del grueso de la sociedad.

Algunos señalaron que su dirigente histórico había actuado con exceso de credulidad ante los israelíes y que había realizado demasiadas concesiones en aras de cumplir su obsesión explícita de convertirse en el primer presidente del Estado palestino. Fue advertida, también, una brecha entre los residentes misérrimos de los campos de refugiados y los integrantes de la burocracia y la diplomacia de Arafat, seducidos por un nivel de vida para nada acorde con el resto de la población. Si bien el presidente de la ANP había venido resistiendo al lado de sus connacionales las embestidas criminales de la ocupación israelí, y había expresado su determinación de morir en lo que queda de su cuartel general antes que huir y abandonar a los palestinos, su traslado a París, así sea por motivos médicos fundados y graves, confirma la existencia creciente de una desigualdad social lesiva en cualquier circunstancia, pero particularmente inaceptable en el caso de un pueblo sistemáticamente masacrado, despojado, humillado y acorralado por la maquinaria de guerra y propaganda israelí, que cuenta con el respaldo incondicional de la máxima potencia bélica y económica del mundo. Y es que, de las decenas de habitantes de Gaza, Cisjordania o la Jerusalén oriental que prácticamente todos los días resultan heridos de gravedad por los ocupantes, ninguno tiene la menor posibilidad de irse a curar a países vecinos como Jordania o Egipto, y ya no se diga a la capital francesa.

Tal inconsecuencia hace pensar que, incluso si Arafat se recupera de su enfermedad, y aun en el caso de que el gobierno israelí cumpla su palabra de permitirle el regreso a Ramallah, los acontecimientos de estos días podrían marcar el final de una dirigencia cuya trascendencia histórica está fuera de toda duda, pero que de un tiempo a la fecha parece no estar a la altura de los sufrimientos inconmensurables de su pueblo ni de la voluntad mostrada por los palestinos de a pie para lograr la liberación de su país y la constitución de un Estado propio.
 

 
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