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EL FRACASO MAS COSTOSO 20 de diciembre de 2004
Para los contribuyentes mexicanos fue el peor de los negocios. Por la venta de los bancos entre 1991 y 1992 el fisco recibió el equivalente a 12 mil 300 millones de dólares. El rescate de las instituciones alcanza un costo que supera 100 mil millones dólares. La deuda que queda por pagar alcanza 750 mil millones de pesos que generan intereses anuales, principalmente en favor de los propios bancos rescatados, por 60 mil millones de pesos. Se trató de la mayor contratación de deuda a cargo del gobierno en la historia. Todo ello con una enorme laxitud del marco legal.

Mario Di Constanzo

Sin duda, la crisis económica por la que atravesó el país en 1995 tuvo su origen en graves errores de conducción de la política financiera que indujo a que México dependiera fuertemente del capital extranjero, gran parte de tipo especulativo. Una de las principales consecuencias fue la quiebra del sistema bancario.

Con el argumento de proteger el ahorro de los mexicanos y asegurar que la banca quedara en manos de inversionistas nacionales, el gobierno del presidente Ernesto Zedillo empleó un mecanismo discrecional y sin diseño institucional para rendir cuentas, el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), para gestionar la crisis de las instituciones bancarias y a la postre asumir el quebranto, al margen de las disposiciones constitucionales en materia de deuda pública. No debe olvidarse que el Fobaproa estaba constituido como fideicomiso que no formaba parte de la administración pública, según consta en el artículo 122 de la Ley de Instituciones de Crédito.

El gobierno instrumentó dos grandes programas durante el rescate bancario, entre septiembre de 1995 y finales de 1999: los de intervención, liquidación y fusión de muchas de las instituciones que habían sido reprivatizadas entre 1991 y 1992, y el denominado Programa de Capitalización y Compra de Cartera (PCCC).

Los programas de intervención y saneamiento, buscaron solucionar los problemas de liquidez y descapitalización de los bancos con aportaciones de dinero público contra la tenencia de las acciones en los bancos. Esto llevó a que la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV), organismo regulador y supervisor del sistema, tomara el control de las instituciones bancarias, en lo que fue prácticamente otra nacionalización. Para 1998, la CNBV intervino 12 bancos, el primero fue Banco Unión, el 3 de septiembre de 1994, y el último Banca Confia, en agosto de 1997. En 1999 el naciente Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB) asumió el control de Serfin y Bancrecer. Es paradójico: en poco más de seis años, Ernesto Zedillo intervino un número de instituciones financieras igual al que privatizó Carlos Salinas.

Es posible documentar que la aplicación de los programas de salvamento estuvo plagada de errores y negligencias. La forma en que se efectuaron las intervenciones tuvo impacto directo sobre los costos en que incurrió el Fobaproa, con dinero público. Si la CNBV hubiera actuado de manera más decisiva y el Fobaproa de forma menos discrecional, el costo final hubiese sido menor, como fue documentado desde la primera revisión contable del proceso, practicada a instancias de la Cámara de Diputados.

El PCCC pretendía que los bancos se fortalecieran mediante la compra de cartera (créditos) por el gobierno. El Estado carecía de recursos para esa operación y firmó pagarés emitidos por el Fobaproa y avalados por el gobierno federal. Estos documentos garantizaban a los bancos subsidios mediante altas tasas de interés con cargo al erario y, por tanto, a los contribuyentes mexicanos.

Es clara la fragilidad legal de este procedimiento, como señaló en su momento el entonces diputado del PAN Fauzi Hamdan. El Estado adquirió una deuda a espaldas del Congreso y al margen de la Constitución y mediante un instrumento inadecuado, el Fobaproa.

El PCCC fue inoperante: de las 12 instituciones que recibieron los apoyos previstos, sólo cuatro siguen en funciones (Banamex, Bancomer, HSBC y Banorte). Las otras ocho fueron liquidadas, fusionadas o intervenidas, con el "doble costo fiscal" para el gobierno, o sea, los contribuyentes.

También fue discrecional, debido a que el compromiso de "capitalización" por los bancos nunca fue el mismo para todos y muchos incumplieron. Hubo otro elemento de ilegalidad, ya que los créditos transferidos por los bancos al Fobaproa fueron seleccionados por ellos mismos y eran en su mayoría incobrables.

El Fobaproa fue dirigido por un comité técnico, que tomó las decisiones para favorecer a los dueños de las instituciones y en perjuicio de los contribuyentes. Entre otros, lo integraban Eduardo Fernández, ex presidente de la CNBV; Guillermo Ortiz, actual gobernador del Banco de México; Francisco Gil, hoy secretario de Hacienda; Héctor Tinoco, hoy vocal del IPAB; Jonathan Davis, presidente de la CNBV, y lo dirigía Javier Arrigunaga, actualmente empleado de Banamex.

En abril de 2003, Bernardo González Aréchiga, ex vocal del IPAB, entregó a la Auditoría Superior de la Federación (ASF) un informe en el que señala el dilema que enfrentó el Fobaproa y cita a uno de los responsables que dijo: "A raíz de la crisis bancaria de 1995, tuvimos que escoger entre cumplir la ley y reducir el costo fiscal. Optamos por reducir el costo fiscal".

En todo caso, la ASF, al revisar la cuenta pública de 2001, concluyó que, en su opinión, "el comité técnico del Fobaproa procedió con discrecionalidad y en exceso de sus atribuciones al haber actuado sin reglas y políticas de operación que le permitieran dar transparencia e imparcialidad ...al otorgar su aval en el Programa de Capitalización y Compra de Cartera".

Los resultados a una década de la crisis bancaria muestran el rotundo fracaso de la estrategia del gobierno federal: la deuda bruta por este concepto supera los 750 mil millones de pesos, que generan intereses anuales, principalmente pagados a los bancos, por aproximadamente 60 mil millones de pesos. Esto significa que cada mexicano debe en promedio 6 mil pesos por este concepto.

Hoy, la banca extranjera controla más de 80 por ciento de los activos del mercado bancario; con ello, el crédito, especialmente para las empresas es muy reducido. Uno de los saldos del rescate es que los bancos no cumplen con su función económica, pero son muy rentables para sus dueños.

La extranjerización de la banca ha ocasionado que el Estado pierda capacidad de gestión mediante la política monetaria y de crédito para cumplir con su función de rector de la economía, como señala la Constitución. Esto exige el replanteamiento del marco jurídico que regula y supervisa el funcionamiento de los bancos.

La revisión del rescate bancario ya no es sólo un grave problema de recursos que presiona a las finanzas públicas, sino un elemento esencial de transparencia y de rendición de cuentas. Ya no es únicamente un problema económico, sino un asunto que marca la diferencia entre un Estado carcomido por la corrupción y el engaño, y otro que se basa en la ley. En este caso ni se cumplió la ley ni se redujo el costo fiscal del rescate§

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