La Jornada Semanal,   domingo 28 de noviembre  de 2004        núm. 508
 
Para llegar
a José Luis González

Néstor E. Rodríguez

En el pasillo atestado de gente sobresalía un torso algo cansado sosteniendo una cabeza casi blanca. No era difícil reconocer en ese cuerpo que se movía trabajosamente a José Luis González. Lo seguí con paciencia hasta una pequeñísima aula de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Esperé a que se sentara
y fumara su primer cigarrillo para presentarme:

–Profesor, me llamo Néstor Rodríguez, soy dominicano y vivo en Puerto Rico desde niño, como usted.

–Entonces es un transterrado, como todos aquí –me contestó sin ceremonias, y acto seguido invitó al resto de la clase a presentarse y mencionar sus lugares de origen. Entre los alumnos había venezolanos, cubanos, panameños, colombianos, guatemaltecos, chilenos y hondureños, además de una mayoría de mexicanos provenientes de pueblos y ciudades del interior. Un solitario y tímido chilango aseguraba no dejar sin representación a los estudiantes de Ciudad de México. A casi diez años de la muerte de José Luis González todavía resuenan en mi memoria aquellas palabras dichas con la tranquilidad de quien se sabe reconciliado con su indefectible extranjería.

El exilio jugó un papel primordial en la vida, la poética literaria y el pensamiento político de José Luis González. Hablo del exilio entendido en su acepción tradicional de ausencia del país de origen (González vivió en San Juan, Nueva York, Praga y Ciudad de México, donde falleció en 1996), pero también de esa particular condición de ostracismo que tiene que ver con la manera en que el individuo se posiciona en los márgenes de lo establecido a nivel cultural o político. González entendió el exilio desde estas dos vertientes para él inclusivas.

A manera de testador, González supo observar los cambios radicales en la cotidianidad insular de los años cuarenta, haciendo de ellos material estético en un momento en que la norma literaria se aferraba al costumbrismo ruralista. Este carácter heterodoxo de su cuentística se vio reforzado en 1947, cuando se establece por primera vez en Nueva York. Allí vivió por tres años, el tiempo suficiente para descubrir las difíciles condiciones de vida de los miles de puertorriqueños que emigraron con la intención de mejorar su solvencia económica. El descubrimiento de esa creciente diáspora activó en González no sólo un cambio temático en su producción literaria, sino la certidumbre de que esa comunidad de emigrados constituía "un aspecto importante de la experiencia nacional puertorriqueña" en general. Muchos de sus más celebrados relatos se enfocan en el puertorriqueño desarraigado que intenta encontrar su lugar en un entorno social adverso que no le ofrece oportunidades de integración. En "La carta", por ejemplo, un jíbaro recientemente emigrado escribe a su madre en Puerto Rico. El personaje de Juan exagera los detalles de sus condiciones de vida en Nueva York, haciendo creer a su progenitora que en realidad está disfrutando de la prosperidad económica que describían los que habían partido al norte antes que él. En las líneas finales del relato el lector se entera de la verdadera situación de Juan: no tiene ni un centavo y para enviar la carta ha debido acuclillarse frente a la oficina de correos y fingirse tullido. De esa manera obtiene las monedas necesarias para comprar el sobre que llevará a Puerto Rico su mensaje de falso bienestar.

A pesar de la prolijidad de su obra narrativa es en el plano de la ensayística donde González dará más de qué hablar. Su texto más comentado en este renglón es sin lugar a dudas El país de cuatro pisos (notas para una definición de la cultura puertorriqueña), publicado en la revista Plural, de México, en 1979, y en una versión ampliada y definitiva en San Juan al año siguiente. En El país de cuatro pisos González se ampara en una tradición de larga prosapia en América Latina, una herencia que principia con el venezolano Andrés Bello en los albores del siglo XIX y que tiene como cultores a Sarmiento, Martí, Hostos, Rodó, Vasconcelos, Henríquez Ureña, Mañach, Mariátegui, Paz y el brasileño Antonio Candido, entre otros; me refiero al ensayo de definición cultural. González subraya en su escrito la presencia de cuatro "pisos" históricos que se han superpuesto en la conformación de la cultura puertorriqueña. La zapata sobre la cual se erige ese edificio cultural está conformada por la herencia afrocaribeña, que a modo de crisol incorporó el sustrato indígena y sobrevivió a cuatro siglos de vasallaje político español. El segundo piso se vincula al flujo inmigratorio proveniente sobre todo de la Europa mediterránea y de Sudamérica a lo largo del siglo XIX. El cambio de poder colonial en 1898 marca la superposición de un tercer piso al edificio de la cultura puertorriqueña. Este nuevo nivel se extenderá hasta la década de los cuarenta, cuando se inicia en la isla el apurado proceso de modernización a nivel económico y social que culminará con la creación del Estado Libre Asociado. Para el momento en que se publica El país de cuatro pisos Puerto Rico se encontraba sumido en la envoltura cultural de este cuarto piso todavía en construcción.

El tiempo se ha encargado de atenuar la contundencia de la visión de la puertorriqueñidad esbozada por González en El país de cuatro pisos; con todo, la magnitud del asedio a la ciudad letrada puertorriqueña y su modelo hispanófilo de cultura ha sido tal que a más de dos décadas de su publicación original aún es lectura obligada en currículos escolares y universitarios. ¿A qué se debe la calidad monumental de las indagaciones de González sobre la cultura puertorriqueña en estos tiempos? Me atrevo a conjeturar que su principalía radica en haber ubicado el surgimiento y desarrollo de las múltiples culturas que integran la puertorriqueña en el espacio más amplio de lo caribeño y lo latinoamericano, territorio poroso por donde se cuela la condición necesariamente errante de toda subjetividad.