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Jueves 27 de enero de 2005

Auschwitz, ayer y hoy

El enorme complejo de detención, esclavitud, pillaje y exterminio de personas instalado por el régimen nazi en la localidad polaca de Oswiecim, conocida en alemán como Auschwitz, liberado por el ejército soviético el 27 de enero de 1945, hoy hace 60 años, es el símbolo más amargo y extremo de la crueldad humana en el siglo que terminó hace un lustro y, tal vez, de toda la historia; representa también los excesos a los que pudo llegarse en uno de los países más cultos y desarrollados de Europa como consecuencia de un delirio paranoico que sedujo a buena parte de la sociedad alemana y que causó la destrucción de Europa y la muerte de un total estimado de entre 50 y 60 millones de individuos.

Ese delirio se decantó en dos vertientes principales: por una parte, la Segunda Guerra Mundial propiamente dicha, generada por el empeño casi exitoso del Tercer Reich de someter a su dominio a todas las naciones del viejo continente, en la que murieron unos 27 millones de soviéticos, 8 millones de alemanes, más de un millón de franceses y casi un millón de británicos; por la otra, la persecución, la explotación y el exterminio, en Alemania y en los países conquistados, de judíos, gitanos, comunistas y socialistas, homosexuales, miembros de sectas religiosas, discapacitados y otros grupos cuya existencia fue considerada por los jerarcas nazis como "un problema".

Los nazis no inventaron el genocidio. Las Cruzadas, las invasiones bárbaras, los conflictos religiosos en la Europa medieval, la conquista de América, las innumerables aventuras coloniales de las naciones del viejo continente y el tráfico de esclavos africanos, entre muchos otros procesos históricos, fueron acompañados de masacres y operaciones de exterminio de grupos humanos, cuya enormidad escapó al registro y a la estadística. Lo que resulta particularmente escalofriante y nauseabundo, en el caso de la Alemania hitleriana, es la conjunción de tecnología, planeación, visión gerencial y lo que ahora se denomina "políticas públicas", con el designio de asesinar a millones de seres humanos indefensos e inocentes. Auschwitz, Treblinka, Dachau y los demás campos no fueron excesos ni excepciones, sino parte de una infraestructura de muerte cuidadosamente diseñada y operada, y previsoriamente articulada al desempeño económico e industrial del Tercer Reich. Empresas como Siemens y Krupp instalaron plantas en el campo de concentración polaco para exprimir la fuerza de trabajo de los prisioneros, quienes, una vez exhaustos, eran enviados a las cámaras de gas y al crematorio. En el colmo de la deshumanización de las víctimas, el pelo y la grasa de sus cadáveres eran vistos como insumos de cadenas productivas. En Auschwitz los factores de progreso del siglo XX ųciencia y tecnología, organización social, planificación, comunicaciones y transportes, producción en cadenaų fueron puestos al servicio de la más espantosa de las barbaries, perpetrada por los supuestos "arios" en contra de judíos, gitanos, eslavos y otros conglomerados previamente reducidos a condición infrahumana.

Resulta estremecedor cotejar los paralelismos entre esa conjunción de progreso y barbarie con el instrumento que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica, y con desarrollos de muerte posteriores, como los bombarderos supersónicos, las bombas guiadas por láser, los misiles "inteligentes" y toda la parafernalia militar plenamente integrada a las economías occidentales, cuya producción genera empleos en los países de origen y deja una estela de destrucción cada vez más eficiente en naciones como Afganistán e Irak.

Desde otra perspectiva, los genocidios nazis siguen siendo insuperables en muchos aspectos: en el cuantitativo, desde luego, y en el grado de cinismo y descaro con que los jerarcas del Tercer Reich expresaron sus fobias, su racismo y su intolerancia. En las sexta y séptima décadas del siglo pasado el gobierno estadunidense provocó la muerte de millones de vietnamitas, pero se cuidó siempre de "lamentar" las bajas civiles, al igual que lo hace hoy día en Afganistán e Irak. Pero una mirada a las cifras de la guerra en curso en la antigua Mesopotamia indica que la invasión, destrucción y ocupación del país árabe ha provocado no menos de 16 mil muertes documentadas de civiles ųno hay forma de llevar un recuento de los iraquíes militares fallecidosų, causadas, precisamente, por las bombas "de precisión", los misiles "inteligentes" y demás artefactos de destrucción de los arsenales estadunidense y británico.

En forma menos espectacular, millones de personas mueren todos los años de sida, de paludismo y desnutrición, en el contexto de un modelo económico centrado en la obsesión de maximizar utilidades en detrimento de condiciones de higiene y salud, de equilibrios climáticos y de la sobrevivencia de comunidades carentes de poder adquisitivo. Los complejos gubernamentales-industriales-militares de Estados Unidos y sus socios son una construcción social semejante a la que establecieron los nazis en el pueblo polaco de Oswiecim, y el modelo económico imperante funciona también como un campo de muerte y exterminio. Pese a la derrota del Tercer Reich hace 60 años, a pesar de los avances civilizatorios logrados por la humanidad en ese lapso, y a contrapelo del horror que nos inspiran las barracas, las cámaras de gas y los hornos crematorios, la pesadilla no ha terminado.

 
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