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Jueves 16 de diciembre de 2004

Víctor M. Toledo*

La ciencia como dogma: corporaciones, transgénicos y biotecnología

Acabo de cumplir 35 años realizando investigación científica en México. Creo haber recorrido todos o casi todos los peldaños que la institución social de la ciencia impone a quienes se dedican a ella. Y no obstante que sigue sorprendiéndome el enorme valor del análisis basado en la razón para la interpretación de la realidad, no dejan de asustarme de la misma manera los múltiples mecanismos por los cuales eso que con todo rigor llamamos ciencia se vuelve, tan fácilmente, conocimiento dogmático. Convertida en dogma, la ciencia no responde ya al juego limpio del pensamiento lógico, sino a intereses, visiones, pasiones y deformaciones de quienes la realizan, la patrocinan o la usan. Creo que sólo existe una manera de superar esa limitación: la discusión objetiva y rigurosa de los hechos y la aceptación obligada de sus resultados, y eso es lo que intento mostrar con esta breve nota.

La historia de la ciencia, no obstante ser una forma de conocimiento bastante joven para el tiempo de la especie, está plagada de ejemplos en los que las ideas, aportes, descubrimientos y datos provenientes de la investigación científica han sido ignorados o prohibidos o manipulados o sobredimensionados, especialmente en aquellos temas en los que se ponen en juego valores o intereses en conflicto no dentro de la ciencia sino en la sociedad.

El caso más reciente es sin duda el de los organismos genéticamente modificados (OGM) utilizados en la agricultura (alimentos transgénicos), innovación de la moderna biotecnología, cuyos supuestos beneficios sociales son aún cuestionables y cuyas posibles consecuencias ecológicas y para la salud humana han despertado una intensa polémica. El tema ha generado cientos de artículos científicos, de divulgación y periodísticos, decenas de libros e innumerables actividades internacionales durante los pasados 10 años.

En la discusión, los principales opositores y críticos al uso de los alimentos transgénicos han sido investigadores del nuevo campo de la agroecología (Altieri, Rosset, Gliessman, Conway), además de sociólogos rurales (Buttel, Lappé, Pengue), economistas, antropólogos y politólogos. Más allá del ámbito científico, el debate sobre los alimentos transgénicos ha adquirido niveles muy altos de "temperatura" por el hecho de ser un invento fundamentalmente impulsado por poderosas corporaciones agroalimentarias, las mismas que décadas atrás promovieron el uso de pesticidas y otros agroquímicos (Monsanto, DuPont, Bayer, Dow Agro Sciences y Syngenta). Es decir, se trata de un diseño engendrado por una ciencia corporativizada al servicio de las estrategias e intereses económicos de esas compañías, lo cual ha terminado por marcar las pautas de investigación de innumerables instituciones públicas y universidades de todo el mundo que realizan investigación biotecnológica.

En el caso de México, especialmente en el asunto del maíz, el uso de las semillas transgénicas difícilmente podría alcanzar al sector campesino y tradicional, que es desde tiempos remotos el principal cultivador de ese cereal, y por otro lado podría tener efectos impredecibles de contaminación genética sobre las más de 50 razas indígenas inventadas por la civilización mesoamericana durante los pasados 7 mil años, es decir, sería una amenaza para la diversidad genética del país.

Frente a la necesidad de que la sociedad mexicana tome cartas en el asunto, se diseñó y promulgó una Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, instrumento legal que debió ser resultado -pero no lo fue- de una discusión amplia, serena y sensata por lo que está en juego y en riesgo: una cultura agrícola de varios miles de años, un riquísimo repertorio genético y biológico, y la necesidad de garantizar sin duda alguna alimentos sanos para la población rural y urbana.

En esta perspectiva destaca el documento que sobre el tema del maíz transgénico acaba de difundir la Comisión para la Cooperación Ambiental, resultado de varios meses de intensa discusión por científicos canadienses, estadunidenses y mexicanos. Destaca también el acto que realizó la UNAM en otoño de 2002 y que reunió a casi una treintena de investigadores, ambientalistas, empresarios e industriales, y que ha dado lugar a un libro (Transgénicos: ciencia, ambiente y mercado, Siglo XXI Editores) pletórico de puntos de vista diferentes, complementarios y, por supuesto, contradictorios.

