México D.F. Domingo 31 de octubre de 2004
Tentaciones
Asne Seierstad
Como una primicia para los lectores de La Jornada,
ofrecemos un adelanto de El librero de Kabul, un retrato de la
capital afgana a cargo de la reportera noruega Asne Seierstad, corresponsal
de guerra que pasó varios meses en Afganistán en 2001 y en
Irak en 2003. Narra hechos reales. La anécdota la centra en el librero
Sultán Khan, a quien sucesivamente los comunistas, los muyahidines
y los talibanes saquearon e incendiaron su librería. Como testigo
de la vida cotidiana de este hombre, la autora describe la condición
femenina bajo la burka, pues vistió el atuendo local para
realizar este fascinante reportaje. El libro empezará a circular
en breve en nuestro país. Reproducimos este fragmento con autorización
de editorial Océano.
Ella entra con la luz del sol como una gracia ondeante
que irrumpe en la penumbra de la habitación. Mansur sale de su letargo
a la vista de esta criatura que se desliza por las estanterías.
-¿En qué puedo ayudarte?
Mansur
sabe de inmediato que tiene ante él a una mujer joven y bella: lo
ve en el porte, los pies, las manos y la manera de llevar el bolso. Contempla
los dedos largos y pálidos.
-¿Tiene Química nivel II?
Mansur pone su cara de librero más profesional.
Sabe que no tiene el libro; no obstante, pide a la joven que lo siga hasta
el fondo del local para buscarlo. Se coloca muy cerca de ella y busca en
los estantes, mientras el perfume de la joven le cosquillea en la nariz.
Se pone de puntillas y se inclina fingiendo buscar. A veces voltea hacia
ella para escrutar las sombras de los ojos. Nunca ha oído hablar
de ese libro.
-Por desgracia, no nos queda ningún ejemplar aquí,
pero tengo algunos en casa. Si puedes volver mañana, te lo traigo.
Al día siguiente se pasa toda la jornada esperando
que aparezca la maravilla, sin el libro de química, pero con un
plan. Pasa el tiempo elaborando nuevas fantasías hasta la hora de
cerrar, al crepúsculo. Frustrado, baja las rejas metálicas
que protegen las agrietadas lunas del escaparate por la noche.
Ese día, el posterior a su decepción, está
de mal humor y languidece detrás del mostrador. Privado de electricidad,
el local está en sombras, y ahí donde entran los rayos del
sol, el polvo vuela, acentuando la tristeza del lugar. Cuando los clientes
le piden un libro, Mansur responde secamente que no lo tiene, incluso si
está en un estante delante de sus narices. Maldice las cadenas que
lo atan a la librería de su padre, maldice a su padre que no le
deja el viernes libre ni le permite estudiar, que no lo deja comprar una
bicicleta o ver a sus amigos. Odia las obras polvorientas de la tienda;
de hecho, odia los libros en general y no ha empezado a leer uno solo desde
que lo sacaron del colegio.
Lo despiertan unos pasos ligeros acompañados por
un crujido de tela pesada. Igual que la primera vez, ella aparece en medio
de un rayo de sol que hace bailar el polvo de los libros a su alrededor.
Mansur reprime las ganas de saltar de pura alegría y de nuevo adopta
un aire de librero serio.
-Te esperaba ayer -comenta con el tono benevolente de
un profesional. Tengo el libro en casa, pero no sabía qué
edición ni qué encuadernación o qué precio
buscas. Este libro ha salido en muchas ediciones y no podía traerlas
todas. ¿Podrías acompañarme para elegir el ejemplar
que quieres?
La joven dentro de la burka lo mira extrañada
y manosea su bolso un poco insegura.
-¿A tu casa?
Ambos se quedan callados durante un momento. "El silencio
es el mejor medio de persuasión", piensa Mansur, temblando de nerviosismo.
Es una invitación osada la que acaba de hacer.
-Necesitas el libro, ¿no? -dice por fin.
Milagro
de milagros, la muchacha acepta. Se sienta en el asiento trasero del coche,
pero de forma que puede ver a Mansur por el retrovisor. Durante la conversación,
él intenta sostener lo que cree es su mirada.
