La Jornada Semanal,   domingo 2 de enero  de 2005        núm. 513

Juan Domingo Argüelles
entrevista con José Agustín

Adiós a la onda

José Agustín nació en Acapulco, Guerrero, el 19 de agosto de 1944. Perteneciente, junto con Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña, Jesús Luis Benítez, entre otros, a una corriente literaria renovadora en México, publicó en 1964, su novela La tumba, opera prima que inauguró una precoz y brillante carrera literaria que ha continuado con otras novelas, libros de cuento, obras de teatro, crónicas y ensayos.

Aunque se ha vuelto un lugar común el ubicar la obra de José Agustín en una pretendida estética denominada "de la Onda" desde que Margo Glantz compiló y prologó, en 1971, la antología Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, el escritor rechaza esta fórmula a la que atribuye un reduccionismo lesivo. Al respecto, puntualiza: "Yo nunca he estado de acuerdo en la idea de la literatura de la onda. Ni remotamente fue una corriente literaria, y si lo fue habría que replantearla y redefinirla. Me he pasado la vida luchando contra esto que más que algo bueno me ha resultado lesivo por reductivista y folclorizante. Como Burroughs o Ferlinghetti, que nunca aceptaron ser beats, yo tampoco acepto la idea de Margo Glantz, aunque admire mucho a Sainz o a Parménides. Es algo ante lo que ya me he resignado pero que, cuando se puede, trato de recomponer en la medida de lo posible."

En su ya amplia bibliografía de cuatro décadas sobresalen los títulos De perfil (1966), Inventando que sueño (1968), Abolición de la propiedad (1969), Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973), Círculo vicioso (1974), El rey se acerca a su templo (1977), La mirada en el centro (1977), Ciudades desiertas (1982), Furor matutino (1984), El rock de la cárcel (1984), Ahí viene la plaga (1985), Cerca del fuego (1986), No hay censura (1988), Luz interna (1989), Luz externa (1990), No pases esta puerta (1992) y Dos horas de sol (1994).

Entre 1990 y 1998 publicó en tres volúmenes su informativa y sarcástica Tragicomedia mexicana, una crónica política y cultural de la vida en México de 1940 a 1994, que precedió a La contracultura en México (1996). En 1995 reunió en un volumen sus Cuentos completos, que reeditaría, sustancialmente aumentado, en 2002.

Renovador de la literatura mexicana, desde 1966, José Agustín asumió su autobiografía, contra la corriente convencional y contra los prejuicios de los críticos que, puritanamente, apelaban al "buen gusto" y a la "buena educación". La tumba y De perfil constituyeron verdaderos acontecimientos culturales en la década de los sesenta e irradiaron su fuerza en años y décadas posteriores. 

En uno de los pasajes de su autobiografía precoz, José Agustín explica: "Para mí, La tumba fue más bien exorcizar y dejar constancia de un estado de ánimo oscuro, depresivo, pesimista, bastante común por lo demás, que en mi caso se compensaba con el sentido del humor y una visión satírica... Era mi primera novela, escrita a los dieciséis años, y por tanto sumamente tierna."

La tumba no fue su epitafio sino su nacimiento como escritor. Y si, "a pesar de su ingenua pedantería" (diagnóstico de Emmanuel Carballo que José Agustín considera acertadísimo), La tumba sorprendió por su lenguaje, su desparpajo y la seguridad con la que asumía la literatura un narrador que la había escrito a los dieciséis años de edad y publicado a los veinte, los libros que le siguieron después no sólo confirmaron la firme vocación de José Agustín, sino también la de muchos lectores que abrevaron en sus páginas. Juan Villoro cree, por ejemplo, que Se está haciendo tarde es la novela más intensa que se ha escrito en México. Por su parte, Luis Humberto Crosthwaite enumera las cuatro hazañas verdaderas de José Agustín: "Tumbó las barreras generacionales: los jóvenes de ahora lo leen y lo descubren como los jóvenes de hace treinta años; eliminó las fronteras entre música y literatura; derribó los tabúes acerca de lo que podía tratarse en los beneméritos libros de literatura mexicana, inundándolos de sexo, drogas y crítica social; resucitó la literatura, al menos para una generación emergente de escritores, y con esto les enseñó a correr, les mostró que no había límites y, sobre todo, les dijo a quienes quisieran escuchar que en la creación literaria se tiene que arriesgar el pellejo... todo escritor se juega la vida en cada párrafo."

