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México D.F. Martes 16 de noviembre de 2004

Luis Hernández Navarro

Café, ataúdes, transgénicos

Febrero de 2003. En un hospital ubicado en el oeste de El Salvador -cuenta el diario Noticias del Café-, Adán Domínguez lucha contra una grave desnutrición.

Adán comparte la sala con otros 32 bebés que, como él, se encuentran al borde de la muerte. Infantes todos, hijos e hijas de pequeños caficultores o de trabajadores agrícolas que laboran en la recolección del aromático. Hambrientos, enfermos de pobreza y de escasez. Víctimas todos de la crisis que derrumbó los precios del grano.

Según reportes del Ministerio de Salud de ese país, durante 2002 fallecieron por hambre 52 niños cafetaleros menores de cinco años y la malnutrición afectaba a más de 4 mil. Los médicos encargados de atender la tragedia la explicaban: "Mucha gente que depende del café está ahora sin empleo. Es cada vez más duro para las familias proveer atención a sus hijos".

Divina Belmonte, vocero del Unicef coincidió con este diagnóstico. "Un incremento en la desnutrición infantil se ha reportado en varias zonas productoras de café en El Salvador," afirmó, y añadió: "La comida se ha vuelto más y más escasa, particularmente en las provincias de Achuapan, Sonsonete, Santa Ana y La Libertad, donde cerca de 30 mil familias padecen hambre como resultado de la caída de los precios del café a casi la mitad durante los últimos tres años".

Según datos del Sistema Básico de Salud Integral (Sibase) de ese país, durante 2003 habían muerto 12 niños por desnutrición y otras patologías asociadas. Un año antes, en el municipio de Tacuba, Ahuachapán, un total de 40 menores fallecieron por la misma razón en cuatro municipios de Ahuachapán.

La gravedad de la situación obligó, en julio de 2003, al Programa Mundial de Alimentos (PMA) a emprender la distribución de raciones de maíz, arroz y productos fortificados a más de 10 mil familias, en dos de los principales departamentos del país que reúnen aproximadamente 30 por ciento de la producción salvadoreña del grano.

La hambruna también llegó a Guatemala. De acuerdo con la Agencia de Desarrollo de Estados Unidos (AID), en 2002 ese país experimentaba "una crisis de aguda desnutrición infantil generalizada, provocada por los efectos acumulados y exasperantes de la sequía y el empleo muy reducido en el sector cafetero.

La información censal más reciente indica que más de 30 mil niños en 91 municipalidades sufren de desnutrición aguda. De éstos, más de 7 mil se encuentran en estado de consunción moderada o grave".

Tan grave seguía siendo la situación este año que, de acuerdo con el testimonio de un médico guatemalteco, "lo que está sucediendo es una catástrofe. Siempre ha habido pobreza y desempleo temporal, pero nunca he visto un hambre tan real como ahora. Literalmente la gente no tiene para comer más que tortillas".

En Nicaragua, país vecino, la situación no es mejor.

A José Manuel Rodríguez, de cinco años, oriundo de la comunidad Kansas City, municipio de Rancho Grande, no le alcanzó la vida de tanta hambre. Lo mismo sucedió a Daniela Díaz y a Alexander Díaz, ambos de dos años de edad. Entre junio de 2002 y febrero de 2003 veintiún pequeños murieron de desnutrición y enfermedades relacionadas con ella. Los meses que siguieron no fueron mejores. Uno tras otro, los decesos alimentaron las frías estadísticas.

"Yo tenía cuatro hijos, pero uno que tenía de 15 meses falleció el jueves por desnutrición, falta de alimentos y medicinas; tengo otros tres niños enfermos, pero necesito que me ayuden porque mi casa es de plástico y no tengo adónde ir cuando llueve", relató en septiembre de 2002 Yessenia Martínez, una de los miles de campesinos hambrientas en el norte de Nicaragua.

En la marcha que desde las montañas hasta Matagalpa realizaron en agosto de 2003 los jornaleros del café para enfrentar la hambruna provocada por la crisis, y en la que de acuerdo con el Centro Nica-ragüense de Derechos Humanos fallecieron 14 personas, entre las que se encontraban dos niños, participó Marlyn, una madre de 22 años de edad con un hijo de 16 meses. Sollozando dijo a un periodista: "Ahorita vamos sin comer y ya no aguantamos. Esto está tremendo. No hay trabajo y los niños se nos están muriendo de hambre porque ahora ya no hay ni gui-neos en el campo".

Con las regiones cafetaleras infestadas de mosquitos, los brotes de malaria y dengue no tardaron en hacerse presentes. "Las mujeres y los niños son los que van a ser más afectados", declaró, desbordado, el doctor Juan Carlos Sánchez, director de Sistemas Locales de Atención Integral en Salud (Silais) de Matagalpa.

Tan aterradora era -es- la situación que en el informe de la alcaldía de Matagalpa se señaló que entre enero y agosto de 2002 el rubro de "donación de ataúdes" al sector rural alcanzó la cifra de 120, muchos para infantes. Un año antes la cantidad de féretros entregados había sido de sólo 50.

Quienes promueven el uso de transgénicos argumentan que son un arma muy poderosa para derrotar el hambre. Pero todas estas muertes por desnutrición de infantes, inútiles y prevenibles, no tienen que ver con la falta de alimentos, sino con la falta de ingresos y trabajo de sus padres. No están relacionadas con niveles bajos de productividad, sino con la pobreza y la desigualdad. No dependen de que no se siembre con semillas genéticamente modificadas, sino de que el mercado de café está desordenado y los países consumidores y las grandes compañías trasnacionales -que acabaron con el sistema de cuotas que regulaban oferta y demanda- han derrumbado los precios del aromático.

A pesar del hambre que hay en el mundo, sobra comida. Para combatirla no se requiere aumentar los rendimientos, sino acabar con la marginación y la exclusión. No hacen falta productos transgénicos, inciertos para la salud y propiciadores de dependencia para los agricultores; lo que se necesita es poner fin a un mo-delo que condena a los campesinos a ser simples sobrantes.

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