-Bonito coche -comenta la joven. ¿Es tuyo?
-Ah, es mío, pero no es nada especial -responde
Mansur, restándole importancia. Pero entonces el vehículo
parece aún más bonito, y él, más rico.
Conduce al azar por las calles de Kabul con una joven
velada en el asiento trasero. No tiene el libro que ella busca, y además
en casa están su abuela y todas sus tías. La presencia tan
cercana de la desconocida lo preocupa y lo excita. En un momento de valentía,
le pide que lo deje ver su cara. Ella se queda completamente rígida
durante unos segundos antes de levantar la pieza delantera de la burka
y mantener su mirada en el retrovisor. Lo sabía: es muy bella, sus
ojos maquillados son grandes y oscuros. Parece unos años mayor que
él. Haciendo unas piruetas verbales excepcionales, y gracias a su
encanto y su capacidad de convencer, Mansur logra que la estudiante se
olvide del libro de química y la invita a un restaurante.
Detiene el auto, la joven sale y se cuela discretamente
por la escalera que lleva al restaurante Marco Polo, donde Mansur pide
toda la carta: brochetas de pollo asado, kebab, mantu (fideos afganos
rellenos de carne), pilau y pudín de pistache de postre.
Durante la comida, Mansur intenta hacerla reir, quiere
que se sienta halagada y la invita a comer más. Ella está
sentada en un rincón del restaurante, de espaldas a las otras mesas,
con la burka echada hacia atrás. Ha dejado a un lado los
cubiertos y come con las manos, como la mayoría de los afganos,
mientras le cuenta su vida a Mansur y le habla de su familia y de sus estudios.
Pero él, presa de la excitación, no la escucha. Es su primera
cita, su primera cita ilegal. Al irse deja una propina exageradamente generosa
a los camareros con la que busca impresionar a su acompañante. Por
su vestimenta, Mansur deduce que no es rica, pero que tampoco es pobre.
El tiene que volver cuanto antes a la tienda y ella entra sola en un taxi,
algo que con el régimen talibán hubiera costado latigazos
y cárcel para ella y para el taxista. La cita que acaban de celebrar
en el restaurante habría sido imposible entonces, un hombre y una
mujer que no eran parientes no podían caminar juntos por la calle,
y ni en sueños ella hubiese podido quitarse la burka en público.
Las cosas han cambiado, por suerte para Mansur, quien promete a la estudiante
llevarle el libro a la tienda al día siguiente.
Toda la jornada siguiente pondera qué decirle a
la chica cuando vuelva. Debe cambiar de táctica, dejar de ser librero
y empezar a comportarse como un seductor. Del lenguaje del amor, Mansur
no conoce otra cosa que las frases grandilocuentes de las películas
indias y paquistaníes, que invariablemente comienzan con un encuentro
y pasan por el odio, la traición y el desengaño antes de
acabar con maravillosas promesas de amor eterno. Buena escuela para un
joven seductor.
Detrás del mostrador, junto a una pila de libros
y de papeles, Mansur se imagina la conversación con la estudiante:
-Desde que te fuiste ayer, no he dejado de pensar en ti.
Sabía que tú tenías algo especial, que tú estás
hecha para mí. ¡Eres mi destino!
Seguramente le gustará escuchar esto, y habrá
que mirarla a los ojos, tal vez incluso tomarla de la muñeca.
-Necesito estar a solas contigo. Quiero verte entera,
quiero ahogarme en tus ojos -dirá.
O se mostrará más reservado y le dirá:
-No te pido mucho, sólo que si puedes vengas de
vez en cuando; lo entenderé si no quieres hacerlo, pero ¿podrías
entonces venir al menos una vez a la semana?
Tal vez debía hacerle promesas:
-Cuando cumpla 18 años, podremos casarnos.
Tendrá que actuar como el Mansur del auto caro,
el Mansur de la tienda elegante, el Mansur que da generosas propinas, el
Mansur vestido al estilo occidental. Tiene que tentarla con la vida que
podría tener con él.
