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Viernes 21 de enero de 2005

La madre de todas las batallas perdidas

En el contexto actual, caracterizado por los intentos de todos los niveles de gobierno ųempezando por el federalų de desmentir su extrema debilidad en materia de seguridad pública y de control penitenciario, el asesinato de seis empleados del penal de "máxima seguridad" número 3, ubicado en Matamoros, Tamaulipas, debe leerse como un mensaje de los cabecillas del crimen organizado: "las cárceles son nuestras". Por si no fuera suficiente para comprobar la veracidad de esa afirmación con el reciente asesinato, en la cárcel de La Palma, de un narcotraficante a manos de otro recluso, así como las pruebas de fuerza que se sucedieron en ese penal entre las autoridades y los prominentes reclusos que allí se encuentran ųy que hasta ahora no se ha saldado con un triunfo claro de las primerasų, en días recientes han ocurrido nuevos homicidios y fugas en diversas cárceles federales y estatales; las corporaciones de las drogas han proseguido sus ajustes de cuentas habituales ųayer mismo fue ejecutado en Toluca Leonardo Oceguera Jiménez (abogado de Arturo Martínez, El Texas, lugarteniente de Osiel Cárdenas), presunto organizador de las movilizaciones de parientes y simpatizantes de los narcos recluidos en La Palmaų y continúa la descomposición aparentemente indetenible del sistema penitenciario: también ayer murió ųen un aparente suicidioų el director del penal de Tecamachalco, Puebla.

En este alarmante descontrol de las cárceles del país, cuyo mando se encuentra, según todos los indicios, en quienes se encuentran recluidos en ellas, y no en las dependencias encargadas de administrarlas, inciden dos componentes claramente diferenciados. Por una parte, la manifiesta ineptitud del foxismo en el tema de la seguridad pública, incapacidad que ha hecho crisis ahora por su vertiente más espinosa, que es, precisamente, la de las prisiones. El presidente Vicente Fox tuvo, en noviembre pasado, con el linchamiento en Tláhuac de agentes de la Policía Federal Preventiva (PFP), un aviso claro de la ineficiencia de sus colaboradores en ese campo, pero en vez de actuar en consecuencia y despedir al secretario de Seguridad Pública, Ramón Martín Huerta, optó por fortalecerlo e incrementar su poder. Luego ocurrió el asesinato a balazos de Arturo Guzmán Loera en La Palma, otro centro de reclusión de "máxima seguridad", con su cauda de consecuencias: un movimiento de protesta del personal que allí labora, seguido por movilizaciones, marchas y acarreos por parte de abogados y familiares de connotados capos, y luego una toma policial y el cerco militar del establecimiento. Fox llamó a colaborar en su gabinete de seguridad pública a Miguel Angel Yunes Linares, ex priísta que arrastra una larga cauda de señalamientos, acusaciones y procesos por los más diversos delitos y transgresiones. Ante ese rosario de decisiones erráticas no cabe llamarse a sorpresa por la redoblada violencia con que el crimen organizado reclama el control de "sus" cárceles, ni por la falta de respuestas gubernamentales adecuadas, las reuniones de urgencia del gabinete de seguridad, las promesas de "seguir adelante" en la lucha contra la delincuencia ni por promesas oficiales de librar y ganar, ahora sí, una "madre de todas las batallas" contra el narcotráfico.

El segundo factor de la crisis referida es, precisamente, la incapacidad del foxismo para comprender que esa guerra contra las mafias que controlan la producción, el comercio y el transporte de drogas ilícitas se perdió hace mucho tiempo por la simple razón de que, en los términos en los que está formulada, resultaba imposible de ganar. Las "acciones decisivas" contra el narcotráfico vienen cacareándose por lo menos desde la presidencia lopezportillista, que lanzó la Operación Cóndor, y a partir de entonces en cada sexenio se ha presumido de logros deslumbrantes y definitivos contra los cárteles. Ciertamente, hay una infinidad de narcotraficantes de todos los rangos en las cárceles del país, y muchos otros han muerto en enfrentamientos con las instituciones policiales y militares del Estado, pero desde entonces no han dejado de crecer los volúmenes de negocios del narcotráfico, las cantidades de droga que trafican, el poder de fuego del que disponen y su capacidad económica para corromper funcionarios e infiltrarse en las instituciones.

Como lo ha hecho en materia de política económica, el grupo que actualmente detenta el poder se ha limitado, en el ámbito del combate al comercio de drogas ilícitas, a continuar las estrategias equivocadas de sus antecesores priístas, y lo ha hecho, en buena medida, por las presiones procedentes de Washington.

Una vez más habría que recordar que las adicciones y el narcotráfico son fenómenos independientes que deben ser resueltos de maneras distintas. Las primeras constituyen un problema de salud pública; el segundo es un negocio ųilegal, pero negocioų cuyo componente fundamental no es la existencia de un mercado de dependientes, sino la prohibición de determinadas sustancias. Esa prohibición crea el margen para agregar un valor desmesurado a esas mercancías. Los márgenes de ganancia que permiten la producción, traslado y distribución de mariguana, heroína, cocaína, metanfetaminas y otras, se incrementan a medida que se torna más difícil su creación, posesión, transporte y venta, y con ese incremento se fortalece el poder de las mafias. El fenómeno es de sobra conocido. Mientras esta situación no cambie, las instituciones seguirán ahondando su derrota en la guerra contra las drogas.

 
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