Una virtud más de José Agustín, y no menos importante que las anteriores, es que revitalizó la amenidad de la experiencia de lectura, de modo tal que son muchos los que han empezado a leer y a aficionarse por los libros gracias a sus novelas y sus cuentos. Lector empedernido él mismo, si alguien ha hecho algo en México por la lectura, ese es José Agustín. Y lo ha hecho predicando con el ejemplo.

Son muchos los lectores mexicanos, sobre todo jóvenes, que se han divertido y han ejercitado el pensamiento con sus novelas o con sus cuentos, con sus crónicas de rock o con cualquiera de sus libros, siempre iconoclastas, siempre inclasificables y siempre divertidos y reflexivos.

Al cumplirse cuarenta años de la primera edición de La tumba, que coincide con los sesenta años de su autor, hemos conversado con él acerca de su oficio de lector; un largo y apasionado oficio sobre el que tiene mucho que decir y enseñar. En sus orígenes de lector, en sus experiencias estimulantes, encontraremos quizá la clave de los móviles de la lectura, tan difícil de hallar en libros de teoría literaria y en manuales de estrategias que se afanan, a veces infructuosamente, en conseguir que los jóvenes lean. Esta es la conversación con un escritor y con un lector que ha sabido compartir, desde hace cuatro décadas, su enorme felicidad por la lectura.

-¿Cómo llegaste a la lectura?, ¿cuál fue tu primer libro o tu primer contacto con el acto de leer?

–Lo primero que recuerdo es El libro de oro de los niños. Debo de haber tenido unos siete u ocho años. Gracias a él me apasioné por la mitología. Un vecino me prestó la Ilíada y quedé fascinado con las historias de la guerra de Troya, que había leído ya en la versión condensada para niños. Me encantó el lenguaje, que me sonaba a la vez fascinante y extraño. Pero después de leer la Ilíada, le dije a mi amigo: "Oye, el problema es que aquí no termina la historia: no está lo del Caballo de Troya ni nada de eso." Entonces él me prestó la Odisea, que leí con la misma fascinación. De tal forma que comencé con Homero y luego me seguí con la Eneida, de Virgilio, que sí cuenta la toma de Troya y la huida de Eneas. Para entonces estaba bastante encarrerado con los libros, porque mis hermanos mayores, que tenían trece o catorce años, empezaron a leer muchísimo en ese periodo. Leían a Federico García Lorca, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y las novelas de los escritores existencialistas que, a mediados de los años cincuenta, tenían una enorme presencia. Por todo esto, yo empecé a leer también todas las cosas que ellos leían y que comentaban entre sí. Dejaban los libros por cualquier lado. No es que me dijeran que leyese éste o aquél, sino que los dejaban por ahí y predicaban con el ejemplo. Yo los tomaba y me ponía a leerlos. Mis lecturas fueron, por cierto, muy desordenadas, pero absolutamente apasionantes.

–El investigador italiano Armando Petrucci dice que el futuro de la lectura está precisamente en una práctica que rechaza los cánones académicos en nombre de una libertad absoluta para leer lo que se nos antoje. ¿Qué opinas a este respecto?