-Tendrás una casa grande con jardín y muchos
criados, e iremos de viaje al extranjero.
Tiene que hacerla sentirse deseada y demostrarle lo mucho
que ella significa para él.
-Sólo te quiero a ti, cada segundo que paso sin
ti es un sufrimiento.
Si aun así ella no hace lo que él le pide,
habrá que echar mano del dramatismo:
-Si me dejas, ¡primero mátame! ¡O de
lo contrario quemaré el mundo entero!
Pero la estudiante no vuelve ese día, ni al siguiente,
ni al siguiente. Mansur sigue ensayando sus mensajes, pero se siente cada
vez más descorazonado. ¿Será que no le cayó
bien a la muchacha? ¿Acaso sus padres la descubrieron y le han prohibido
salir? ¿Es posible que alguien los viera y los delatará?
¿Tal vez un vecino o un pariente? ¿Dijo él algo improcedente?
Un señor mayor con bastón y gran turbante
interrumpe sus cavilaciones saludando en voz baja y preguntando por una
obra religiosa, que Mansur -fastidiado- le tira sobre el mostrador. El
no es Mansur, el seductor, no es más que Mansur, el soñador
romántico, el hijo del librero.
Cada día la espera y cada día cierra con
llave las puertas metálicas sin que ella haya hecho acto de presencia.
Las horas que Mansur pasa en la tienda se vuelven cada vez más insoportables.
La librería de Sultán no es la única
de la calle, hay otras; así como hay otras papelerías, centros
de copiado y talleres de encuadernación. En una de las tiendas trabaja
Rahimula. Pasa a menudo por la tienda de Mansur a tomar té y charlar,
pero este día es Mansur quien pasa por la tienda de Rahimula. Lamenta
su suerte; Rahimula sólo se ríe.
-Eso te pasa por probar suerte con una estudiante. Esas
son demasiado virtuosas; debes intentarlo con alguien que necesite dinero.
Las más fáciles son las mendigas, y muchas de ellas no están
nada mal. O vete donde está la ONU y ofrécete para distribuir
harina y aceite, ahí van muchas viudas jóvenes.
Mansur se queda boquiabierto. Conoce la esquina donde
se reparte comida para los más necesitados, sobre todo viudas de
guerra con hijos pequeños. Reciben una ración al mes, y muchas
mujeres venden una parte de la ración ahí mismo para obtener
un poco de dinero.
-Tú ve allí y búscate una con aspecto
juvenil. Cómprale una botella de aceite y pídele que venga
aquí. "Si vienes conmigo a la tienda, yo te ayudo en el futuro",
eso les suelo decir yo. Cuando vienen, les ofrezco un poco de dinero y
las llevo a la trastienda. Llegan con el velo y salen con el velo; nadie
sospecha nada. Yo obtengo lo que quiero y ellas se quedan con dinero para
sus hijos.
Incrédulo, Mansur mira cómo Rahimula abre
la puerta de la trastienda para mostrarle cómo funciona. La pieza
es de unos pocos metros cuadrados y el suelo está cubierto con cajas
de cartón desplegadas, sucias, pisadas y con manchas oscuras.
-Les quito el velo, el vestido, las sandalias, los pantalones
y la ropa interior. Una vez dentro, es demasiado tarde para cambiar de
opinión. Gritar es impensable: incluso si alguien viene en su auxilio,
la culpa será de ella de todas formas, y saben que el escándalo
les arruinaría la vida. Con las viudas no hay problema, pero si
son jóvenes, si son vírgenes, lo hago entre sus piernas,
simplemente les pido que las aprieten. O lo hago por detrás, ya
sabes, por detrás -explica el comerciante.
Mansur mira desconcertado al hombre, que es algo mayor
que él. ¿Tan simple es?
Esa misma tarde, cuando para junto a la masa azul de burkas,
comprueba que no, que no es tan simple. Compra una botella de aceite, pero
las manos de la mujer que se la ofrece son ásperas y están
gastadas. Mira alrededor de él y sólo ve pobreza. Tira la
botella en el asiento trasero del auto y se va.
