Jornada Semanal,  domingo 7 de noviembre  de 2004             núm. 505

LO QUE DICE GUILLERMO

Mi colega, el poeta Eduardo Casar, da clase en la misma escuela que yo. Él dice, con el humor y la sagacidad que lo caracterizan, que desde el primer día de clases sabe quiénes van a ser los alumnos molones. Los que nunca van a estar de acuerdo; los que rechazarán lo que el maestro tenga que ofrecer, aunque se trate de una receta para sacarse el Melate. Siempre hay alguno en un grupo. Por suerte, también los hay cómplices, ésos a los que les gusta ir a las clases simplemente porque el asunto allí es hablar de libros.

Tengo que decir que la materia que yo imparto es Literatura infantil y juvenil, y que el tema me parece apasionante. Lo malo es que la doy en el último semestre del diplomado, cuando a los alumnos ya se les queman las habas por irse a escribir sus propias novelas, cuentos y poemas –mientras más para adultos, mejor. Y para llover sobre mojado, la clase es teórica: puro leer y casi nada de escribir. Así las cosas, puedo afirmar que al principio hay ciertas resistencias. Las primeras semanas tengo que echar mano de la artillería pesada –ensayos escritos por novelistas y críticos muy serios, los comentarios de Borges sobre Kipling, de Rushdie sobre Sendak, por ejemplo– para que mi chicle pegue. Pero no fue así con Guillermo Vega, el del encabezado de este artículo. Aunque se notaba que sus autores preferidos eran escritores alejados de la literatura infantil, leyó a Michael Ende con la misma curiosidad y lucidez con la que indagaba en los poemas de Bukowski. Sus intervenciones fueron deliciosas: aunque no vacilaba en mostrar su desacuerdo con quien fuera, maestro, alumno o autor, argumentaba cada objeción con inteligencia; siempre dice, muerto de risa, las cosas más serias sobre la escritura.

En Antología de lo indecible, su primer libro de cuentos, compruebo con alegría algo que sospechaba: que Guillermo Vega puede sostener con la misma destreza una narración desde el punto de vista de un niño o de un oficinista que anda de parranda, aunque su libro abunda en protagonistas extraños. Por ejemplo, en el monólogo "Ariadna en el laberinto", Guillermo explora el ánimo de una mujer torero abismada ante la belleza minuciosa del traje de luces.

Con un lenguaje engañosamente sencillo, en el que abundan los juegos de palabras, los chistes y las metáforas amargas, Guillermo teje catorce historias en las que el único rasero común es la falta de patetismo. Hasta en el sorprendente "La culpa", en el que el autor mira con una ternura desnuda y sin miramientos a una mujer en camino del cinismo que se detiene para formar una inesperada pietá con un amante más que improbable, Guillermo apela, sin sensiblería, a nuestra inteligencia.

En "Hijo del mar" un niño se hace hombre mucho antes de tiempo, mientras que en el hilarante "La vida sexual de los caracoles" asistimos a los rituales de los treintañeros que se niegan a ser adultos, que condecoran cada una de sus borracheras. Este último relato comienza con una frase que vuelve imposible soltar el libro hasta que no sea contestada por uno de los personajes: ¿Cuál es la peor chingadera que han hecho en su vida? que el narrador en primera persona, un tipo lleno de ironía y un leve autoescarnio, tendrá que asumir.

Fareros que a lo mejor son hombres lobo en el onírico "El tercer aullido" donde el desamor y la soledad se pelean la lucidez de un hombre; prostitutas con poderes sexuales que nos remiten a los íncubos como "El perro de Brasil"; adolescentes inseguros que entienden por primera vez al otro al hacer una entrevista como parte de sus deberes escolares o mientras ponen discos en una fiesta; estudios sexuales-teológicos; crónicas de familia; el rashomónico recuento de un suicidio y hasta una pesadilla de Dante Alighieri son las situaciones y los personajes que pueblan el universo que ha creado Guillermo. Un ámbito en el que los paisajes y los momentos están señalados por el agua. Regaderas, piletas, albercas, el mar. Las ganas de orinar, los cuerpos cubiertos por toallas, la sed. El agua como sinónimo de alejamiento, de ascendencia. El agua, los cuerpos y sus dolores (unos memorables y bien descritos dolores de espalda, sobre todo); sus fortalezas y carencias. La soledad, la ira. El sueño.

Ojalá, en estos días en los que escribir cuento es un desafío porque pocas editoriales favorecen a los cuentistas, Guillermo siga siendo el mismo provocador y continúe diciendo lo indecible.