Con éstos y otros muchos antecedentes de por medio resaltan las actitudes poco responsables, tendenciosas o poco informadas en torno a la nueva ley, de innumerables periodistas (por ejemplo las columnas de Carlos Mota y Carlos Marín en Milenio), funcionarios públicos (el titular de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales) y, por supuesto, las de los "científicos" mexicanos que trabajan bajo el salario de las corporaciones (Agrobio México), no sólo porque faltan a la verdad, sino porque su intolerancia los lleva a evadir una y otra vez la discusión profunda y sus posibles conclusiones.

Lo que resulta, sin embargo, bochornoso es que la Academia Mexicana de Ciencias, institución que ha sido construida con mucho esfuerzo, dedicación y entrega de innumerables científicos naturales y sociales del país, haya avalado de manera ligera la promulgación de la ley de bioseguridad, con base en un solo punto de vista, es decir, evitando una discusión cuidadosa, amplia y exhaustiva del tema.

Su principal error fue dejar a los "especialistas" en favor de los OGM, principalmente los biotecnólogos miembros de esa institución, la discusión y el dictamen de una decisión que después fue avalada por todos sus miembros. El hecho resulta incongruente para una institución que debería ser pináculo de la objetividad y ejemplo del análisis complejo y profundo. El tema de los alimentos transgénicos es un asunto que requiere de un análisis multicriterial y multidisciplinario, lo cual implica tiempo y un especial esfuerzo de síntesis y búsqueda de consenso.

En suma, no se puede estar en contra de los avances de la ciencia, pero tampoco se pueden aceptar los argumentos ingenuos o perversos, bien o mal intencionados, que siguen creyendo que el uso de una nueva tecnología es, por definición, socialmente benéfica. La historia reciente ha mostrado errores descomunales y trágicos de la ciencia, como el uso de la energía nuclear, los pesticidas, las gigantescas instalaciones hidroeléctricas, innumerables medicamentos y, por supuesto, toda la tecnología de guerra.

Hoy los biotecnólogos han convertido a la biotecnología en una especie de religión, porque se han (auto)erigido, sin comprobarlo, en una suerte de apóstoles de la supervivencia, de redentores del hambre de los pueblos rurales, de salvadores de la agricultura ineficiente (véanse las declaraciones de la Comisión de Biotecnología en www.amc.unam.mx) y han elevado sus innovaciones a un estatus de dogma.

Se olvidan que entre el trabajo de aislamiento exitoso de un gen y su inserción en un organismo diferente y la realidad social, agraria, cultural, alimentaria y ecológica de por ejemplo los 4 millones de familias campesinas productoras de maíz en México, existe una larguísima secuencia de eventos, estructuras, circunstancias y procesos que determinan el uso conveniente o perverso de una nueva tecnología.

Esa visión resulta demasiado simplista y lo que resulta extraño es que provenga no de un simple ciudadano, sino de un individuo que se supone ha sido entrenado en el uso del pensamiento complejo. Siempre me ha intrigado esa necesidad entre muchos hacedores de la ciencia de sentirse redentores sociales, un mecanismo profundo y quizás inconsciente que les ayuda a sobrellevar una vida de rigor y sacrificio personales, pero que los lleva irremediablemente a adoptar una visión ingenua.

Hoy, la antigua "ciencia inmaculada" libre de toda culpa social ha ido quedando al descubierto en la medida en que la investigación científica ha sido más y más cooptada por el poder de las corporaciones (electrónica, genética, farmacéutica, automotriz, alimentaria, biotecnológica) y por la industria de la guerra (en Estados Unidos se estima que 60 por ciento de la investigación se dedica a apoyar el aparato bélico).

En el mundo de hoy, en la sociedad del riesgo global, la ciencia sólo puede ser válida cuando es socialmente responsable, y ello implica una mínima ética de los investigadores, la cual, por cierto, comienza con una rigurosa observación de reglas tan elementales como las de aceptar y propiciar el diálogo y la discusión aun cuando existan puntos de vista contradictorios al propio, o la de reconocer que la complejidad alcanzada por la realidad actual nos enfrenta a frecuentes sorpresas e incertidumbres.

No podemos dejar de olvidar que este mundo que hoy vivimos con todos sus horrores, absurdos y necedades ha sido construido mediante el trabajo laborioso de un ejército de técnicos y científicos teóricos y aplicados, y que, por consecuencia, los problemas generados no podrán ser resueltos más que por otra ciencia que cuestione los métodos, esquemas y valores de la ciencia que los creó (Einstein). Dicho de otra forma, se requiere de una "ciencia con conciencia" (Edgar Morin) que haga inmune a los científicos de sus recurrentes posiciones dogmáticas.

*Especialista del Centro de Investigaciones en Ecosistemas de la UNAM y Premio Nacional al Mérito Ecológico 1999

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