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E S P E C T A C U L O S
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México D.F. Martes 2 de noviembre de 2004

Administradora del panteón del Tepeyac, su vida ha pasado entre tumbas y epitafios

Doña Delfina, inquilina de la casa de los muertos, consagra su vida a atenderlos

KARINA AVILES

En la memoria de ella pasan velozmente las imágenes: primero, la de la mujer suicida, la del hombre que la atacaba con su mirada y no eran más que los ojos de un retrato y, de pronto ahí aparece, ahí está la escena por la que se le pregunta: un señor hincado, pelo cano, "morenito", siempre llorando, "sobrino" de su "Alteza Serenísima".

tumba_santaanna5Ya hace muchos años de aquello, tantos, que la remiten a su niñez, cuando jugaba a las escondidas con sus hermanos en este panteón que era el gran "jardín" de su casa.

Aquí se conocieron sus padres y aquí se amaron. Su mamá era la que llevaba la leche al administrador del cementerio y entre tantos repartos encontró al que después sería su compañero, un hombre que como peón cuidaba que todas las tumbas tuvieran lo necesario: agua en las flores, humedad en la tierra, limpieza en las lápidas.

Así, quitaba el polvo a Luisito Segura Vilchis, asesinado junto con el padre Pro; a doña Delfina, la primera esposa de Porfirio Díaz, y ni qué decir de otros menos conocidos como Luis Galeti, "herido trágicamente en el pueblo de San Juan de Aragón".

Los esposos vivieron felizmente en la casa que se encontraba en este panteón, pues el administrador de aquel entonces decidió dejárselas porque no quería morar en un cementerio.

Tuvieron siete hijos. Uno de ellos es Minerva, la pequeña que se escondía del resto de sus hermanitos en el mejor sitio para hacerlo. Cuando eran los horarios de visita, su padre le prohibía jugar entre estos monumentos de piedra, mármol blanco y cantera, porque le enseñó que debía guardar "mucho respeto por las personas" que se acordaban de sus difuntos.

Los años empezaron a transcurrir hasta que el juego se acabó y empezaron las serenatas de los pretendientes de Minerva y sus tres hermanas. Sólo que en lugar de balcón aparecía una gran enrejado negro con vista a una alfombra de criptas.

Pronto, se hicieron famosas y popularmente conocidas como "las muchachas del panteón". Y no era para menos, a los 17 años, Minerva empezó a trabajar "oficialmente" en las oficinas de panteones ubicadas entonces en el Zócalo capitalino.

Era un "plus" vivir en la casa de los muertos. Sus amigas no le creían, sus enamorados lo comprobaban al llevar sus cantos hasta su domicilio y, ella, siempre gustosa de habitar en este lugar hasta que, finalmente, con su boda, ya no pudo hacerlo.

Sin embargo, el destino la volvió a traer a la que siempre ha sido su casa. Después de algunos años, regresó a trabajar aquí como "secretaria, pero con plaza de peón" y, al fallecer el administrador, se quedó en su remplazo.

Toda una vida en el sitio de la muerte. En una ocasión sí la sorprendió otra mujer. Todo parecía que su interés era pasear por el panteón porque no tenía familiar alguno a quien visitar. Se detuvo en una cripta, sacó una pistola, se apuntó y murió en el sitio.

Otro día, mientras estaba aseando una lápida, Minerva sintió todo el peso de la mirada de alguien. Volteó y no había nadie, situación que se repitió varias veces, pero era tal el sentimiento que empezó a buscar entre las tumbas hasta que abrió la puerta de una capilla y ahí encontró el retrato de un hombre.

Todos los días hace lo mismo. Recorre el cementerio y, al igual que su padre, barre y riega la orilla de los monumentos, afloja la tierra, acomoda las plantas. Hoy, mujer de 62 años, no recuerda con precisión muchas fechas, pero sí a aquel hombre que año tras año llegaba al panteón del Tepeyac.

"Era un señor de pelo cano, morenito, nada especial, siempre estaba llorando agachado frente a la tumba de Antonio López de Santa Anna. Decía que era su sobrino". Hace unos 15 años, dice Minerva, dejó de venir. Esto coincidió con un reportero que quería entrevistarlo, sin embargo, la cita con el informador no se llevó a cabo y, en cambio, aquel "familiar lejano" no regresó jamás.

Esta tumba, cuenta, está muy abandonada, triste, nadie viene a visitarla. "La gente que pasa por ahí comenta de todo, que fue un traidor, pero otros dicen que lo mejor hubiera sido que vendiera todo México". Pero Minerva Carrillo no hace distinciones entre los difuntos del Tepeyac porque cuando le reza a las "ánimas benditas" ella piensa: "nadie los viene a ver, pero aquí estoy yo". 

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