–Yo me adheriría sin duda a ese planteamiento, porque todo un programa de lecturas puede ser muy útil, obviamente, pero también ya trae consigo cierto sentido de la obligación o del trabajo, y para mí, en aquella época, la lectura era fundamentalmente un placer. Yo leía por el puro gusto de leer. Y aunque sí comencé realmente por el principio del canon, por los clásicos griegos y latinos, después ya estaba leyendo a los existencialistas y mucho teatro contemporáneo, e iba pasando asociativamente de una cosa a otra. Por ejemplo, cuando estaba en quinto de primaria leí El muro, de Sartre, que me dejó paralizado y me metió muy fuerte en muchos intereses que serían básicos en mi vida. Uno, Rimbaud, porque yo estaba muy chavito y, como era de esperarse, me identifiqué como loco con el poeta niño. Y luego, Freud y el psicoanálisis. A su vez, las lecturas de Rimbaud me llevaron a los poetas malditos: a Verlaine y a Baudelaire. Baudelaire me mandó a Edgar Allan Poe, y gracias a Poe empecé a entrar con mucha facilidad al mundo de la novela gringa del siglo xix. Y Freud me condujo a Jung y a otros psicoanalistas. Cuando tenía trece o catorce años, venía mucho aquí a Cuautla y el padre de un amigo mío era un naturista ilustrado, un médico homeópata con muy buenas lecturas sobre todo del ámbito psicoanalítico. Pasábamos varios días en su casa donde tenía todos los libros de Wilhelm Stekel, que yo leía fascinado, porque eran puros casos clínicos muy freudianos sobre sexualidad. Luego se puso muy de moda Erich Fromm, al cual empecé a leer, y poco a poco fui cayendo en más autores de psicología hasta que finalmente me quedé con Jung, que es para mí el psicólogo más fascinante. Y todo esto, como te digo, arrancó de la lectura del libro de Sartre. Después me interesé por el surrealismo, y leí sobre todo a Paul Eluard y a Breton, y ellos a su vez me mandaron a la Generación Perdida de Estados Unidos. Uno de mis grandes héroes, entre los diez y los veinte años, fue Francis Scott Fitzgerald, a quien leí en su absoluta totalidad; me fascinaba en especial Tierna es la noche, una novela que me pegó durísimo y que también incidía en toda la cuestión psicoanalítica. También Hemingway y Nathanael West. Me pasé luego a la literatura beat, que estaba muy ligada al existencialismo. Leí primero a los poetas: Allen Ginsberg, Ferlinghetti, Gary Snyder y Gregory Corso, y luego descubrí En el camino, la gran novela de Jack Kerouac, que se había convertido en un acontecimiento tremendo. Al poquito rato ya estaba con William Burroughs, y me empezó a entrar una gran fascinación por la literatura estadunidense contemporánea, aunque leía todo lo que me caía en las manos. Además, para entonces iba yo mucho a las librerías, estaba más o menos orientado y ya sabía qué es lo que andaba buscando. 

–¿Recuerdas tu primera visita a una librería?

–Así, especialmente, no; pero sí me acuerdo de grandes librerías que frecuentaba mucho. La Librería de Cristal, en donde trabajaban varios amigos míos (Ricardo Vinós, Parménides García Saldaña, Federico Campbell, Ignacio Solares), y la Zaplana de San Juan de Letrán, que era fascinante. Antes de casarme trabajé unos meses en la Porrúa del Zócalo, que tenía una bodega muy buena. Me quedaba idiota viendo maravillas inconseguibles, como la primera versión de Tierna es la noche, porque Scott después modificó la estructura y así es como circula. Por desgracia me corrieron cuando se dieron cuenta de que diario mis libreros engordaban gracias a su bodega. Me gustaba muchísimo también una pequeña librería, cuyo nombre no recuerdo, que tenía un señor que se llamaba Castro Vido y que estaba en Orizaba, enfrente de la iglesia gótica de la esquina de Puebla; era una librería pequeña pero muy bien surtida, y ahí entre otras cosas descubrí la colección de literatura porno y semiporno de Maurice Girodias y su Olympia Press, que editó a Burroughs (Junkie y el Desayuno desnudo) cuando sus obras estaban prohibidas. Gracias a esta librería, y a la edición de Girodias, llegué a Lolita, de Nabokov, otro de los libros más deslumbrantes de mis primeros años. En esa librería, a la que iba con mucha frecuencia, me podía pasar horas enteras platicando con Castro Vido, que era decentísimo, y una relación semejante solamente la volví a tener con Polo Duarte, cuya librería, extraordinaria, Libros Escogidos, estaba en la Alameda, exactamente en el lado opuesto del Hotel del Prado, y ahí Polo era la maravilla de maravillas: era un gran lector y un extraordinario amigo, y como sabía que estábamos jodidones nos alquilaba los libros por un peso. Leíamos el ejemplar con mucho cuidado, para no dañarlo y para que él lo pudiera vender después. Muchos libros venían intonsos y había que abrir los pliegos; entonces, ésos te los alquilaba Polo en dos pesos. Yo leí no sabes qué de cosas gracias a Polo Duarte. Para mí, la suya fue la última gran librería que hubo en México. Ahí los sábados se reunía medio mundo. Iban Otaola, Guillermo Rousset, Pepe de la Colina, Francisco Hernández, Florencio Sánchez Cámara, Gerardo de la Torre, Gabriel Careaga y Gustavo Sainz, que era amiguísimo de este hombre. Los borrachones mandábamos a traer los alcoholes de la cantina que quedaba al lado, y los cafeteros el café de la cafetería del otro lado. Era una librería chiquita, estrecha, y en el fondo se hacían las chorchas. Siempre que tengo oportunidad lo digo: Polo Duarte fue un librero queridísimo e importantísimo en mi desarrollo. 