Mansur ha dejado de ensayar las frases cinematográficas
pero sin abandonar la esperanza de tener que usarlas algún día.
Una joven viene a la tienda y pregunta por un diccionario inglés.
El pone su cara más amable y ella le cuenta que ha iniciado un curso
de inglés para principiantes. Todo un caballero, el hijo del librero
le ofrece su ayuda:
-Tengo pocos clientes. Si quieres, podría ayudarte
con tus tareas.
El
refuerzo escolar empieza en el sofá de la tienda y continúa
detrás de una estantería, con promesas de matrimonio y fidelidad
eterna. Un día Mansur levanta el velo de la chica y la besa. Ella
se zafa y se va para no volver nunca más.
Una vez liga con una chica que conoce en la calle, es
una analfabeta que nunca ha visto un libro. Está esperando en la
parada de autobuses que hay enfrente de la tienda, y Mansur le dice que
quiere mostrarle algo. La joven es guapa y dócil y va varias veces
a la tienda. También a ella Mansur le promete un futuro dorado,
y ella a veces se deja toquetear por debajo de la burka. Pero esto
sólo hace que a Mansur le hierva más la sangre.
-Tengo el corazón negro -le confía a Eqbal,
su hermano menor, pues sabe que no es bueno pensar en esas muchachas.
-Me pregunto por qué son tan aburridas -le comenta
Rahimula un día que Mansur pasa a tomar té en su tienda.
-¿Cómo que aburridas? -pregunta Mansur.
-Aquí las mujeres no son como las de las películas.
No se mueven, permanecen completamente rígidas -explica el hombre
de más edad.
Ha conseguido unos filmes pornográficos y cuenta
cada detalle a Mansur: lo que hacen las mujeres y qué aspecto tienen.
-¿Será que las mujeres afganas son diferentes?
Intento explicarles lo que tienen que hacer, pero nada... -suspira, y Mansur
también.
Entra una chiquilla en la tienda, tal vez tenga doce años,
tal vez catorce. Tiende una mano sucia y mira implorante a los dos hombres.
Un sucio chal blanco con flores rotas le cubre la cabeza
y los hombros, es demasiado pequeña para llevar la burka,
que no se suele llevar hasta la pubertad.
En las tiendas a menudo entran mendigos. Mansur suele
decirles que se vayan, pero Rahimula se queda mirando la cara infantil
con forma de corazón. Saca 10 billetes del bolsillo, la chiquilla
abre los ojos de par en par e intenta cogerlos con codicia, pero la mano
de Rahimula se escapa. El comerciante dibuja un gran círculo en
el aire con la mano mientras mantiene la mirada de la pequeña mendiga.
-No hay nada gratis en la vida -declara.
La mano de la chica se inmoviliza. El hombre mayor le
tiende dos billetes.
-Vete a un hammam (baño turco), lávate
y vuelve después. Entonces te daré el resto.
Ella mete el dinero apresurada en el bolsillo del vestido
y esconde la cara a medias detrás del sucio chal con las flores
rotas. Mira a Rahimula con un solo ojo. En una de sus mejillas y en su
frente se ven las marcas dejadas por la viruela. Da media vuelta y se va;
su cuerpo delgado desaparece en las calles de Kabul.
Unas horas más tarde regresa recién lavada.
Una vez más, Mansur está de visita.
-Bueno, va -dice Rahimula, resignándose a que la
chiquilla lleve la misma ropa sucia de antes. Sígueme a la trastienda,
te voy a dar el resto del dinero -le promete sonriendo. Y luego, dirigiéndose
a Mansur, añade-: Cuida de la tienda mientras.
La niña y Rahimula se ausentan durante mucho tiempo.
Una vez satisfecho, el comerciante se viste y pide a la pequeña
que se quede echada sobre los cartones.
-Es tuya -le ofrece a Mansur.
Mansur se queda mirándolo. Echa un vistazo a la
puerta de la trastienda y sale corriendo de la tienda.
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