370 ° DOMINGO 23 DE ENERO DE 2005

Historias del otro lado
El indígena
que se hizo
pandillero

Jesús Ramírez Cuevas / Tetlanohcan, Tlaxcala


Hace 10 años, José Luis Coapio se fue de mojado al otro lado. En Nueva York se unió a una banda de mexicanos y chicanos del Bronx, pero cinco años después, amenazado de muerte, huyó a otra ciudad para rehacer su vida
 
 

Tatuajes de pandillas en el país vecino
Fotografía: Departamento de Policía de Salinas
 
Asus 18 años, el sueño americano de José Luis Coapio era ser pandillero del Bronx. Cuando llegó a Nueva York, se hizo amigo de los mexicanos que pertenecían a las bandas callejeras de ese barrio de la urbe de hierro.

Durante cinco años, José Luis acompañó a los pandilleros a cometer sus fechorías, pero aclara que nunca participó en ninguna de ellas. Un día, por accidente, se convirtió en enemigo de una pandilla y tuvo que huir de la ciudad para salvar su vida.

En 1995, empujado por la falta de oportunidades, José Luis abandonó su pueblo nahua, en Tlaxcala. Como lo habían hecho antes su hermano y dos tíos, decidió probar suerte en Estados Unidos. Tiempo atrás, en los años cincuenta y sesenta, su abuelo, don Pedro Coapio, había sido bracero.

Ahora, de regreso a su tierra natal, sentado en el patio de tierra de la casa paterna y rodeado de su familia, José Luis cuenta su periplo en el norte. Su aspecto no es del campesino que era, sino el de un joven urbano cuyos rasgos indígenas aún revelan sus raíces.

Los locos del Bronx

Sus vecinos le recomendaron viajar a Tijuana. Ahí contactó a un pollero que, por mil dólares, lo pasó del otro lado. Las historias que había escuchado lo animaron a irse a Nueva York. "No sabía qué iba a hacer allá", confiesa José Luis.

"Cuando llegué –recuerda–, unos paisanos me consiguieron casa en el Bronx. Nadie del pueblo había llegado ahí, algunos viven en Queens y en Brooklyn. Al principio tuve miedo porque vi mucha violencia. En ese barrio se vende droga y matan a la gente por cualquier cosa".

"Allá –relata–, la policía me detenía, me tiraba al suelo y me ponía la pistola en la cabeza; cuando me dejaban porque no era quien buscaban, ni disculpas pedían porque era mexicano. Por eso le tengo odio a los policías de allá".

Con el tiempo, dice, "me metí a una pandilla de mexicanos y chicanos llamada Los locos del Bronx, que atracaba en el Metro y en la calle. Vi cómo robaban y apuñalaban a la gente, pero nada más los veía. Estuve a punto de ser un pandillero, pero tuve que huir".

"Mi sueño era ser como ellos, hasta me hice un tatuaje en la cara –muestra dos lágrimas negras en la comisura del ojo. Mis amigos tenían tatuada una y yo me puse dos para verme más chingón. No sabía que allá se tatúan una lágrima por cada persona que han matado. Por eso, cualquiera en el barrio me retaba a muerte".

En la semana, José Luis trabajaba todo el día, pero sábados y domingos los pasaba con sus brothers. "Hasta que un día –cuenta–, a un amigo mexicano le metieron dos navajazos. Era casi un niño, así que corrí y lo subí a mi departamento. Me suplicaba que no lo dejara pero como le salía mucha sangre, lo bajé para llamar una ambulancia. Sus amigos me lo quitaron y lo dejaron aventado en la calle".

"Subí a cambiarme de ropa –prosigue– porque estaba lleno de sangre. Cuando salí, como no me limpié bien los zapatos, un policía de origen ruso me detuvo. Le conté lo que había pasado, pero cuando le preguntaron al chavo si era el agresor, él ya estaba inconsciente".

"El policía ruso me esposó y me metió a la patrulla –recuerda. Entonces, un latino me salvó de ir a la cárcel, pues le contó a los oficiales lo ocurrido."

Ahí comenzó el infierno de José Luis: "La banda que apuñaló al muchacho y la pandilla rival, eran mis amigos, pero ambas me buscaron para matarme. Cuando el chavo salió del hospital le conté la bronca. Su banda me defendió, pero corría peligro y me fui a Connecticcut".

Los primeros años

En Nueva York, José Luis trabajó en una tienda de aparatos electrónicos, "pero me corrieron por no tener papeles", dice. Consiguió jale en una farmacia donde duró cuatro años: "Mis patrones judíos me decían que a los americanos no les gusta trabajar y que los mexicanos hacían todo sin quejarse. Ahí trabajé 10 horas diarias por 200 dólares a la semana, eso nunca lo iba a ver en mi pueblo; lo malo es que lo gasté todo con los brothers".

En Connecticcut, José Luis se empleó en una tintorería, pero los patrones lo corrieron "por racistas", afirma. Entonces trabajó con otros tlaxcaltecas como alfombrero.

En el año 2000 regresó a su pueblo para luego volver al norte. Instalado y con empleo, pagó 3 mil dólares a un pollero para llevarse a su esposa y a su hijo.

María Elena interrumpe a su marido para contar su experiencia: "La primera vez nos agarró la migra. Entonces el coyote nos pidió no bañarnos con jabón para que lo perros no nos detectaran en la línea. Nos escondió debajo del lavabo de un carro de esos que llevan cocina". Así viajaron a Los Angeles madre e hijo, y de ahí, en autobús, a su destino.

María Elena sólo aguantó nueve meses trabajando de sol a sol en una tintorería. "El no saber inglés –admite– dificulta todo. La encargada me regañaba y como no entendía, me maltrataba". Y se regresó a México con su vástago.

A José Luis le fue mal también, enfermó y perdió el trabajo: "Anduve sin encontrar jale tres meses; no tenía ni qué comer. El edificio donde vivía con otros indocumentados se quemó y, como no tenía nada, me volví al pueblo".

Una semana en el desierto

María Elena quedó embarazada y José Luis volvió a migrar. "Esa vez –recuerda– el coyote nos llevó por el desierto de Arizona. Eramos 15 personas, bebés, familias y gente mayor. Nos agarró la migra, sacaron sus armas, cortaron cartucho y nos insultaron. El más grosero era uno de origen mexicano. La migra nos tuvo sin comer un día y nos regresó a México".

"El pollero –continúa– nos volvió a pasar. Caminamos en el desierto y el guía nos pidió esperar a que nos recogieran."

Pasaron tres días y nada, dice, "casi no teníamos comida ni agua. Algunos lloraban de miedo y desesperación. Nos salieron varias víboras de cascabel mientras dormíamos. Varios pasaban la noche en vela por temor a que les picaran. Al cuarto día se llevaron a mujeres y niños. Luego a los mayores. Los solteros tardamos una semana esperando. Nos metieron en la cajuela de un carro. Pasamos un retén de la migra pero no nos vieron".

En San Francisco, José Luis trabajó en un restaurante, en un cine, en la construcción y en un seminario. "Muchos latinos con papeles maltratan a los indocumentados. Lo peor es la discriminación; si eres ilegal te tratan como delincuente, te humillan, te pagan menos".

Con el dinero que juntó, el joven nahua pagó sus deudas y construyó una casa para su familia. En febrero regresará a Estados Unidos; su mujer y sus hijos se quedarán en el pueblo: "No quiero que vivan lo que yo he sufrido", dice en tono triste.