–¿Crees que este tipo de librero ya desapareció en México?

–Definitivamente. Yo ya no encuentro a nadie así. Ahora se venden los libros en las Comerciales y en los Sanborns, una cosa tan impersonal y tan pésimamente concebida que está acabando con las librerías. Las tipo Gandhi (café, actos culturales, precios un poco más bajos), que vienen de las parisinas del Boulevard Saint Michel, sin duda están mejor, menos despersonalizadas, pero también ya es otra cosa. La última librería verdaderamente sensacional que conocí fue The Living Batch, en Albuquerque, Nuevo México. No tenía madre. En Estados Unidos han concebido al menos las Barnes & Noble, que son pobres en catálogo, es decir, dependen de lo que está en circulación, pero son cómodas y bien diseñadas. Y en México aún quedan algunas librerías de viejo muy padres.

–Tú fuiste un lector atípico, puesto que te iniciaste con Homero y luego continuaste con la gran literatura moderna y contemporánea. Esto quiere decir que no leíste libros infantiles...

–Prácticamente, no. Fuera de El libro de oro de los niños. Yo leí a Salgari y a Verne hasta los dieciocho o veinte años y me gustaron muchísimo. Al único escritor de temas infantiles o juveniles que sí leí de niño fue a Mark Twain, y me enloqueció; me identificaba tremendamente con Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Los libros de Twain fueron claves para mi vida. A los veintiún años vía Polo Duarte leí, además, por primera vez, El hobito, la traducción de The Hobbit, y me clavé muy fuerte con Tolkien; luego leí El Señor de los Anillos, que es una novela absolutamente genial, hoy muy popular por la adaptación que hizo el cine, pero que en aquel momento casi nadie conocía. Entré a Lewis Carroll por las vías del lenguaje, a través de Nabokov y Joyce. Carroll fue también para mí deslumbrante, como Sterne. Ya mucho más tarde leí también fascinado a Michael Ende y a otros autores, como Pancho Hinojosa, pero lo cierto es que la literatura para niños no la leí realmente de niño. De niño leía más bien atrocidades; libros que los de mi edad por supuesto no leían.

–¿Cuál fue tu relación con la literatura popular y la subliteratura: revistas, cómics, historietas, fotonovelas, etcétera?

–Tuvo mucha importancia, pues fui lector de cómics desde muy pequeño. Por supuesto empecé con los clásicos, los cuentos de vaqueros, los monitos gringos, los de Walt Disney, los de la Warner, y me clavé muy fuerte en ellos. En mi caso constituyen sin duda una influencia literaria. La Familia Burrón, por ejemplo, la leí desde su primer número y aún la sigo leyendo, aunque ya no cada número: nada más los de doña Borola y Satán Carroña. Después ya le empecé a entrar más a los cómics de aventuras: a los superhéroes tipo Batman y Supermán, y a los de Marvel Comics, con el Hombre Araña, los Cuatro Fantásticos y demás. Después descubrí las maravillas de Heavy Metal, con Giger, Moebius, Serpieri, Manara, pero de adolescente fueron decisivas Mad y Playboy, que leí desde muy chavito. El Playboy por las chavas por supuesto y me pasé a Penthouse desde que apareció, porque siempre fue hardcore y menos fresa. Y la revista Mad porque me divertía enormidades, me incentivó mis tendencias hacia la sátira social, las parodias y todas las formas de ejercicio del humor. Ahora ya no la leo tanto porque decayó muchísimo desde que le empezaron a meter comerciales y a romper con una tradición muy rica en ironía. Sin embargo, conserva el filo de la crítica política y le pega a Bush con mucho ingenio.

–¿Y la denominada literatura galante, porno, semiporno; esa de Memorias de una pulga, Fanny Hill, Grushenka, etcétera?

–Sí, también la frecuenté, pero ya un poco mayor. Sartre me incentivó mi lado oscuro. Recuerdo que leí bastante asombrado a Henri Barbusse, sobre todo El infierno, y luego el libro que me clavó más en la literatura francamente porno fue Candy, de Terry Southern, que escribió con Kubrick el guion de Doctor Insólito. Candy era una sátira sangrienta de todos los fenómenos espirituales que se estaban dando, los principios de la contracultura y el new age de ahora. Me divirtió muchísimo, se me hizo cachondísima y me llevó a muy buenas chaquetas. También leí las Memorias de una pulga y Fanny Hill (un amigo muy querido, Sergio Martínez Cano, tradujo la novela "no expurgada" de John Cleland para no sé qué editorial de México y en ese tiempo la leí con avidez adolescente), al igual que muchos libros de la colección verde de Olympia Press, como la Historia de O, de Pauline Réage, que es hija directa del Marqués de Sade, a quien leí mucho: Justine, Juliette, Los ciento veinte días de Sodoma y Gomorra, Los crímenes del amor (pero, aunque muy interesante se me hizo bastante aburrido e ideologizante), y también del barón Sacher-Masoch, cuya Venus en pieles tardé siglos en conseguir y me dejó bastante indiferente, quizá la leí fuera de tiempo. Además de los libros insulsamente pornográficos de la Colección Jaguar, de Diana, le entré con devoción a Henry Miller, que me fascinó; y cuando conocí a Sainz y Elizondo, leí al Aretino, a la Monja Portuguesa y especialmente a Bataille.

–¿Te llevó la lectura hacia manifestaciones artísticas ajenas a la literatura?

–Yo creo que se dieron al parejo. Mi hermano mayor era pintor y prácticamente desde niño me hizo apreciar la pintura un poco desde su óptica. Por eso, muchos de los que eran sus pintores favoritos son los míos también: Vermeer, Caravaggio, Velázquez, Bruegel, etcétera. Con la música, igual; desde chavitos estábamos oyendo música. Yo, por mi parte, el rock and roll, pero en mi casa se oía también mucha música clásica, porque mis hermanos cuando empezaron a leer entraron a la cultura en serio. Entonces, empezaron a llegar los Shostakovich, los Stravinsky, los Ravel, los Mahler, los Beethoven, los Mozart, y los Schubert; este último, uno de mis músicos favoritos de todos los tiempos. También, a veces los libros me llevaban hacia cierto tipo de música. Juan Cristóbal, de Romain Roland, me redescubrió a Beethoven, al igual que La sonata a Kreutzer, de Tolstoi. Al leer a los beats, me interesó muchísimo el jazz. Yo ya oía jazz, pero a partir de la lectura de los beats lo empecé a escuchar más asiduamente y comencé a comprar los discos de los autores clave: Ellington, Parker, Gillespie, Miles. En otras ocasiones la obra musical me mandaba a la literatura: Beethoven a Schiller, Ravel a Mallarmé.

–¿La lectura se dio a la par que la escritura?

–Yo estaba escribiendo prácticamente desde antes de que empezara a leer. Desde que tenía seis o siete años. Primero hacía cómics. Y en éstos, los dibujos se fueron haciendo poco a poco más pequeños y los globitos del texto cada vez más grandes. Después eran páginas que tenían una o dos ilustraciones, y ya de pronto era la página completa sin ilustraciones. Mi primer texto sin dibujos, mi primer cuento, por decirlo así, lo escribí en quinto de primaria y, desde entonces ya nunca he parado de escribir. Para entonces también ya estaba muy metido leyendo. La escritura está ligadísima a la lectura, y yo no la podría concebir de otra forma.

–Dirías entonces que leer y escribir no son actividades disociadas; que siempre van juntas.

–En mi caso, sí. Además, son mutuamente estimulantes. Una de las cosas que me hacen escribir con mucho gusto es leer algo muy bueno, sea de quien sea. García Márquez me contaba que él, para escribir un cuento, primero se ponía a leer a los grandes maestros del género: Chéjov, Gogol, Maupassant, Poe, Fitzgerald, Hemingway, Borges, Cortázar, Rulfo, Arreola, etcétera, y ya que se había nutrido del más alto nivel posible de calidad cuentística, se ponía a escribir. A manera de aclaración, añadía que era muy probable que no consiguieras superar lo que habías leído, pero que al menos te impregnabas de lo mejor para intentar alcanzar ese nivel. En mi caso, me he dado cuenta de que me resulta muy estimulante leer buenas novelas; me dan ganas de escribir, y si ya estoy escribiendo no dejo de leer aunque las novelas o ensayos nada tengan que ver con lo que yo escribo en cuanto a técnicas o temática.

–Aparte de El muro, de Sartre, ¿qué otros libros modificaron de manera determinante tu percepción de la vida y la literatura?

–Además de El muro y de Tierna es la noche, que ya te mencioné, también me impresionó muchísimo Lolita, de Nabokov. Casi me la sabía de memoria, pues entre los doce y los veinte años debo haberla leído, aquí sí religiosamente, una vez por año. Y aunque leí casi todo Nabokov, Lolita, Pálido fuego y Desesperación se me hicieron con mucho lo mejor de este gran novelista, junto con sus memorias. También fue decisiva la lectura de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, fue una impresión enorme la hondura de las líneas temáticas, la dimensión de los personajes, el magistral manejo del lenguaje, la erudición, los juegos de palabras, el sentido del humor tan especial y la tragedia misma, aparte del tema del alcohol y la terrible idea de llegar a tocar las puertas del cielo y en vez de entrar despeñarse en el abismo. Fue un libro que me dejó marcas imborrables. Ahí te van otros: Las mil y una noches, La vida es sueño, de Calderón, El eterno marido y El idiota,de Dostoievski, Fausto, de Goethe, La divina comedia, del Dantiux, El asno de oro, de Apuleyo, Las metamorfosis, de Ovidio, Madame Bovary, de Flaubert, The catcher in the rye, de Salinger, El gran Meaulnes, de Alain Fournier, En el camino, de Kerouac, Trampa 22, de Heller, Los elíxires del diablo, de Hoffmann, El Golem, de Meyrink, y Simio, de Wu-Cheng-ên. También El hacedor de estrellas, de Stapledon, Las crónicas marcianas, de Bradbury, Más que humano, de Sturgeon, ¡Tigre! ¡Tigre!, de Bester, Ubik y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, Dunas, de Herbert, y El juego de Ender, de Scott Carson. O las Historias fantásticas, de Poe-Baudelaire, El halcón maltés, de Hammett, El gran sueño, de Marlowe, El cartero llama dos veces, de James Cain. De la literatura mexicana, me impresionaron mucho Los de abajo, de Mariano Azuela, Confabulario total, de Arreola, Los albañiles, de Leñero, y Los muros de agua, de José Revueltas. Después, Sor Juana. Pero también fueron clave en mí Homero, Sófocles, Heráclito, Jung, Nietzsche, Freud, los Evangelios y los libros sagrados de Oriente.

–Mientras leías alguno de estos libros, ¿te propusiste escribir algo similar?

–A Nabokov me lo planché descaradamente en La tumba. La tumba termina con un autoepitafio que está tomado de la sentencia poética de muerte que escribe Humbert Humbert antes de matar a Quilty. Se trata de un plagio deliberado, aunque en forma de paráfrasis. Y eso que me contuve de no apropiarme de más cosas, pues Lolita me seducía enormemente, sobre todo en el estilo. Otro libro que me sedujo en ese sentido, estilísticamente hablando, fue el Ulises, de Joyce. Le empecé a entrar por primera vez como a los catorce años y no entendía una chingada, pero así como cuando leí la Ilíada y ese lenguaje totalmente insólito me deslumbró, del mismo modo, la manera como Joyce manejaba el lenguaje me pareció extraordinaria; de una inteligencia, de un ingenio, de una cultura, de una erudición muy muy seductoras. Qué de juegos con el lenguaje y luego el monólogo porno sin puntuación. Entonces también, mecánicamente, en mi escritura reproducía algunos joycismos, casi sin darme cuenta, aunque no llegaba ahí al extremo del planche vil como en el caso de Nabokov. Por otra parte, algunos de mis textos están muy cargados de atmósferas que había yo recogido de otros libros; por ejemplo, mi cuento "Luto" tiene mucho de las atmósferas de las novelas existencialistas, además de influencia del cine, sobre todo del que empezó a darse en aquella época "de la incomunicación": los primeros Antonioni, Godard, Truffaut, Resnais y este tipo de cineastas me generaban estados de ánimo más bien dark. En realidad, el ejercicio del planche nada más lo ejercité esa vez, en La tumba, y lo dejé en el libro a sabiendas. Me dije: si lo cachan, pues que lo cachen, y si no, no pasa nada. En otra ocasión me impresionó que Malcolm Lowry dijera algo así como que la literatura es patrimonio de todos los escritores y que se valía apropiarte de los recursos de otro cabrón si te hacían falta. De hecho, el propio Lowry lo ejercitaba directamente. Entonces, yo de pronto encontraba en algunos libros ideas o técnicas y también me las apropiaba sin el menor empacho; por ejemplo, Kundera reúne a personajes de la vida real con los de ficción y los hace coexistir; esto se me hizo tan sensacional que en algunos textos retomé la idea. En fin, si encuentro algo que otro utilizó y a mí me parece válido y necesario para lo que estoy escribiendo, no dudo en usarlo. También me acuerdo de la polémica que se dio a fines de los años cincuenta entre Octavio Paz y Emmanuel Carballo sobre los orígenes de El laberinto de la soledad. Carballo decía que, para escribir su libro, Paz había saqueado ideas de Samuel Ramos, Leopoldo Zea y los otros filósofos del grupo Hiperión sin darles ningún crédito, a lo cual Paz le contestó que el león tiene derecho de tragarse al cordero. Con esto, Paz avaló de lleno el plagio, ya que tampoco le dio el crédito al autor de la frase, Paul Valéry.

–¿Dirías que hay libros que tienen una función terapéutica?

–Sí, por supuesto. Te curan el alma o te la ensucian más. Algunos pueden tener una función altamente nociva, pero eso es tu problema, no del autor. Hay, en cambio, libros que pueden ser muy terapéuticos. La poesía, fundamentalmente. Ciertos poemas leídos en los momentos claves de tu vida pueden profundizarte o aclararte las emociones, las sensaciones y los sentimientos. Pueden despejarte el alma. Hay libros balsámicos cuya lectura puede lograr una curación del alma. Lo mismo que leer, escribir es para mí tremendamente terapéutico. En cuanto a mis procedimientos de escritura, tal vez sean poco éticos o por lo menos discutibles, porque lo que estoy haciendo es escarbar en mí mismo y sacar toda mi mierda. Al exteriorizarla, al objetivarla en el papel, la echo a la vía pública. A ver cómo se las arreglan con ella los que quieran leerla. Pero, bueno, también va lo mejor de mí mismo. Si yo lo he sobrevivido, el lector también puede hacerlo.

–¿Te has encontrado con jóvenes que descubrieron la literatura a través de los libros de José Agustín?

–Algunos, sí. Por eso escribió Juan Villoro ese texto tan bonito que se llama "Hombre en la inicial", y en el que dice que si leíste La tumba o De perfil ya llegaste a primera base, y de ahí te sigues. Sé que es real. Efectivamente, me llegan testimonios de gente que me dice que empezó a leer gracias a La tumba, De perfil o Inventando que sueño. Se trata sobre todo de jóvenes. Ya luego leen otras cosas. Y por eso Enrique Serna, en El miedo a los animales, hace el chiste de que primero empiezas a leer a José Agustín y luego ya te pasas a las cosas buenas. 

–Es un homenaje en realidad.

–Sí, claro; en todo caso es muy placentero desflorar lectores.